La inclusión de Cuba en la primera edición del Clásico Mundial de Béisbol fue uno de los secretos mejor guardados y ejecutados en la historia del deporte en la isla. El gran evento se organizaba y el flujo informativo aumentaba su intensidad en el universo beisbolero mundial. Pero en nuestro país apenas existían tímidos rumores de que algo se estaba fraguando.
Por aquellas fechas, solo el redactor y reportero del diario Granma Miguel Hernández, alguien con un gran olfato periodístico y muchas herramientas para escudriñar hasta llegar a la verdad, logró romper el silencio. “Chachi”, como se le conoce en el gremio, descubrió el hotel, el día y la hora en que un funcionario de la Major League Baseball (MLB) pondría sobre la mesa las cartas para gestionar y coordinar la participación del equipo cubano en un evento que, a priori, iba a marcar un antes y un después en la historia del deporte de las bolas y los strikes.
No obstante, la inclusión definitiva de Cuba en el torneo no fue sencilla. En diciembre de 2005 la Oficina de Control de Activos Extranjeros (OFAC, por sus siglas en inglés) del Departamento del Tesoro de Estados Unidos le negó a la isla una licencia para competir en la lid, pues ello constituiría una violación del bloqueo. Se sucedieron denuncias y reclamos internacionales.
Finalmente, en enero de 2006, obtuvimos el permiso para participar.
La prensa rumbo al Clásico
A medida que trascendieron detalles sobre el torneo y la incursión cubana, fueron armándose los equipos de prensa. Recuerdo que me llamaron al departamento de fotografía del diario Granma y me citaron para una reunión de urgencia. Allí tuve las primeras señales sobre mi posible participación en el Clásico. Lázaro Barredo, director del periódico, defendió mi inclusión en el grupo de cobertura. Yo sería su miembro más joven, y mi participación no parecía tan obvia por la complejidad del evento y de lo que vendría.
No obstante, los prejuicios no vencieron. En aquellos tiempos, se entendía la importancia de cubrir todo lo relacionado con el béisbol sin reservarse nada. Para Cuba, la pelota es mucho más que un juego. Los relatos de primera mano eran imprescindibles.
Comenzaron reuniones, conferencias de preparación; luego, abanderamiento y salida rumbo a Puerto Rico, donde Cuba comenzaría su recorrido en el Clásico contra Panamá, Holanda y los anfitriones boricuas. Todos en busca de los dos boletos para la segunda ronda del torneo.
Se sabía muy poco; las informaciones la manejaban solo los directivos de la delegación y prevalecía la incertidumbre. Ya en Puerto Rico percibimos que el gran aparataje desplegado para custodiar la delegación caribeña era de otra galaxia: había policías por doquier y unidades especializadas nos guiaban por caminos preestablecidos y fuera del alcance de la prensa, ávida de información.
La seguridad “nunca es suficiente”
El hotel San Juan Casino, majestuosa instalación en la que estaban alojados los equipos del grupo, nos esperaba con todas sus galas y bondades, aunque la llegada y entrada al recinto fue por la parte posterior, algo que marcaba de antemano cómo serían las reglas para el combinado de la isla. Además, todavía no me queda claro si por seguridad o por cualquier otra cuestión nos ubicaron fuera de la zona del módulo central del hotel, alejados de todo y de todos.
A pesar de esos detalles, la prensa cubana tenía una posición privilegiada. Estaba en contacto permanente con el equipo, algo que creo no había sucedido nunca y no volvió a ocurrir después. Compartir esos momentos suponía muchas ventajas, y también restricciones, pues la disciplina era igual para todos.
No olvido la lista que colgaba en la entrada del alojamiento, en la que aparecían organizadas por noches las guardias de la delegación. Los miembros (incluido el personal no deportista) rotaban internamente para reforzar el cuidado.
Tantas eran las precauciones que un día, de manera inocente, se me ocurrió preguntar por qué semejante despliegue interno en un lugar que era custodiado las 24 horas por la Guardia Nacional y un equipo de seguridad contratado por MLB. La respuesta fue contundente: “Nunca es suficiente”.
Esa manera de operar se mantuvo durante todo el torneo, hasta que murió de forma natural en San Diego, donde se volvió insostenible, pues estábamos en un hotel con varias alas y elevadores de acceso.
