Fotos: Amauris Betancourt
El propósito era saber si había fantasmas en aquella vivienda. Al menos, así lo suele afirmar la gente, aunque nunca haya visto la construcción y viva a muchos kilómetros de ella. Tal vez solo lo escuchó alguna vez a un conocido, que lo oyó a su vez a otro, en esos momentos en los que las conversaciones se llenan de apariciones y leyendas increíbles. Pero, las leyendas se repiten de boca en boca. Y vuelan.
— ¿Qué te hace pensar que esté embrujada esa casa? –pregunté.
— Dicen que suceden cosas –contestó un amigo, cuando íbamos camino a Rejondones. Pero no dijo qué cosas se oyen.
Supuse que debíamos escuchar ruidos de cadenas, lamentos horrorosos, inquietantes pasos, puertas que no paraban de crujir. La casa debía estar habitada por espectros que pasaban de un lado al otro, desafiantes y burlones. Lo sabe todo el mundo. De Este a Oeste. De Norte a Sur.
Se encuentra a más de veinte kilómetros de la ciudad de Holguín, tomando la carretera que lleva a los municipios de Mayarí y Moa. El poblado pertenece a Báguanos y se le identifica por el nombre de una elevación.
Ha llovido a finales de mayo y la yerba brota de la tierra con un verde encendido. En la mañana, el sol toca las lomas cercanas, colmadas de árboles greñudos y conjuntos de palmas que sacuden sus hojas con elegancia. Más hermosas aún que las palmas reales aparecen otras, cuyo fruto se llama corojo.
Cuando se alcanza la llanura a un costado aparece la casa. No es cualquier edificación. Se trata de una construcción de cemento cuya arquitectura se conoce como chalé. Los años la han tratado con dureza, pero habrá que entrar para darse cuenta de las grietas del tiempo, en paredes y techos, que un día la volvieron inhabitable.
En su fachada hay un trozo de la pared desconchado por el que asoman ladrillos rojizos. En lugar de persianas, las ventanas están clausuradas con listones de madera. Las plantas florecen en el portal gracias a toda clase de recipientes. Salen de ellos flores rojas y naranjas.
Una vid se enreda entre los cables del portal, pero la persona que nos atiende, si le hablamos en estos términos, no reconocerá la planta que riega en las tardes.
— Está bonita la mata de uva –le digo.
— Ah, sí –responde.
Se llama Mauro Ortiz Peña. Es un hombre delgado cuyo rostro no se afeita en días. Usa una gorra de X Point, la empresa que en la prenda se anuncia bajo el lema: “Point X-treme quality drywall screws” (“Tirafondos para paredes secas”, traduce el fotógrafo, experto en la lengua de Point X). A Mauro no le interesa la marca de su gorra. Y tampoco le interesan los fantasmas.
— ¡Qué va! Aquí no hay brujo ninguno –aclara, sonriente–. Somos cristianos y no creemos en eso. Nuestra religión es la Pentecostal.
Lo ha dicho seguro, pero de repente se abre una puerta. Miramos con cierto sobresalto. Entonces comprendemos que no vive solo. Un niño se acerca. Dos mujeres inmóviles se pegan a la pared. Es su familia. Se quedan mirándonos, con curiosidad. Hacemos lo mismo.
Cuentan que un policía se instaló en el lugar y apenas resistió una semana. Escuchaba sonidos, voces, pedradas contra paredes y techos. Las cazuelas aparecían llenas de tierra en la cocina. Eso cuenta uno que pasaba por el lugar. Y lo habíamos escuchado a alguien mucho antes de venir.
— Estuvo como veinte años abandonada. Se llenó de manigua. Imagínese, una casa buena, abandonada –comenta Mauro.
— ¿Y por qué no vino nadie? –averiguo.
— Bueno. Está en peligro de derrumbe.
— ¿Entonces por qué llegaron ustedes?
— Vinimos después que la tormenta Noel nos derribara la casa que habíamos construido por esfuerzo propio. Sabía lo que la gente decía del lugar, pero no tenía opción.
La casa, según recuerda su actual habitante, fue construida por un gallego a finales de la década de 1950, de nombre Belisario Ramos. El gallego vivió con su esposa Obdulia hasta que la enfermedad los obligara a trasladarse hasta Holguín. Luego llegaron sus hijos. Y después alguien que no era pariente. Hasta que la casa quedó vacía.
Mauro tiene una familia de cinco personas. Durante 58 años, cuenta, ha sido vecino del lugar y se conoce bien la historia de la que es hoy su vivienda.
— Nadie ha muerto aquí –asegura. Pero un recuerdo lo detiene: Vine con toda la familia, incluso una hija recién operada que al año de estar aquí murió.
El fotógrafo y yo nos miramos. La conversación resulta interesante. Mauro tiene una voz clara.
— Llegan los curiosos a preguntar. Cuando no había nadie, esto estaba lleno de turistas. Ahora no lo permitimos.
Las fotografías son parte del trabajo. Mauro agarra a su nieto, que padece diabetes mellitus, y se coloca delante. O mejor: la que ahora es su casa sigue detrás, con sus arbustos, con sus grietas y su historia. Esa no se olvidará. Los autos aminoran la marcha cuando pasan por allí. No importa el rumbo ni el tipo de vehículo. Casi siempre alguien observa desde el interior. Una leyenda será siempre eso: la voz que corre como copo de nieve desde lo alto de la colina.