Siempre fui fan de los croquis. Polilla de mapotecas, mucho antes de Google Earth… Esquejes de callejuelas por las que llegar a casa de, a la parada donde viene vacía, al parquecito con sombra; copista al calco de antiguos mapas (lo mismo de monumentos que de alcantarillas, de túneles defensivos que de reconstrucciones del imposible metro de La Vana, el de los 20 y el de los 80…).
Cuando una cambia de escuela, de trabajo, de pareja, de gustos… recompone los croquis de sus sectores clave (y también de las áreas ciegas, los pasajes en los que no se internará). Asimismo, dentro de una (mientras se atreve o retrocede), redibuja las zonas de confort y los abismos del frío en el estómago de la primera vez. 1ro de septiembre (forrar las libretas / escribir la fecha / copiar, con un pie en el receso, la tarea…). Y el susto del beso con lengua. Y los rasgueos de una canción repetida hasta el mareo… Y la rebeldía de cortar camino.
¿Cuál habrá sido el primer mapa que tuve que interpretar o que tracé para la llegada de alguien, con el corazón sin calma? –me digo y me cuestiono si acaso leer el mundo no es leer páginas de atlas: percibir la ironía de una voz o el cosquilleo de una mirada; hallar el justo momento para decir o actuar por obtener el permiso de los padres / las vacaciones del jefe / el favor de una vecina… Porque hacer amigos, construir un amor, conseguir un buen precio, saber la mejor hora para ir al banco / a ETECSA / a comprar las entradas del concierto o a tomar helado ¿no es también hallar la fórmula para que las figuras coincidan mejilla con mejilla? Lograr lo que se dice La jugada: el bocaboca perfecto.
Un mapa sigue siendo la brújula del viajero. Junto a guías y diccionarios, no pueden faltar el terco GPS, el democrático OSM, los tutoriales ni los tips para enrumbar (seguro y rápido) al camino, que es El lugar, que es dizque la felicidad. Si bien la fiebre de estar ubicados y la obsesiva planificación (sumada a la predictibilidad de los “paquetes”) hacen que lo insospechado sucumba frente al folclor (como si toda ciudad fuera una vitrina y sus habitantes, ejemplares de zoo), es innegable que un mapa facilita la vida y optimiza el tiempo. Tener un croquis en el bolsillo da poder (y saber hacerlo, más); como pronunciar el nombre preciso puede ser una llave mágica. Y es que, justamente, el mapa permite nombrar las cosas, medirse con ellas, imaginarlas, conquistar.
Si fuera por mí, que atesoro y devoro los que hallo, alentaría a mis cibernéticos favoritos para que hicieran aplicaciones con mapas de:
- zonas wifi y agentes de ETECSA,
- bares de mala muerte e iglesias neogóticas,
- logias y paraderos,
- quioscos de maíz hervido y clubes de DotA,
- biosaludables y postes de barbero,
- teléfonos públicos, buzones, grafitis,
- agros, lavatines y piscinas olímpicas,
- vinateros, basureros, columpios,
- organopónicos donde comprar semillas,
- laboratorios de revelado, bustos sin tarja,
- ventas de peces “tropicales” y clubes de tango,
- guaraperas, nanos, academias de ajedrez…
Mientras ellos se deciden o no a hacer una sola aplicación que contenga todo eso, y aunque querría cacharrearlos en plena excursión…, lo de menos –me digo–, es contar físicamente con esos mapas, si puedo trazarlos en la mente, que es donde ocurre la magia. O en la palma de mi mano, yendo a estrellarme de cabeza con esos “accidentes”.
Hace años que decidí no tener hijos, desde que mi mapa mental (el heredado de familia – escuela – provincia) comenzó a pixelarse o (peor) a dar vueltas de carnero y me dejó jugando (literalmente) a las muñecas en ruso; así decidí que no criaría a nadie para enseñarle un mundo que se vendría abajo, dejándolo desorientado, perdido en la traducción y sin creer (en) leyendas. Podríamos discutirlo alguna vez, pero me basta con mis propios problemas de cartografía.
