Asistir a un concierto de Manu Chao es recibir una transfusión necesaria que mezcla esperanza, musicalidad de altos quilates, una buena dosis de conciencia y mucha fiesta. Después de haberlo visto en vivo varias veces en las últimas décadas, estoy convencido de que irradiar esa buena vibra es un poder esencial del músico franco español.
Esta vez, el torrente de energía “a lo Manu Chao” me alcanzó en Buenos Aires, dentro del emblemático Estadio Obras Sanitarias, reconocido históricamente como el templo del rock en Argentina.
El genio detrás de himnos como “Clandestino” desembarcó con una formación acústica para entregar un par de conciertos en el legendario recinto como parte de una gira que ha bautizado como “Lo peor de la rumba”.
La historia se repite en el escenario. En 1992 Manu Chao hizo su debut en tierras argentinas liderando Mano Negra, grupo que revolucionó la música con su sonoridad única. Tras una intensa gira en tren por lo más recóndito de Colombia, la banda se separaría en 1993. Pero quedó su huella.
Más de treinta años después, en un febrero ardiente en el Buenos Aires de 2024, José-Manuel Thomas Arthur Chao Ortega, mundialmente conocido como Manu Chao, volvió a pisar el mismo escenario.
En ambos conciertos porteños de la gira, el músico emergió de entre las sombras con una amplia sonrisa, avanzó hacia el borde del escenario y levantó sus brazos, agitando sus manos, también golpeándose el pecho a la altura del corazón. Las casi 5 mil almas que llenaron el recinto en cada jornada estallaron con vítores, gritos, aplausos y el “olé, olé, olé, Manu, Manu”.
Ambas presentaciones eran esperadas con ansias. Han pasado años desde que Manu Chao realizara una gira, y casi una década desde su último espectáculo en Argentina, en el estadio de Ferro. La lealtad de su público y la admiración acumulada a lo largo de años se tradujeron en entradas agotadas apenas se anunció el primer concierto hace unos meses.
Ante la abrumadora demanda, la producción programó una segunda fecha y otras paradas en las ciudades de Córdoba y Rosario.
La autenticidad de Manu Chao quedó reflejada en su sencillez escénica. Con poco más que fondo oscuro y un juego de luces, el cantante tomó el escenario, sentado sobre una silla alta. Lucía una gorra, un pulóver rojo con el dibujo de la bandera “Wallmapu” del pueblo mapuche (específicamente del territorio sagrado que se extiende por Chile y Argentina), sus bermudas tradicionales y zapatillas. En su cuello, llevaba collares tradicionales indígenas; lo han acompañado durante años.
La formación en semicírculo en el escenario mostraba la conexión entre los músicos. A la derecha de Manu Chao se encontraba el argentino Lucky Salvadori, con guitarra y el peculiar “bichito cordobés”, mientras que a su izquierda estaba el gallego Miguel Rumbao, aportando el ritmo con los bongós.
Antes de que sonaran los primeros acordes, ya podía percibirse una energía que envolvía a los presentes. Era una sensación familiar, similar a la que me abrazó la primera vez que asistí a un concierto suyo, en 2006. Fue inolvidable: Manu Chao y su banda, Radio Bemba, se presentaron en la Tribuna Antiimperialista de La Habana, con el Malecón como escenografía y las olas del amor como fondo sonoro.
El recuerdo de esa noche resonaba en mí, y ahora, en el Estadio Obras Sanitarias, la misma energía se desataba, recordando por qué la música y las canciones de Manu Chao tienen un poder tan especial para unir y trascender fronteras.
Con 63 años, parece que el tiempo no le pasa factura a Manu. Le sucede como a sus canciones, atemporales y llenas de vitalidad. Él y sus temas llegaron para quedarse y ser un fuego necesario en tiempos oscuros como los que vivimos.
“¡A la libertad, siempre!”, gritó y acto seguido arrancó el temazo que entre sus estrofas dice: “Vecinos en el mar / Huyendo de una guerra / compartiré mi techo / Pa’ que tu no tenga frío”.
Siguió con “Todo llegará” y a partir de ahí no cesó el torrente de adrenalina.
Salieron más gritos desde su garganta, sin dejar de rasgar la guitarra: “¡Contra el genocio en Palestina!”, exclamó varias veces. Y, claro, otra fue su frase más icónica y poderosa: “¡Pase lo que pase, sea lo que sea, próxima estación: esperanza!”. Y el público volvió a estallar de emoción.
También soltó “¡Fuera motosierra!”. Una declaración en contra de los momentos turbulentos que vive Argentina encarnados en el presidente Javier Milei, cuya campaña política incluyó una motosierra como símbolo.
La multitud no podía contener el entusiasmo. No hubo pausa en el baile, en los saltos ni en el coro de cada canción. Sobresalían los cuarentones, pero destacaban numerosos rostros muy jóvenes, veinteañeros, emocionados. Para muchos de ellos era la primera vez en tener a Manu Chao delante de sí.
