Milagros nunca ha tocado a su nieto menor, a pesar de que lo ve una vez por semana. El niño tiene 1 año y vive en Nogales, Sonora, México. La abuela vive en Nogales también, pero del otro lado de la frontera norte, en Arizona. Su hija recorre media hora hasta la línea divisoria con Estados Unidos, y le muestra a la madre a su Darío en brazos.
Hay otra razón para este encuentro atravesado por la cerca del paso fronterizo. El nieto mayor de Milagros también es mexicano, pero estudia en Estados Unidos. Permanece entre semana con su abuela indocumentada, y cada viernes ella lo busca en la escuela y lo trae al punto de tránsito de Morley Gate, por donde a diario hay un trasiego de miles de personas en doble dirección.
Como otras ciudades fronterizas, también los dos Nogales son el canal de un un tráfico millonario: drogas hacia el norte, armas hacia el sur; a pesar de los intentos de refuerzo y sofisticación de la cerca, que técnicamente no es la muralla que gusta anunciar el presidente Donald Trump.
Hasta 2011 era una valla precaria lo que separaba a lo largo de 4,5 kilómetros la comunidad que existe de un lado y otro. Antes fue una cerca ordinaria. Históricamente, los dos Nogales tienen mucho más en común que toponimia y tráficos ilícitos. Todavía hoy hay vidas compartidas, gente que duerme en un lado, pero va a trabajar en el otro; que gana de un lado el pan que se comerá bajo otra bandera, a la mesa de familias que hablan dos idiomas.
Milagros entró a los Estados Unidos hace aproximadamente un año, con una visa de turismo. No regresó a México cuando esta caducó. Los últimos siete años, esta forma de permanecer ha representado el mayor por ciento del aumento de indocumentados en Estados Unidos, por encima de las entradas ilegales por la frontera. Pero es más fácil controlar los límites territoriales que los planes ocultos de quienes entran por un aeropuerto, o por tierra pero con visado.
Si Milagros fuera a México ahora, no podría volver a entrar a este Nogales, donde trabaja y puede cuidar al nieto mexicano que va a la escuela en inglés. Vive ilegalmente en los Estados Unidos, esperando poder regularizar su estatus eventualmente, sin descontar la posibilidad de tener que regresar: “Si me deportan, pues ya está”.
En el año fiscal 2019 fueron deportadas 267,258 personas, más de 11,000 en relación con las 256,085 de 2018. De ellas, 5,700 eran miembros de “unidades familiares”: un incremento de 110 por ciento comparado con el año precedente.
“Él sí puede cruzar porque es ciudadano [de Estados Unidos]”. El niño de unos 8 años le da un beso antes de caminar hacia el control migratorio, peatonal. Cruza solo, bajo la mirada de la abuela de un lado, y de la madre del otro.
Desde fuera del punto de cruce se puede escuchar a los oficiales llamando “¡Próximo!”. En un par de minutos alguien saldrá. A pie y con papeles, es bastante expedito el proceso. En otros puntos de cruce, como Tijuana-San Ysidro o Agua Prieta-Douglas, largas filas de automóviles pueden tardar horas para entrar a Estados Unidos. Cuando la dirección es la opuesta, hacia el sur, los controles son menos estrictos y todo sucede más rápido.
En esta parte de la línea divisoria de Nogales el chequeo no parece más complejo que el de una instalación cualquiera; la diferencia es que en lugar de a un museo o un edificio administrativo, se entra a otro país.
***
En un parque del centro del Nogales estadounidense conversan dos testigos de Jehová mexicanos. Los interrumpo para saber cómo perciben la reducción de migrantes en la ciudad. Desde enero quienes hubieran pedido asilo en los Estados Unidos y esperaban en Nogales su cita en cortes y la resolución de su caso, fueron enviados a México en virtud de un protocolo que firmaron en 2018 los dos gobiernos y que algunas organizaciones de derechos humanos cuestionan.
El Protocolo de Protección al Migrante (MPP en inglés), también llamado “Remain in México”, ha desplazado hacia el sur de la frontera a miles de solicitantes de asilo.
Los últimos meses pasaron tantos cubanos, que Elena identifica mi acento. Carlos Reyes les dio indicaciones a dos que iban con una niña y buscaban una oficina, me cuenta. “Dos paisanas suyas. Estaban del otro lado”.
Reyes trabaja en Estados Unidos, pero duerme en su casa mexicana todas las noches. Es uno de los miles que cada día aumentan la población de esta ciudad estadounidense. El jefe de la Policía, Roy Bermúdez, lo representa con una escena: “Si uno pasa y camina por la noche, va a ver todo vacío, después de haberlo visto lleno durante el día, y se dice: ¡¿pero aquí qué pasó?!”
En Nogales, asegura, no tienen “más ni menos problemas con la droga que cualquier ciudad fronteriza”. Es decir, muchos. El tráfico ilícito de estupefacientes a través de la frontera entre México y Estados Unidos se calcula en unos 500 mil millones de dólares.
Lanzan la droga en paquetes “tamaño pelota de fútbol” por encima de la cerca, o mulas la llevan a la espalda cruzando por zonas de poco control migratorio, explica Bermúdez, aclarando que los encargados del control no son ellos sino la Oficina de Aduanas y Protección Fronteriza (CBP en inglés). Los últimos años las autoridades han descubierto cientos de túneles del narco para suministrar sus productos al mercado estadounidense, destino de un cuarto de todo el consumo mundial.
“Si hacen una cerca más alta, van a construir escaleras más altas. Y si no pueden pasar por encima, van a hacerlo por debajo”, Bermúdez pronostica.
***
El nieto de Milagros, ya en el Nogales mexicano, corre a saludar a su mamá y su hermano, y se suma a la conversación transfronteriza.
“Dile, abuela, cómo me porté bien”, pide del otro lado del muro cercado, buscando aprobación de la madre, que no ha estado con él durante días. “Sí, muy bien. ¡Y tiene tarea!”, advierte Milagros. Es una abuela que entrega a su nieto con actualización e instrucciones, como suelen hacerlo cuando viven en el mismo barrio, o la misma ciudad; solo que de Estados Unidos a México, aunque sea a un metro de distancia.