Es enero de 1819. En el puerto de Santiago de Cuba atraca el velero La Helvetia. Un joven imberbe, delgado, blanco, de cuatro pies y diez pulgadas, con mejillas rosadas, ojos azules, frente y boca chica, nariz abultada y cabellos rubios, desciende y pisa tierra cubana. Nadie lo espera. Su documentación dice que se llama Enrique Faber, tiene 28 años de edad y es suizo.
Viene de Europa. Allá abandonó los corsés, faldas, plumas, sombreros y adornos propios de su verdadero sexo. Para cumplir su deseo de ser médico tuvo que vestirse de hombre. Estudió Medicina en Francia, sirvió como cirujano en el Ejército de Napoleón Bonaparte durante la invasión a Rusia, y sufrió prisión en España.
Llegó a Cuba, como por casualidad, cumpliendo un pedido de su tío Enrique, Barón de Avivery, quien la había acogido en su hogar cuando Enriqueta tenía 16 años y había quedado huérfana y en quiebra. Al llegar a Santiago de Cuba, preguntó por el rincón más intrincado del archipiélago: “Baracoa”, respondió alguien, y allá fue.
La imperiosa necesidad de ocultar su secreto, escabroso para el siglo XIX, lo impulsó a buscar lejanía y privacidad en la primera villa, capital y obispado de Cuba, donde establece su hogar.
Allí, el 11 de agosto de 1819, Enrique, para esquivar las presiones sociales, se casa con Juana de León, joven huérfana y enferma de tuberculosis con quien estableció un pacto peculiar: el matrimonio sin sexo. Juana por su debilidad no debía cumplir las obligaciones maritales, según señaló el médico a la joven. Pero ese pretexto, como casi todo lo que hacía el doctor, no demoró mucho en extinguirse.
En 1820, el Tribunal de Protomedicato lo autorizó a residir y trabajar en cualquier parte del archipiélago. Parecería que todo iba a salir bien, pero Juana, su esposa, poco a poco recuperaba su salud y comenzó a desear a su marido.
Un día, en un descuido, una sirvienta de la casa descubrió el verdadero sexo de Enriqueta. Segundos solo demoró su esposa en enterarse y, ofendida, en 1823 denunció a Faber ante la justicia.
Todavía hay por Baracoa quienes cuentan que, después de eso, Enriqueta viajó a La Habana y ante el obispo Juan José Díaz Espada y Landa dijo «Soy una gran criminal». Otros afirman que marchó al poblado de Tiguabos, donde se le adjudican numerosas riñas e, incluso, se habla de una apuesta para comprobar desnudándola si, en efecto, era hombre o mujer. De los grandes personajes siempre se dicen muchas cosas.
El día de su juicio, Enriqueta apareció vestida de dama. Volvía a usar las ropas que años atrás la ataron a ridículos convencionalismos. La sancionaron a diez años de reclusión por vestir ropas de hombre, casarse con otra mujer y engañar a la sociedad. Entre apelaciones, la condena se redujo a cuatro años y el destierro a Nueva Orleans.
El licenciado Manuel Vidaurre asumió su defensa. En la Audiencia Territorial de Puerto Príncipe, hoy Camagüey, dijo:
“Enriqueta Faber no es una criminal. La sociedad es más culpable que ella, desde el momento en que ha negado a las mujeres los derechos civiles y políticos, convirtiéndolas en muebles para los placeres de los hombres. Mi patrocinada obró cuerdamente al vestirse con el traje masculino, no solo porque las leyes no lo prohíben, sino porque pareciendo hombre podía estudiar, trabajar y tener libertad de acción, en todos los sentidos, para la ejecución de las buenas obras. (…) Ella, aunque mujer, no quería aspirar al triste y cómodo recurso de la prostitución…”.
Pasan los años. Es 1844. En Veracruz, México, una señora de 60 años de edad se presenta ante el Dr. Juan de Mendizábal. Luce como una monja y busca trabajo como partera. Lleva el hábito de las Hermanas de la Caridad y se hace llamar Sor Magdalena aunque sus papeles legales, los mundanos, indican otro nombre: Enriqueta Faber, primera mujer que ejerció la medicina en Cuba.