Cuando despierto menos aventurera y en casa (cuidándome de no tropezar en la penumbra que reconozco), me intereso por trazar más bien el mapa del fondo de mis gavetas. Son esos días en que (harta de renombrar y mover los archivos de mi PC incansablemente de D a E) hago la requisa de mi papeleo y, como José Ramón Sánchez (Guantánamo, 1972), miro y remiro hojas sin entender qué contienen:
Un plano (lápiz grueso) / de Belmonte: / tres naves de puercos, / dos naves de pollos, / dos almacenes, la casa / de los guardias, / un molino de viento, / un tanque de agua, / un larvario, una planta / eléctrica de gasolina, / un corral de carneros, / caña, maleza, cercados, / tanques de miel, un trozo / del río Caonao, matas / de mango, un camino / que se bifurca, un puente, / y una línea de tren / por donde pasan / locomotoras que rompen / la noche con su estruendo. // También guarda dos fechas: / octubre (o noviembre) de 1991, / agosto de 1992. / No recuerdo quién me lo daría.(1)
¿Qué hacer, pues, con los mapas que ya no podemos craquear? Cuando mutan las geografías y cada paso nos recuerda al buscaminas; cuando los precios, las “soluciones”, los desplantes parecen pronunciados en chino antiguo, y lo absurdo opaca todo lo que creíamos… ¿Resetearnos, reinstalarnos, migrar nuestros datos hasta más ver?
Hay otros días, por supuesto (¡por favor!) en que celebro que cambien los carteles de 23, contra el vintage y las postales nostálgicas. Entonces, reniego de croquis y me entretengo deletreando los lumínicos de los emprendedores. En tardes como esas quisiera enamorarme de los que llegan a casa confiados en el de boca – en – boca, en la memoria fotográfica, en el teléfono… Y si me dan una perdida… ¡adiós gavetas! Arrugo el mapa, desarrugo el ceño. (¿Y si me doy formato rápido? Alto, ¿quién vive?) Quién pudiera asomarse al pasillo sin saber quién será.
(1) José Ramón Sánchez: “El cuaderno rojo”, Marabú. La Habana: Ediciones Torre de Letras, 2012.
échale un ojo a openstreetmap.org 😉
Hola… le alentaría que antes que alentara a un cibernético a hacer un mapa, alentara a un diseñador 😉 yo hice uno, con las rutas de las máquinas de 10 ó 20 pesos, puntos wifi, lugares de referencias, casas de cambio, cajeros automáticos, gasolineras… realmente está enfocado más para el turista… trato de posicionarlo en punto en la Habana Vieja pero se complica, los vendedores de estos puntos son escépticos a un mapa, les parece poco útil… entonces, hay menos probabilidad de que algo útil viva por las ahí.
Buena idea la suya de las cosas que debería incluir un mapa para un cubana, por mi parte pronto lo comparto gratis (con los compatriotas) en una aplicación que algún cibernético alentado quiera hacer… y, entre lo posible, le agregaré sus recomendaciones! 😉
Interesante, la foto es de un mapa e los 50, cuando no había todavía tunel, la intersección de Carlos III Boyeros y G, aparece como una rotonda, que creo nunca existió
a mi los mapas me encantan, los colecciono de todos los lugares que visito y tengo algunos que me han regaldo de lugares que siemplemente añoro poder visitar algun dia y aunque el gps, y todas esas cosas ayudan mucho, el mapa impreso, para dalrle vueltas por todos lados que terminan rompiendose por las marcas de tanto doblarlos y doblarlos tiene algo que lo hace real que ningun mapa de google o app va a conseguir nunca…igual a esas noticas que a todos nos han hecho de como llegar a un lugar…dobla por aqui, baja por allá…al frente queda tal cosa y si no das con la calle…pregunta. Me gusto mucho el escrito, me hizo recordar mis mapas, los lugares ya visitados y los que esperan por mi…y las noticas con direcciones. al comentario de Jio, a mi si me interesaria cuando lo compartas con los compatritas avisa que me interesa!