Ilustración: Fabián Muñoz
Corrían los meses finales del ya lejano año de 1971 cuando ocurrió, en esta ciudad de San Cristóbal de La Habana, un hecho insólito: había aparecido un horrible monstruo en cierta laguna del periférico municipio de San Miguel del Padrón.
Recuerdo que una mañana, el ómnibus de la ruta 10 en el que solía trasladarme a mis clases en la Universidad de La Habana quedó prácticamente desierto de pasajeros al bajarse casi todos en una parada de Jacomino, localidad enclavada en el municipio antes mencionado. Indagué acerca de la razón de aquel extraño comportamiento masivo y alguien me dijo:
—Hay un monstruo en una laguna que queda allá atrás— y me señaló, con el brazo extendido, la dirección de la susodicha laguna.
En los días que siguieron a aquella mañana, fui armando poco a poco la inverosímil historia del monstruo de la laguna de San Miguel. Según se decía, un monstruo subacuático, tal vez fusiforme, posiblemente con grandes y amenazadores ojos amarillos, había emergido a la superficie de las quietas y aburridas aguas de aquel estanque, enloqueciendo con su mirada a un anciano que vivía solitario en una mísera choza a la orilla del agua. De acuerdo con algunas versiones, el anciano, al ver el monstruo, huyó despavorido y seguidamente se ahorcó en el árbol más cercano a causa de su repentina locura.
Traté de averiguar si la prensa, local o nacional, daba cuentas del hecho, pero no hallé ni una palabra sobre el temido monstruo. Sin embargo, la noticia corrió como pólvora por la parte este de la ciudad y pronto los curiosos pasaron de ser unas decenas a unos cientos y luego a miles que visitaban la laguna con el temor y la emoción de tal vez ver un “pedacito del bicho aquel”.
Las gentes acudían en grandes grupos al lugar descampado donde se hallaba la laguna, ahora devenida en Loch Ness* tropical. Y se cuenta que hasta hubo un valiente —dicen que era un señor ya de cierta edad— que se lanzó a las oscuras aguas del estanque, cuchillo en mano, cual San Jorge habanero para acabar de una vez y por todas con su dragón de Capadocia, o si lo prefieren, con la flamante Nessie de San Miguel.
Como el monstruo poseía el peculiar poder de enloquecer a todo aquel que le mirara de frente a los ojos, muchos de los “atrevidos” curiosos que acudían a su encuentro por las tardes —ya por entonces se sabía que Nessie daba función vespertina preferiblemente— se tapaban los ojos por temor y al grito de “¡MONSTRUO!” de algún fanático o de algún bromista, las masas corrían en estampida en todas direcciones… menos hacia la laguna, claro está.
Y aconteció que al cabo de un tiempo que no alcanzo a precisar, apareció en las páginas de uno de los periódicos nacionales una breve noticia con el título “El monstruo de la laguna de San Miguel” y bajo este, la foto de uno o tal vez dos —no recuerdo bien— hombres rana con un grueso tronco de palma real a sus pies en la orilla de un estanque. El terrible monstruo no era más que eso, un simple y mundano tronco seco de palma que iba a la deriva por la superficie del agua, o que tal vez vagaba de las profundidades a la superficie y viceversa, siguiendo los caprichos de las corrientes subacuáticas de aquella laguna.
¡Qué decepción! La realidad se mostraba con un mal gusto tan chocante que dejaba en ridículo a la imaginación popular. Después de todo, Carpentier tenía razón. Somos un pueblo inmerso en lo real maravilloso, o lo que es igual, vivimos lo fantástico y lo insólito, como lo real, lo cotidiano.