Manu sigue siendo un faro, “clandestino” y resistente, de largas luces. Alguien que defiende el hacer colectivo sobre lo individual. “Nadie solo puede cambiar el mundo. Pero todos pueden hacerlo con lo que pueda aportar cada cual”, dijo una vez en otro de los espectáculos suyos a los que asistí. Fue en 2009 en Santa Clara, un concierto que dedicó al Che Guevara en el aniversario 42 de su asesinato en Bolivia.
Esta vez, antes de cada presentación, Manu Chao brindó el escenario de Obras Sanitarias a vecinos autoconvocados de Jachal, San Juan, Esquel y Chubut. Ellos alzaron sus voces contra la extracción de recursos naturales y materias primas en sus tierras. En la segunda jornada, una representante del Movimiento de Mujeres Indígenas del Buen Vivir tomó la palabra para denunciar el terricidio. Ambas noches los invitados desplegaron una gran bandera con la consigna “Por el agua, no a la mina, por la vida”.
Subieron a escena, además, un trombonista y un violinista para acompañarlo en un tramo del recital. Y tuvieron espacio los jóvenes raperos Rayo de Fiorito y Dillen de Monte Chingolo, en el primer concierto y, en el segundo, la cantante Sara Hebe y el joven rapero Willy Bronca.
Manu Chao y sus músicos estuvieron por casi tres horas sin parar en el escenario. Nunca vi que dejaran de cantar, de agitar, de sonreír. Tampoco que tomaran agua, con semejante calor. Hilvanaron un recorrido musical por buena parte de su abultado repertorio. Hubo para todos los gustos y exigencias. Si fuera poco, ofrecieron variaciones acústicas en los arreglos musicales.
En varios tramos del show sorprendieron con una serie de popurrís. Enlazaron “Me llaman calle”, “La vida tómbola” y “Me quedo contigo”. Luego unieron “Circo caliente”, “Libertad” y “El tren se fue”. Otras canciones que interpretaron de corrido fueron “Mala vida”, “Yo no podía vivir sin ti” y “Mi vida”. El cuarto ensamble de temas fue entre “Luna y sol” y “Mr. Bobby”.
Fue una noche de pura fiesta en la que Manu Chao se lució como el artista versátil que navega con talento en géneros musicales como el pop, la balada, el reggae, el son, el flamenco, el funky, la rumba catalana y más. Su capacidad para fusionar estilos y lenguajes crea una experiencia única que cautiva audiencias en todo el mundo, desafiando en pleno siglo XXI el mito bíblico de la Torre de Babel.
Quizá por eso el mundo es su casa, su barrio y se siente a gusto en cualquier terreno. A pesar de estar en un estadio, colmado por casi 5 mil personas, por ejemplo, sigue siendo el mismo cantante que descarga en el barrio.
Manu Chao encarna algo profundo y raigal. Por sus venas corre el auténtico sonido de Latinoamérica. Cada acorde, cada letra, lleva consigo la esencia de los ritmos de esta tierra diversa y mezclada. Su música no es solo sonido, sino además un puente entre corazones y culturas.
En una oportunidad escuché a su padre, el escritor y periodista Ramón Chao, contar hace años en la Feria del Libro de La Habana, que en su hogar se oían las canciones de muchos artistas; entre ellos, el cubano Benny Moré, la chilena Violeta Parra y el argentino Atahualpa Yupanki. En el prólogo de su libro Un tren de hielo y fuego, profundiza en este aspecto, revelando que una de las primeras piezas que Manu aprendió a tocar en la guitarra fue una composición del cubano Leo Brouwer.
En otro encuentro casual, esta vez fuera de los escenarios, tuve la oportunidad de conversar con Manu. Compartí con él lo que su padre había contado y él no solo lo confirmó, sino que añadió detalles. Comentó que sus primeros instrumentos musicales de percusión los recibió a los 5 años, regalados por el escritor cubano Alejo Carpentier. Además, reveló que una de sus canciones favoritas era “Ay, mamá Inés” de Bola de Nieve. Solía cantarla desde pequeño.
Ahora, en Buenos Aires, salta de su repertorio y se da el gusto de interpretar “Huelga de amores”, tema de la banda argentina de rock Divididos. Lo hace en una versión con tintes flamencos y el público se entrega.
Por supuesto, en las jornadas en el Obras no faltaron hitazos como “Clandestino”, “El viento”, “Bienvenido a Tijuana”, “Me gustas tu” y “Minha galera”.
A la salida, ya medianoche, cuando se apagaron las luces y bajó el telón, por la calle seguía la fiesta. En una parada de bus me crucé con un grupo de jóvenes que cantaba a viva voz: “Solo voy con mi pena, sola va mi condena. Correr es mi destino para burlar la ley…”.
En medio de divisiones y distancia entre la gente, sus canciones, su música y la atmósfera que se crea en torno a esta, demuestran cómo el arte puede, aunque sea por una noche, hacernos cantar en un único y gran coro.