(Basado en un sueño real)
El poeta se sienta frente a mí. Tiene ese rostro adusto y escarpado que siempre veo en sus fotos, con facciones que parecen labradas por un hacha incompetente. A estas alturas no recuerdo si me estrecha la mano o si saluda con cualquier frase baladí. Solo no olvido que se sienta, cruza las piernas y me mira con los ojos tajantes de un cacique.
“Vengo de reunirme con Neruda. Ha sido intenso”. Yo no le digo nada. Me limito a observar su saco oscuro y viejo, estiro el brazo y me empino dos tragos de algo que aparentemente es agua. Entonces, el impacto: “Quiero leerte esto que escribí hace poco tiempo”.
Es demasiado perfecto para ser verdad. Tengo a César Vallejo a un par de metros, y me quiere leer unos versos inéditos. Pero soy orgulloso hasta en los sueños, creo, porque disimulo como puedo la sorpresa mientras él saca un papelito amarillento del bolsillo.
Ahora me lee. Con todo el aire metafísico del mundo, César Vallejo lee “un hombre está mirando a una mujer…”, y le digo inmodesto “me lo sé”, y él contesta “imposible, acabo de escribirlo”. Trato de demostrarle lo contrario. Recito junto a él toda la estrofa (“un hombre está mirando a una mujer,/está mirándola inmediatamente,/con su mal de tierra suntuosa/y la mira a dos manos/y la tumba a dos pechos/y la mueve a dos hombres”), pero todo carece de sentido, porque Vallejo ignora que le hablo y continúa ensimismado en la cuartilla.
Silba las eses, como todo buen hijo de Santiago de Chuco. “Carpentier hacía lo mismo con las erres”, le digo, y él acude, no sé por qué razón, a una cita de cuño marxista. Atrevido, le inquiero por Georgette. “No sé quién es”, contesta. Siento que me ha esquivado, que se burla, y provoco: “La verdad, me disgusta tu prosa. Ni siquiera se salva Paco Yunque”… Amparado en su lacia melena engominada, me desoye.
No recuerdo qué sucedió después de que se refirió a Robert Desnos y a Tristan Tzara. No sé qué dijo de ellos, aunque sé que algo dijo. Pero tengo presente que en cierto momento le recité Espergesia; que afirmé que los versos más sublimes del idioma, insuperados por Quevedo y Borges y Machado, estaban todos en Los Heraldos Negros; y que reconocí mi envidia por Bordas de hielo.
“Bordas de hielo es cursi”, replicó. “Es el mejor poema cursi de la literatura”, escupí yo. Después (¿o pasó antes?) tuve la sensación de verlo sonreír, y aproveché para decirle dos poemas míos. Dos poemas de los que solo sobreviven en mi mente un par de líneas: “Tu nombre que es la sombra de mi nombre/que lo duplica, o casi, pero nunca lo invierte”.
Tengo clara esa imagen: Vallejo me celebró con lenta suavidad, y encontró que en mis versos había resonancias de un tal Velar Jolasec que, mentirosamente, dije conocer. “Insuperable, aquel polaco”, señaló. “Sí, los polacos son descomunales”, agregué.
A partir de ese instante mi sueño se enturbia, y presumo que al poco rato desperté. Flotaba, o casi, mientras hacía un esfuerzo por reconstruir toda la historia. Una historia inexacta que quizás ocurrió en unos segundos, o quizás se prolongó toda la noche. Lo cierto, lo seguro, lo terrible, es que ahora mismo escribo con Vallejo delante de mis ojos, intacto y riguroso, como un indio fantasma con las piernas cruzadas.