En lo profundo del bosque en el Parque Nacional de los Volcanes, una gorila de 23 años llamada Kurudi se alimenta con apio salvaje. Dobla el tallo y delicadamente lo pela para disfrutar del rico interior.
El biólogo Jean Paul Hirwa apunta lo que come en su tableta y observa la escena detrás de unas ortigas.
Un gorila macho sentado a su lado lo mira inquisitivamente. Hirwa emite un sonido –“ahh-mmm”–con el que normalmente lo calma.
“Aquí estoy”, trata de decirle. “No hay motivo para preocuparse”.
Hirwa y los dos simios son parte del estudio sobre gorilas más prolongado del mundo, un proyecto iniciado en 1967 por la famosa primatóloga estadounidense Dian Fossey.
La propia Fossey, quien falleció en 1985, se sorprendería probablemente de ver que quedan gorilas de montaña vivos. Alarmada por la caza ilegal y la deforestación en el centro de África, pronosticó que la especie se extinguiría para el 2000.
Sin embargo, una sostenida campaña de preservación evitó lo peor y le dio una segunda oportunidad a estos simios, que comparten un 98% del ADN humano.
La Unión Internacional para la Preservación de la Naturaleza, con sede en Suiza, cambió hace poco el status de los gorilas de montaña, que pasó de ser de “gran peligro” a simplemente “en peligro”.
Eso no se habría dado sin lo que algunos biólogos describen como una intervención “extrema”, que incluyó el monitoreo de cada gorila en la selva, la revisión periódica de veterinarios y la financiación de proyectos de preservación que hicieron llegar dinero a comunidades que, sin él, hubieran resentido el no poder talar árboles para cultivar las tierras.
¡Buenas noticias para los #gorilas de montaña! Tendrán más lugar para prosperar tras la expansión del parque nacional de Los Volcanes, en Ruanda. https://t.co/fzO3Ml9440 #FerozPorLaVida pic.twitter.com/qDPZZuQb3h
— Programa ONU Medio Ambiente (@unep_espanol) January 16, 2018
“Los gorilas siguen allí. Eso es una victoria”, dice Hirwa.
En lugar de desaparecer, la cantidad de gorilas de montaña subió de los 680 de hace una década a los más de 1.000 de hoy. Se encuentran en dos regiones mayormente, incluidos viejos volcanes inactivos cubiertos de neblina en Congo, Uganda y Ruanda, uno de los países más pequeños y más densamente poblados de África.
“La población de gorilas de montaña sigue siendo vulnerable”, afirma George Schaller, renombrado biólogo y especialista en gorilas. “Pero su número sigue aumentando y eso es notable”.
Películas como “King Kong” presentan a los gorilas como animales feroces, pero en realidad son simios lánguidos que sólo comen plantas e insectos y viven en grupos bastante estables. Su fuerza y sus golpes en el pecho aparecen sólo cuando hay peleas entre machos.
Hirwa trabaja con el Fondo para Gorilas Dian Fossey, una organización sin fines de lucro que lucha por evitar su extinción. Es sucesora del Fondo Digit, que Fossey creó en 1978, luego de que cazadores ilegales mataran a uno de sus gorilas favoritos, Digit. Hoy la organización apoya la investigación, educación y entrenamiento de personal.
Todas las semanas, Hirwa y otros científicos reúnen información como parte de una investigación de comportamiento a largo plazo.
Mientras observaba recientemente una familia de gorilas, apartó suavemente unas ortigas para poder ver mejor.
Observó a Pato, un macho de 19 años, desplazarse con sus cuatro miembros hacia una gorila pequeña que se retorcía. Se sentó junto a ella y le acarició el cabello, buscando insectos y otras cosas que se le puedan haber pegado. Emitió unos sonidos tenues.
“No todos los machos van a hacer eso, atender a los pequeños”, comenta Hirwa. “Eso demuestra personalidad”.
Hirwa notó una herida en el pecho de Pato, un pequeño corte.
Lo más probable, pensó, es que Pato haya estado peleando con el segundo macho de la familia por el control del grupo.