Yo, joven reportero, repleto de inquietudes, necesitaba acumular vivencias para poder, de alguna manera, atesorar esos recuerdos del momento histórico que me tocaba vivir para el béisbol y el deporte en Cuba. En suelo boricua, la selección antillana despertaba mucho interés; era perceptible en cada paso. Todos querían ver la respuesta de los peloteros y el deporte cubano a un examen al más alto nivel, frente a frente con lo mejor del béisbol mundial y compartiendo historias con protagonistas de gestas irreales en la Gran Carpa.
Primer round en el Hiram Bithorn
De las mejores sensaciones que mantengo frescas en mi mente está el arribo del equipo al Hiram Bithorn. Es un parque con mucha historia. Pura adrenalina aquella mágica tarde de marzo de 2006. Los aplausos sostenidos durante minutos fueron, sin duda, un excelente presagio de lo que vendría para la novena cubana en la tierra del coquí.
En su debut, Cuba se enfrentó al equipo de Panamá, quien pondría en la lomita su mejor carta, el zurdo Bruce Chen, el primero de tantos jugadores de Grandes Ligas que tendríamos en el camino.
De ese partido, definido en 11 entradas, me quedo con el soberbio trabajo de Yulieski Gurriel y su jonrón de línea por el jardín izquierdo, que marcó la diferencia para la victoria final y lo encumbró con una de las mejores actuaciones de su carrera en el equipo nacional.
El relevo del pinareño Yunieski Maya jamás podremos olvidarlo. Luego de algunas complicaciones y aquel “casi” pelotazo contra el panameño Rubén Rivera, el derecho marcó la diferencia desde el montículo. Lo recuerdo llegar llorando de impotencia y vergüenza al banco, gritando con todo, mostrando un amor tremendo por el equipo y sus compañeros tras estar al borde del fracaso.
La fraternidad y unión en el banco que vi en ese primer desafío —algo que nunca más he vuelto a sentir en coberturas deportivas— marcaría la diferencia durante el resto de la competencia, en la cual el plantel se lució y creció. Era un grupo de jugadores muy talentosos, una base sólida, inamovible tras varios años de trabajo conjunto. Campeones olímpicos en Atenas la mayoría, lograron transmitir la mentalidad ganadora a noveles figuras de alto nivel que irrumpieron a partir del primer Clásico.
Nombres propios
Yulieski Gurriel y Yunieski Maya son, quizá, los dos peloteros más recordados del primer partido de Cuba en el Clásico Mundial; pero detrás de ellos había una banda muy capaz, en la cual todos estaban listos para salir al ruedo. De principio a fin del torneo, desde el banco, los que no eran regulares trabajaron y apoyaron, despojados de todo ego. Lo importante era sumar.
Todos tenían claras sus funciones en el diamante. Se ponían retos personales, como el toletero Yoandry Garlobo, de quien recuerdo una historia reveladora. El matancero, que había partido como suplente, me dijo en uno de los viajes de regreso al hotel que si le daban un bate no lo iban a sentar más.
“Vine aquí a romper la liga y tengo líneas para todo el mundo”, me aseguró. Aquellas palabras, aquella profecía, Garlobo las convirtió en realidad, al punto de transformarse en artífice de varios éxitos y en uno de los protagonistas del gran resultado final de Cuba en el Clásico.
También dijeron presente Michel Enríquez, Pedro Luis Lazo, Osmani Urrutia, Eduardo Paret, Osmari Romero, Yadel Martí y Frederich Cepeda. Conformarían un grupo de ensueño junto al incomparable Ariel Pestano, referente desde el mismo partido de apertura.
El máscara cubano, con su excepcional despliegue detrás del plato, se robó todas la miradas y solo fue opacado —si se puede decir así— por Yuli Gurriel, quien despuntaba como la gran estrella mediática del béisbol cubano.
Escapadas nocturnas
Como la delegación cubana estaba separada del edificio principal del hotel San Juan Casino, en la capital puertorriqueña, algunos peloteros del equipo salían en las noches para compartir en el lobby central con las estrellas de otros equipos y libar de sus mejores consejos y rutinas de trabajo. Allí vi admiración y respeto de ambos lados, y más de algún consagrado en el Big Show exclamó que si los cubanos tuvieran acceso a MLB muchos de ellos se quedarían sin trabajo.
La posibilidad de estar juntos en el mismo hotel nos dio la oportunidad de vivir experiencias casi irreales para un cubano amante de este deporte. Recuerdo que nos entregaban unos tickets para comer en los espacios gastronómicos del hospedaje, donde podías toparte con cualquiera de las grandes estrellas que prestigiaban la primera edición del torneo.
