La verdad es que aquí uno puede dejar que la imaginación vuele, hay rincones de esta fortaleza que parecen detenidos en el tiempo. Debieron lucir así mismo hace más de 300 años, cuando el castillo era la principal defensa de la ciudad de Santiago de Cuba. Hoy es un museo muy bien montado pero, ya les digo, hay rincones que evocan esos años de pólvora y redoble. Estamos en una de las terrazas de San Pedro de la Roca, más conocido como el Morro de Santiago. Delante, el mar Caribe, azul en su profundidad; detrás, el entramado pétreo, surcado por rampas y escaleras; encima, el sol inclemente, que amenaza con rajar la piedra. Pero esta piedra es dura, resulta demasiado obvio. Estas edificaciones fueron construidas para durar siempre. La ciudad que protegían era, casi toda, frágil (los huracanes y temblores la destruían en cíclicos ataques). La fortaleza debía ser inexpugnable, estandarte del poderío español en estas tierras, en estos mares. Edificar la mole, encima de este promontorio, debió haber sido una tarea titánica. La peor parte la debieron haber llevado los esclavos, o quizás los soldados. Años tardaron en erigir estas terrazas superpuestas sobre las que descansan las torres y murallas. Años en esculpir sobre la roca los túneles y fosos. La desmemoria se ha tragado los nombres de los obreros que doblaron la espalda y sudaron a mares. Pero todavía uno puede maravillarse por el empeño.
Miremos los muros, toquémoslos. Al tacto, a vista cercana, son toscos, arduos, sin embargo, el conjunto es armónico, hermoso en su sencillez portentosa. Las líneas medievales de las paredes y estancias (gruesas unas, herméticas otras), el abovedado de los techos y la casi ausencia de vanos… “coexisten” con los aires renacentistas de la simétrica fachada principal, el puente levadizo, los motivos moriscos de la cenefa… El castillo recuerda otros emplazados en el Caribe (es bastante parecido al Fuerte San Felipe del Morro, en San Juan, Puerto Rico), pero al mismo tiempo se regodea en una singular plasticidad. El promontorio se eleva a la entrada misma de la bahía de Santiago de Cuba, parece una cuña de rocas que penetra en el mar. Una manta vegetal espesa cubre los farallones, hasta el punto de que en algunos lugares parece que la piedra emerge del verde frondoso. Más allá de las bóvedas y cúpulas, hay aquí un imperio de lo cortante. El castillo, de hecho, da la impresión de que ha tajado el peñón, hasta quedar “atrapado” entre crestas duras. Es también cuestión de perspectivas. Desde las torretas, mar enfrente, el paisaje es plácido, invita al descanso. En los fosos y subterráneos, abruma el peso de la piedra y el mortero.
Este lugar, por supuesto, ha sido escenario de miles de historias. Algunas bastante trágicas. Cuando pasaron los tiempos de piratas y corsarios, y ya no era necesario proteger a la ciudad de ataques sorpresivos, la fortaleza se convirtió en cárcel. Las autoridades españolas encerraron en mazmorras a más de un desafecto de la Colonia. Aquí estuvieron, por ejemplo, Bartolomé Masó y Flor Crombet, mayores generales del Ejército Mambí. Creo recordar también el testimonio del pintor inglés Walter Goodman: en una de sus visitas a Santiago de Cuba, se fue de excursión a la fortaleza junto con algunos amigos; terminó encarcelado sin causa aparente: le vendaron los ojos y lo llevaron a una celda agreste, donde no podía ver el sol. Afortunadamente la crónica tiene un feliz desenlace, fue liberado… pero con toda seguridad el artista no guardó un recuerdo placentero de este lugar.
Ha pasado el tiempo y ahora esta fortaleza es una de las principales atracciones de la ciudad de Santiago de Cuba (aunque es recomendable llegar en transporte motor, ya que la caminata puede ser demasiado ardua). Después de años de franco abandono, a principios de los años sesenta del pasado siglo comenzó un continuado y serio trabajo de restauración, que hoy exhibe sus frutos. Por sus valores arquitectónicos y culturales, el Castillo de San Pedro de la Roca, el Morro de Santiago de Cuba, primero fue declarado Monumento Nacional y después, por la UNESCO, Patrimonio de la Humanidad. Cuando está aquí, el visitante puede “zambullirse” en la rica historia del enclave… o extasiarse frente a la inmensidad del mar, hasta que un cañonazo ceremonial lo saque del embeleso.