Parado frente al paisaje que acababa de inmortalizar, el grabador francés Eduardo Laplante tuvo la extraña sensación de que aquella imagen habría de trascenderlo. El artista se había enrolado con el trinitario Justo Germán Cantero en un periplo por el Occidente de Cuba para dejar constancia de la industria azucarera insular, y ya había dibujado escenas similares: chimeneas humeantes, casas de purga, mansiones vernáculas y carretas de caña a punto de perderse en la barriga de los ingenios.
La estampa de Manaca Iznaga, sin embargo, lo deslumbró por un elemento arquitectónico sin par: la torre de 43,5 metros de altura que el sacarócrata Don Alejo María del Carmen Iznaga y Borrell había mandado erigir en los albores el siglo XIX para evitar cualquier intento de cimarronaje en sus dominios.
Lejos estaba de imaginar entonces el francés Laplante que la vista de ensueño que disfrutaba en plena década de 1850 apenas se transfiguraría en los años posteriores y llegaría hasta hoy como uno de los sitios más valiosos y mejor conservados del Valle de los Ingenios, la fértil comarca donde germinó la opulencia de Trinidad, tercera villa de Cuba y, desde 1988, Patrimonio Cultural de la Humanidad.
Imperturbable y amada por medio mundo, la torre que fue plantada con la doble función de vigía y campanario en una fecha que pocos historiadores se han atrevido a precisar, constituye en la actualidad uno de los lugares más visitados por turistas cubanos y extranjeros, un paraje que resulta fascinante no solo por sus innegables valores arquitectónicos y excelente estado de preservación, sino sobre todo por el patrimonio intangible que atesora el caserío desparramado a sus pies.
De ello da fe Leonila Borgiano, una anciana afrodescendiente que todavía reside en las estancias donde sus abuelos cultivaron la fortuna de los hacendados y sus padres debieron soportar, en pleno siglo XX, los rescoldos de discriminación racial que, por desgracia, sobrevivió a la esclavitud.
“No me he querido ir de aquí porque muy poca gente en esta vida puede levantarse por la mañana, hacer el café y mirar hacia allá sabiendo que con lo primero que van a chocar es con esa torre imponente”, confiesa mientras se balancea en el sillón de su casa, uno de los 16 inmuebles que los especialistas de la Oficina del Conservador de la Ciudad de Trinidad y el Valle de los Ingenios han identificado como pertenecientes al villorrio de los esclavos, una variante del barracón tradicional que resultaba más benévola por cuanto les permitía a los africanos convivir con sus familias en espacios independientes y que, a la postre, constituye el único de su tipo que se mantiene habitado en toda la isla.
El peculiar caserío de los esclavos, la torre campanario con sus siete niveles de formas geométricas que transitan desde el cuadrado hasta el octógono y la mansión donde los hacendados venían a refrescar los sopores del trópico, han superado los embates del tiempo y los huracanes, al punto de que cualquier visitante descarriado, litografía de Laplante en mano, pudiera reconstruir a retazos la fisonomía aproximada de la región.
No obstante, para hacerles comprender las riquezas del batey se bastan los propios pobladores de una comunidad que parece discurrir en un tempo diferente: por entre los vestigios del boom azucarero, cuelgan piezas de lencería bordadas a la más viva usanza de las señoritas de antaño; en tarimas improvisadas exhiben muñecas de trapo como las que, de seguro, cosían para sus hijas las esclavas de la dotación; los niños recorren, libres de afeites decimonónicos, la alameda empedrada que continúa encauzando al forastero. Dentro de las viviendas, mantienen a buen resguardo una tradición de la que no saben —ni quieren— prescindir: los ritos afrocubanos, esa herencia que sus antepasados trajeron en las bodegas de los barcos desde África y que hoy se ha aclimatado a las urgencias diarias del carácter nacional.
Acomodados sin remedio en este recodo bucólico y conscientes de que habitan un paraje devenido símbolo de la Cuba colonial, Leonila Borgiano y otros cientos de lugareños han aprendido a respetar las ruinas aún enhiestas y a “pasarle la mano”, tal y como ellos mismos llaman al ejercicio sostenido de cuidar para la posteridad las edificaciones de Manaca Iznaga.
Ya lo advertía Víctor Echenagusía, acucioso investigador y especialista de la Oficina del Conservador de Trinidad: “Lo más relevante del sitio, amén de su invaluable trascendencia arquitectónica, es que su gente haya conseguido habitarlo armónicamente y que, gracias a esa relación de beneficios mutuos, Manaca Iznaga sea reconocida como lo que en realidad es: una pieza clave para comprender la plantación esclavista azucarera”.