Posteriormente Hirwa informó al jefe del parque y al personal de Médicos de Gorilas, una agrupación no gubernamental cuyos veterinarios trabajan en el bosque.
Los veterinarios están pendientes de las heridas y de cualquier indicio de una infección respiratoria, pero rara vez intervienen.
Cuando lo hacen –a menudo disparando dardos con antibióticos– rara vez sacan al animal de la montaña, dado que hacerlos volver puede resultar complicado. Una ausencia larga puede cambiar la delicada dinámica del grupo.
“Nuestro hospital está en la selva”, dice Jean Bosco Noheli, veterinario de Médicos de Gorilas. Cuando su equipo atiende una emergencia en la selva, debe llevar todo el equipo que pueda necesitar, incluidas máquinas portátiles de rayos X.
Schaller, el biólogo, hizo el primer estudio detallado de los gorilas de montaña en la década de 1950 y a principios de los 60, en lo que entonces era el Congo Belga. Fue el primero en notar que los gorilas en su estado natural pueden acostumbrarse con el tiempo a la presencia humana, lo que es muy bueno para los investigadores e incluso para los turistas.
Hoy organizaciones muy reguladas ofrecen paseos por la selva de Ruanda para ver a los gorilas.
En el Parque Nacional de los Volcanes se permite grupos de no más de ocho turistas a la vez. Y pueden observar a los gorilas solamente una hora.
No se puede acercar comida ni bebida a los animales porque algún macho curioso puede tratar de llevársela y quedar expuesto a tus gérmenes. No se les puede mirar a los ojos mucho tiempo. Y si un gorila se pone agresivo –lo que es muy infrecuente–, mire hacia abajo, doble su rodilla y dé a entender que reconoce su autoridad. Hirwa la describe como una “pose de sumisión”.
Se permite una cantidad limitada de turistas por día y el costo es alto: 1.500 dólares la visita.
Los ingresos por la venta de entradas cubren los costos de la operación y superan lo que se habría podido conseguir al convertir la selva en granjas de papas y pastizales. Aproximadamente el 40% de la selva había sido despejada a comienzos de los 70.
“Con el turismo, el dilema es siempre no pasarse de la raya”, dice Dirck Byler, director del programa de preservación de simios de Global Wildlife Conservation, que no participa en el proyecto de Ruanda.
La idea de usar el turismo para financiar los esfuerzos por evitar la extinción de los gorilas fue bastante cuestionada cuando la plantearon por primera vez los conservacionistas Bill Weber y Amy Vedder en los años 70 y 80. La propia Fossey tenía sus dudas. Pero la pareja persistió.
“El misterio de la vida de los gorilas, su curiosidad, la interacción social entre ellos… Nos pareció que todo eso podía ser accesible a otros, a partir de un turismo cuidadosamente manejado”, dijo Vedder.
Decidir cuál era el equilibrio justo y cuánta gente podía visitar la selva, y por cuánto tiempo, fue un proceso delicado, dice Weber.
La pareja, que está casada y ambos enseñan en la Universidad de Yale, tuvo otra idea, igualmente radical cuando la lanzaron por primera vez: Que parte del dinero recaudado beneficie a comunidades locales.
“Por entonces, predominaba una mentalidad intransigente en la que se trazaba una raya, se construía un muro, se contrataba guardias y se mantenía a la gente de la zona afuera”, dice Weber. “Pero eso no impedía la caza ilegal. Tiene que haber un incentivo real para que la gente de la zona se preocupe por preservar las cosas”.
En el 2005 el gobierno adoptó un modelo en el cual el 5% de los ingresos del Parque Nacional de los Volcanes es usado para construir infraestructura en los pueblos de la región, incluidas escuelas y centros médicos. Hace dos años el porcentaje fue incrementado al 10%.
Hasta ahora se han asignado unos dos millones de dólares a proyectos de infraestructura, según el director del parque, Prospe Uwingeli. “Todos los años nos reunimos con las comunidades. Tenemos que devolver algo de lo que recibimos”, manifestó.
