Fotos: Alejandro Ramírez Anderson
Una ciudad es sus habitantes, su historia —la de grandes pasajes y aquella más discreta: la pequeña historia cotidiana—. Es idiosincrasia, maneras de vivir y hacer; espacio de anhelos, sueños, frustraciones, esperanzas… Una ciudad está viva, tiene memoria; y saber de dónde viene es una pista útil para imaginar adónde va.
A esa necesaria mirada en retrospectiva ayudan los talleres de restauración de la Oficina del Historiador de la Ciudad, como artífices de una máquina del tiempo que logra traer al presente fragmentos de pasado, o bien llevarnos hoy hasta días que quedaron atrás.
“Al hierro se le da con el corazón”, dice Roberto en la escuela taller Gaspar Melchor de Jovellanos. Iluminado por la fragua de carbón vegetal, añade: “La fuerza es importante, pero no sirve de nada sin la voluntad y el amor por lo que uno hace”. Propina un golpe que da vida, con agudeza de vista y fortaleza de brazo. Es difícil imaginar que formas tan suaves nazcan de tan rudo ejercicio.
(Taller de forja)
Ingrid tiene un trabajo que requiere altas dosis de responsabilidad. Es un trabajo muy serio en el que ella se ríe mucho, todo el tiempo. Andando entre papeles se divierte tanto como lo hubiera hecho en algún momento de su infancia. Se pasa las horas entre sustancias y fibras, revelando segmentos, recreándolos o aceptando simplemente su ausencia sin remedio. Del taller, el material irá a bibliotecas, la Casa Museo y el archivo de la Oficina del Historiador. Aquí: la resurrección de un grabado.
(Laboratorio de restauración de documentos)
Pocas cosas se asocian tanto al silencio como las piedras. Una piedra es muda, y sorda… Pero Sandra insiste: “Las piedras me hablan”.No hace falta oírlas, su lenguaje es otro: a las piedras se les oye con las manos y los ojos. Esta restauradora cuenta que, al trabajar, la pieza le hace una revelación, le confía un secreto. Le muestra dónde quiere ser curada. Después, al final, le agradece la cura. Y entonces su satisfacción es tal, que parece que ha sido la piedra quien trabajó con ella, quien de algún modo, la ha restaurado.
(Taller de yeso y cantería)
El maquillaje, como se sabe, se emplea, entre otros usos, para pretender una imagen de invulnerabilidad ante el paso del tiempo; al menos una imagen que disminuya la huella de ese paso. Siendo así, la actividad del taller de policromía resulta paradójica: ellos “maquillan” para envejecer. Patricia y sus colegas restituyen las partes ausentes en las piezas para dar una apariencia añeja, para reproducir las marcas que los años han dejado como vestigio. No es la única paradoja en este taller: a la madera policromada le aplican un veneno para protegerla del ataque de insectos, de modo que la envenenan para que viva. Se reintegra el color, interviniendo lo menos posible la pieza y reproduciendo el efecto de desgaste en las diversas obras del barroco, de madera policromada, figuras religiosas, columnas salomónicas y muebles que habitan todo el lugar esperando su turno.
(Taller de restauración)