Un día, el amigo Marcelino Vázquez (fotorreportero de la Agencia Cubana de Noticias) me dijo que quería comer algo diferente y nos fuimos al restaurante italiano. En la mesa contigua estaban Miguel Cabrera, David Ortiz y Moisés Alou, una perfecta representación de tres generaciones latinas con calibre del Salón de la Fama. No perdimos la oportunidad de entablar una conversación con aquellos “monstruos”, quienes, de forma categórica, nos comentaron que veían a Cuba como finalista del Clásico si mantenía su estilo de juego “diferente”.
Pasados casi veinte años, guardo esa como una de las mejores experiencias en mi vida.
“Nos vamos pa’l yuma”
El primer Clásico Mundial demostró el talento inagotable del béisbol cubano y su capacidad para competir, detalles que fueron cruciales en la escalada triunfal del equipo dirigido por Higinio Vélez.
No obstante, el factor fortuna también jugó a favor, como en aquella famosa jugada del estelar torpedero venezolano Omar Vizquel, a quien se le coló en la camisa un rolling ideal para doble play de Osmani Urrutia.
La acción, impropia de un ganador de 11 Guantes de Oro, es una de las más recordadas de la victoria cubana en el inicio de la segunda ronda del Clásico, en la que abrimos con contundente victoria sobre los morochos. Fue justo antes de chocar en el Hiram Bithorn contra República Dominicana y Puerto Rico, dos potencias beisboleras latinas con enorme presencia en Grandes Ligas.
Frente a los quisqueyanos perdimos, dejando la escena lista para un duelo final de vida o muerte contra los boricuas, con un boleto a las finales de San Diego en juego.
El recuerdo del primer enfrentamiento contra ellos era nefasto, pues nos propinaron un tremendo nocaut en la etapa inicial. Ese detalle y la presión de un estadio repleto apoyando a los suyos convirtieron aquel juego en uno de los más grandes retos en la historia del deporte cubano.
Creo que fue el momento de mayor complejidad en toda mi carrera. Durante el partido se dieron jugadas de todo tipo y el escenario se complicó mucho más para los gráficos por la lluvia y por las tensiones extra que teníamos al estar casi junto al público.
A medida que pasaban los innings, el sueño cubano de avanzar a las finales se sentía más cerca de convertirse en realidad. En el diamante, los jugadores dibujaban una noche insuperable en emociones, con dos puntos cumbres: el out en home de Ariel Pestano sobre Iván “Pudge” Rodríguez y el ponche al propio jugador para cerrar el partido de Vichoandry Odelín.
Con aquel swing al aire del máscara puertorriqueño, incluido años después en el Salón de la Fama de Cooperstown, se desató la locura. Experimentamos todo tipo de sensaciones y quienes estábamos al pie del terreno escuchamos las palabras mágicas: “Ganamos y nos vamos pa’l yuma”.
“Welcome to San Diego”
Tras derrotar a Puerto Rico en San Juan, nadie durmió. Estábamos cargados aún por lo vivido y a la espera del anuncio de salida para volar rumbo a San Diego.
Llegamos en medio de una gran expectación. Sobrevolar la imponente urbe californiana y ver el reflejo del avión en los cristales de los rascacielos dejaba claro que entrábamos a otra dimensión. Las miradas atónitas de todos en aquel vuelo confirmaban que era el lugar para seguir agrandando la historia.
Desde que llegamos, sentimos el respeto y el reconocimiento de los aficionados por cada pelotero. El recuerdo preciso de todas las jugadas y el recuento de anécdotas vividas en las jornadas anteriores. No teníamos la real magnitud de lo que despertó la actuación del Cuba y esa victoria clasificatoria a la ronda decisiva.
Tampoco teníamos idea del amor y la admiración que nos esperaban en Estados Unidos. La fanaticada latina (sobre todo los cubanos residentes en ese país) se trasladó desde todos los rincones posibles para apoyar a su equipo. Probaron que el béisbol es seña e identidad del cubano, dondequiera que esté.
La llegada al hotel en San Diego fue de lo mejor que vi en años. Una multitud esperaba a la delegación. La recibió un pasillo humano que se formaba desde el bus hasta la entrada del recinto. Todos daban gracias por el desempeño. Transmitían los mejores deseos de victoria. Todos querían al menos tocar las manos de sus héroes de carne y hueso, pocos días antes subestimados y desconocidos.