Antes de asumir la responsabilidad de manejar una de las empresas más prominentes de Ruanda, Uwingeli estudió el comportamiento de los gorilas como asistente de investigaciones del Fondo para Gorilas Dian Fossey.
A veces añora el trabajo relajado, paciente de un científico. Pero el tiempo que pasó en la selva ayudó a dar forma a su misión.
“No queremos proteger el parque con armas. Queremos protegerlo y conservarlo con gente que entiende por qué lo hacemos y que quiere asumir esa responsabilidad”, comentó.
Un reciente amanecer, Emmanuel Bizagwira, uno de los 100 rastreadores de gorila que tiene el parque, detectó algo que se movía en unos árboles cercanos.
“¿Pueden ver qué pasa allí?”, preguntó con su radio. “Hay gorilas comiendo allí. Los vi. ¿Vieron los árboles? Están allí”.
Avanzando entre arbustos que le llegaban a la cintura junto a otro rastreador, Safari Gabriel, no dejó de mirar hacia los árboles donde había notado movimientos.
Su trabajo todas las mañanas es ubicar un gorila en particular de una familia de 24 miembros y alertar al director del parque.
Estos rastreadores son un componente central del proyecto de preservación. Su trabajo permite a los científicos, los guías turísticos y los veterinarios encontrar a los gorilas rápidamente y hacer su trabajo.
Un abuelo de Bizagwira habitó la misma selva, pero como cazador que colocaba trampas para animales, sobre todo antílopes, en las cuales a veces caían gorilas.
Bizagwira, de 31 años, dice que se siente agradecido de tener un trabajo estable para proteger a los gorilas.
“Me encanta mi trabajo y quiero mucho a los animales”, expresó.
Puede identificar varias docenas de plantas que comen los gorilas y saber hace cuánto tiempo pasaron por un sitio analizando ramas partidas o aplastadas. A veces divisa elefantes y monos en las mismas selvas de los gorilas.
En la Escuela Primaria de Nyabitsinde casi todos los alumnos tienen al menos un familiar que trabaja en el cercano Parque Nacional de los Volcanes. Leontine Muhawenimana, de 11 años, dice que su padre es rastreador y que le gusta escuchar sus historias sobre gorilas.
La escuela tiene aulas nuevas con pizarrones y bancos de madera, y un colorido mural afuera del baño que dice: “Lavarse las manos evita enfermedades”. Pero todavía adolece de implementos básicos, como bolígrafos.
“El dinero para la construcción de esta escuela viene del turismo”, dice Fabien Uwimana, maestro de francés e inglés. “Hoy más niños pueden ir a una la escuela”.
El dinero del turismo ayuda, pero la región sigue siendo pobre.
Jean Claude Masengesho vive con sus padres y los ayuda con su granja de papas. Una vez a la semana el joven de 21 años se gana algún dinero adicional cargando las maletas de turistas en la montaña. Son unos 45 dólares al mes. Le gustaría ser guía turístico alguna vez, con lo que cobraría 320 dólares al mes.
El principal obstáculo es que la mayoría de los guías turísticos fueron a la universidad y su familia no sabe si podrá costear una.
“Es mi sueño, pero es algo muy duro de conseguir”, expresó. “En este pueblo, todos los jóvenes sueñan con trabajar en el parque”.
Mientras tanto, dibuja gorilas con crayones verdes y negros. Mayormente machos.
Le fascinan los gorilas, pero es pragmático. “La gente viene de todas partes del mundo a ver los gorilas”, indicó. “Los gorilas nos generan dinero de todo el mundo. Hay que protegerlos”.
Sesenta años después de que vino al África central a estudiar los gorilas con un anotador y una gran curiosidad, el veterano biólogo Schaller dice que la preservación de los animales necesita justificaciones morales y también económicas.
Afirma que la gente no tiene derecho a exterminar una especie, pero que al mismo tiempo “hay que encontrar algún beneficio económico para la gente de los alrededores del parque”.
“Hay que involucrarlos de algún modo”, añade. “Hacerles sentir que es también su parque”.
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