Alejo Carpentier no necesita presentación. Su obra literaria es ampliamente conocida –aunque quizá no tan leída– dentro y fuera de Cuba, donde vivió intermitentemente y donde se le considera, con toda justicia, como uno de sus más grandes escritores.
Aunque no nació ni murió en esta isla del Caribe –vino al mundo en Lausana, Suiza, en 1904, y falleció en París, Francia, en 1980–, el mundo lo reconoce como cubano, y también como un novelista monumental, autor de obras tan rotundas como El siglo de las luces y Los pasos perdidos, y defensor del concepto de lo “real maravilloso” que plasmó en su literatura desde la paradigmática novela El reino de este mundo.
A ello habría que agregar su también apreciada obra ensayística, su vertiente musicológica, su labor como gestor de proyectos culturales y sus no menos célebres relatos, como Viaje a la semilla y El camino de Santiago, que, sin dudas, fueron también un argumento de peso para que se convirtiera en el primer escritor latinoamericano en recibir el Premio Cervantes.
Pero, por si fuera poco, Carpentier fue, además, un fecundo periodista. En esta actividad se inició bien temprano, aún antes de alcanzar la mayoría de edad. Se dice que por esta razón firmó sus primeros artículos en la prensa habanera con el nombre de su madre, Lina Valmont, aunque pronto lo haría con su nombre, al punto de ganarse rápidamente un espacio dentro del competitivo mundo del periodismo cubano.
A lo largo de su vida, y a la par de su carrera como escritor y de sus prolongados períodos fuera de la Isla, sus textos aparecerían en periódicos y revistas cubanas como La Discusión, El Heraldo de Cuba, Social, Diario de la Marina, Revista de Avance, El Mundo, Bohemia, Tiempo Nuevo y Carteles, entre otras, y en más de una ocupó puestos como el de jefe de redacción y sentó cátedra como crítico y cronista.
También trabajaría en la radio y escribiría para publicaciones de otros países, en especial de Francia y Venezuela, donde pasó importantes momentos de su vida, una labor en la que resalta su columna “Letra y Solfa”, publicada en El Nacional, de Caracas, y en la que verían la luz cerca de 3 mil artículos en casi una década.
El periodismo carpenteriano mantuvo indiscutibles vasos comunicantes con su literatura. En él no solo dejó constancia de su apreciación crítica del arte, sino también el testimonio vivo, palpitante, de su época, desde una perspectiva cosmopolita, universal.
De sus crónicas, reunidas en diferentes volúmenes y antologías, como parte de su quehacer periodístico, diría José Antonio Portuondo que “contribuyeron a despertar y a mantener viva la inquietud intelectual” en Cuba. “Ellas abrieron –agrega el crítico– de par en par las ventanas de nuestro pequeño y desvencijado bohío tropical a las anchas perspectivas de un universo en explosión política y cultural al que se esforzó siempre por sumar nuestra propia cosecha guajira y mulata”.
Ahora que Cuba celebra su Feria Internacional del Libro, resulta un buen momento para recordar no solo al Carpentier escritor sino también al periodista, para releer –o leer por primera vez, si es el caso– al autor no solo de El arpa y la sombra y La consagración de la primavera, o de reseñas musicales, sino también al de artículos sobre temas cubanos y de sorprendentes textos sobre la vida, la historia y la naturaleza americanas como el que, dedicado a su querida Venezuela, publicaría en El Nacional en 1951. Con él los dejo como prueba de la tinta añeja con que se ha escrito el mejor periodismo cubano.
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Misterios de la naturaleza venezolana
El Salto del Ángel se está situando ya entre las maravillas del mundo oficialmente reconocidas. Ignorada por los hombres de esta banda desde los días en que el Creador procediera a la separación de las aguas, la catarata caída del almenaje cimero del Auyán-Tepuy ha sido el objeto de múltiples reportajes, debiendo señalarse muy particularmente el estudio acompañado de magníficas fotografías en colores que publicó, hace algunos meses el Geographic Magazine de New York. Hace días, recibí la visita de un ruso, poseedor de un conuco al pie del Auyán-Tepuy, quien me sometió un plan perfectamente razonable de excursiones turísticas al Salto del Ángel. De ahí a la taguara con mirador, sinfonola y alquiler de trajes de baño, solo hay un paso. Adivinada por los Schomburgk en los grandes días del romanticismo, contemplada por vez primera desde el Roraima por Everard Irm Thurn, muy poco conocida hasta hace unos quince años, la Gran Sabana está dejando de ser la misteriosa región del planeta donde sir Arthur Conan Doyle situara la acción de su Mundo perdido.
Sin embargo, pueden consolarse los amantes de misterios geográficos. Venezuela está muy lejos de haber entregado sus más sorprendentes secretos. Mírese un mapa del país, trazando una línea imaginaria desde la confluencia del Paragua y del Caroní, hasta la altura de Yavita o Maroa en el territorio Amazonas –hacia la Pica de Pimichin, donde crecen los árboles más hermosos y altos que puedan contemplarse. Esa línea, que cortaría las cabeceras del Caura y las del Ventuari, atraviesa una enorme región montañosa y selvática, que es probablemente la menos explorada de todo el continente americano. Por lo poco que he podido conocer de sus linderos, puedo afirmar que está poblada de mesetas tan extraordinarias y diversas como las ya famosas de la Gran Sabana, encerrando paisajes de una grandiosa y salvaje belleza. Volando muy bajo hacia el alto Caura, hace cuatro años, asistí a una migración de venados rojos que corrían en manadas, como asustados por una misteriosa amenaza, entre gigantescos cilindros de roca negra, obra de la más desconcertante geometría telúrica. Muy lejos de ahí, a orillas del Orinoco, luego de haberse salvado el atajo del Cataniapo y haber seguido el rumbo hacia la boca del Vichada, se divisa la gigantesca meseta, del Sipapo, de cuyos flancos se desprenden varias cascadas muy semejantes, por el caudal y la altura de su caída, al Salto del Ángel. Y más arriba aún, empieza a divisarse la mole del Cerro del Autama, que yergue, a unos mil metros de altitud, su perfil fantástico de castillo medioeval, de catedral gótica con arbotantes y contrafuertes.
Recientemente, en una exposición organizada por el Museo de Ciencias Naturales, pudimos contemplar las admirables fotografías de ese cerro, tomadas desde el aire por Alfredo Boulton: vistas de cerca, esas montañas de cimas inaccesibles, horadadas por gigantescos túneles, resultaban más impresionantes todavía. Y eran tan solo los ujieres magníficos, los centinelas, de un mundo casi desconocido, donde la naturaleza ilustra una verdadera teratología de lo mineral, en medio de árboles que no tienen semejantes, en color y en forma.
Pero eso no es todo. En ese Mundo perdido, más emocionante que todos los mundos imaginados por Conan Doyle; en esa gigantesca zona, surcada por las picas de los indios maquiritares, hay muchos portentos por describir todavía. Solo quiero citar un ejemplo: el capitán Cardona, que se encuentra actualmente en la selva, con la expedición que va en busca de las fuentes del Orinoco, me declaró recientemente que la fama del Salto del Ángel habrá de ser de poca duración. Según él, en las cabeceras del Caura, existen por lo menos tres saltos, más altos y más caudalosos, que el que se desprende de lo alto del Auyán-Tepuy. Por lo tanto, es posible que “la catarata más alta del mundo” no tarde mucho en cambiar de lugar.