De vuelta al diamante y camino a la final
En algún punto del camino, sobre todo antes del Clásico Mundial, muchos veían a los rivales repletos de luminarias, como algo imposible o inaccesible para Cuba. Sin embargo, el plantel antillano había borrado a golpe de batazos y jugadas espectaculares cualquier vestigio de inferioridad, al punto de convertirse en uno de los conjuntos a derrotar.
La confirmación llegó con la victoria sobre República Dominicana en semifinales, un paso más hacia la gloria. Recuerdo que, momentos antes de la salida del hotel rumbo al Petco Park para el encuentro, los jugadores tenían rostros serios y concentrados. Se podía percibir la confianza adquirida durante el trascurso del evento y la sed de ripostar la derrota ante los quisqueyanos en la etapa anterior.
El punto decisivo en la revancha contra una novena plagada de estrellas llegó con el ponche de Pedro Luis Lazo contra Alfonso Soriano para colgar el out 27. Se escuchó claro el grito de “¡Estamos en la final!”. A mi lado, una pareja de prensa de los medios dominicanos buscaba de mil maneras darse aliento ante la dura realidad de la derrota. Uno de ellos solo repetía: “Yo te lo dije… Esos tigres están endiabla’os, hoy no les gana nadie”.
Por su parte, el redactor insistía y me preguntaba si de verdad todos los peloteros cubanos jugaban solo en la isla. Respondí que sí, que eran resultado de nuestra Serie Nacional, pero que la mayoría podría jugar en Grandes Ligas. Después hicimos silencio y seguimos trabajando.
La final
El Clásico Mundial de Béisbol se diseñó para reunir en el mismo escenario a las principales estrellas de MLB. Sin embargo, a la final del certamen solo llegaron dos peloteros vinculados a franquicias del Big Show. Cuba y Japón, con nóminas repletas de jugadores de sus ligas domésticas, se citaron en la discusión de la corona. Fue, también, un choque entre dos escuelas muy diferentes.
Antes del juego almorzamos en el hotel, un momento que atesoro con mucho cariño. Coincidí en la mesa con los grandes Héctor Rodríguez y Eddy Martin. Sostuvimos debates tremendos con los camareros y el personal del lugar que con tanta amabilidad nos atendía.
Se habló sobre la posible alineación cubana y las variantes para enfrentar a los japoneses. Héctor, con su peculiar voz, dijo que era importante que el abridor aguantara, ahí estaba la clave. El ilustrado Eddy, por su parte, nos comentó que este Japón nada tenía que ver con los antes vistos por Cuba. “No es de los que ceden bajo presión y tiene hombres que pueden hacer la diferencia, como Ichiro Suzuki y Daisuke Matzuzaka”, aseguraba.
Fue su último evento juntos. No sabíamos cuánta sabiduría y profesionalidad perderíamos en solo unos meses.
Del partido final y de la derrota de Cuba contra Japón se ha escrito bastante. Es un relato que muchos aficionados guardan, detalle por detalle. Desde el veloz ataque inicial de los nipones contra Ormari Romero, hasta el relevo espectacular de Adiel Palma, los jonrones de Eduardo Paret y Frederich Cepeda y el último out de Yulieski Gurriel.
Yo prefiero quedarme con la garra y los deseos de luchar del equipo cubano hasta el último instante, el ímpetu de los jugadores pidiendo la bola y el bate, algo que ha ido perdiéndose con el tiempo. A pesar de que siempre estuvimos en desventaja, el conjunto metió presión a los japoneses, cauteloso, hasta que cayó el out 27.
En un momento del partido, el torpedero asiático Munenori Kawasaki cometió un par de errores y dio la oportunidad de que Cuba se pegara en el marcador. Al concluir el inning de una de las “marfiladas”, la principal estrella de Japón, Ichiro Suzuki, llegó como un bólido al banco desde el jardín derecho y le habló más que fuerte a su compañero, quien escuchaba los gritos del capitán a un centímetro de su rostro.
Como mi japonés no da para tanto, no pude descifrar si aquello fue una sacudida, un reclamo, un regaño o simplemente una táctica de motivación. No obstante, desde mi puesto en el campo rodeado de samuráis (la posición más incómoda que he tenido hasta hoy), comprendí que la aptitud, el valor y el trabajo en equipo son cruciales para lograr la victoria.
A pesar de que no fuimos campeones, el primer Clásico me enseñó que hacer realidad los sueños es posible, y todavía guardo esa cobertura como la mejor que en mi carrera profesional, repleta de vivencias (algunas que parecieron irreales) que me marcarían para toda la vida.
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