No todos los muertos mueren. Algunos tienen la capacidad de poner patas arriba el mundo de los vivos. Eso pasa con Marielle Franco. A un año de su asesinato y el de su chofer Anderson Gomes, los avances y retrocesos de la causa ponen al desnudo complejas redes de favores, armas, mezquindades, intereses y silencios, propios de un país teñido por intensos claroscuros y mucho rojo.
Para entender qué paso y qué –posiblemente no– pasará con la suerte de la mujer negra y lesbiana de la Maré, hay que bucear en los vericuetos de un Brasil donde no paran de aumentar los difuntos que exigen derechos.
Entre los años 2003 y 2004 el diputado estadual de Rìo de Janeiro Flavio Bolsonaro –hijo del actual presidente–, en la asamblea legislativa del estado, homenajeó al ex capitán del Batallón de Operaciones Especiales (BOPE) Adriano Magalhães da Nóbrega y al mayor de la Policía Militar (PM) Ronald Paulo Alves Pereira. Las medallas se entregaron por los “innumerables servicios prestados a la sociedad”.
En su momento la premiación hizo ruido porque ambos agasajados eran sospechosos de formar parte de las milicias más cruentas de la zona oeste carioca. Incluso el propio Ronald ya era investigado por su participación en la masacre de “Via Show”, donde 5 jóvenes fueron torturados y muertos a manos de policías militares. Aquel horror ocurrió tres meses antes de la condecoración al Mayor.
Las milicias son grupos armados para-estatales formados por funcionarios públicos, fuerzas de seguridad –en ejercicio o retirados– y civiles que se expanden como mancha de tinta por las zonas empobrecidas del estado carioca. Aunque en algunas zonas existen desde mitad del siglo pasado, su explosión se da en los 90, cuando perfeccionan sus dinámicas delictivas –asesinatos, extorsión a vecinos, venta de armas y drogas, apuestas ilegales– para “garantizar seguridad”. Se instaura una justificación tan contradictoria como tautológica: una organización criminal para combatir una organización criminal. El resultado está claro: una espiral de entierros.
Marielle Franco, de 38 años, que coordinaba la Comisión de Defensa de los Derechos Humanos de la asamblea legislativa estadual, presidida por su compañero de partido Marcelo Freixo (PSOL), siempre denunció con dureza la conducta criminal de las fuerzas de seguridad y las milicias.
Tanto Marielle como Freixo motorizaron informes públicos –Comissão Parlamentar de Inquérito (CPI) das Milícias– con los que se identificó a más de 225 políticos, policías, agentes penitenciarios, bomberos y civiles como miembros de las milicias. En esas mismas páginas que mostraban los complejos entramados milicianos, se denunciaban graves ilegalidades en las favelas de la ciudad. La comunidad Rio Das Pedras era una de las barriadas mas citadas.
En Rio Das Pedras hoy se hacinan 80 mil personas. No es una favela de postal: construcciones verticales, sol incandescente y un telón de fondo con olas y cocos. Es una favela de la zona oeste, es decir, de paisaje horizontal, sin brisa marina y muy lejos de la curiosidad turística. En enero de 2019, en ese mismo barrio, se realizó un operativo llamado “Operación Los Intocables” en el que se buscaba a 13 personas acusadas de formar una milicia que hacía caso omiso de la legalidad.
Varios de los apellidos imputados se habían citados en los informes que Marcelo Freixo y Marielle Franco habían presentado años atrás. Entre esos nombres había dos que vale la pena repetir: Adriano Magalhães da Nóbrega y Ronald Paulo Alves Pereira. Los condecorados por Bolsonaro Jr. eran los denunciados por Marielle y buscados por la justicia.
A su vez, estos milicianos laureados y condenados, son los cabecillas de un grupo de sicarios profesionales formados por ex policías y militares conocidos como “Oficina del Crimen”, asesinos a sueldo cuya reputación se debe a la impunidad post factum. Una impunidad lograda menos por la eficacia criminalística que por el blindaje político.
De este selecto grupo del matar también forman parte las dos personas recientemente detenidas como supuestos autores materiales del asesinato a Marielle. Me refiero al sargento retirado de la Policía Militar Ronnie Lessa, sospechoso como autor de los trece disparos; y Elcio Vieira de Queiroz, ex policía militar y sindicado como conductor del vehículo desde el que se disparó contra Marielle y su chofer Anderson.
A Queiroz se lo ve sonriente y orgulloso con su camiseta de uniformado mientras abraza al presidente de la nación, Jair Bolsonaro. Como toda conquista, para valer se debe mostrar, entonces Elcio postea la foto en Facebook, disponible para todo el público. La cercanía de Ronnie Lessa con Bolsonaro es aun más directa y palpable: comparten edificio. Ambos viven en el mismo predio. El complejo habitacional donde capturaron al policía imputado como asesino de Marielle Franco es el mismo en el que Bolsonaro glorificó a las fuerzas de seguridad en su primer discurso presidencial. Por cierto, el comisario Giniton Lages confirmó en conferencia de prensa que el hijo menor de Bolsonaro, Eduardo, fue novio de la hija de Lessa, el asesino.
Tras las detenciones de Lessa y Queiroz, las autoridades brasileñas continuaron allanando domicilios vinculados a los detenidos. El efecto bola de nieve se topó con la casa de Alexandre Mota de Souza, amigo de Lessa. El resultado del operativo no fue menor ya que concluyó con, según las propias autoridades, “la mayor aprehensión de fusiles de la historia de Río”. Mota de Souza tenía bajo su poder 117 fusiles M-16 sin los cañones, 500 municiones y tres silenciadores. Sería uno de los depósitos donde la milicia guarda las armas que trafica.
Ni en la peor ficción son posible tantas “coincidencias”. Aunque al rompecabezas le faltan piezas claves, hay un esbozo que toma forma: los asesinatos de Marielle Franco y Anderson Gomes huelen a pólvora planificada. Entre el crimen organizado de las milicias y las altas esferas políticas hoy gobernantes no hay complicidad o intercambios de favores: es peor, se trata de una maquinaria aceitada, construida y perfeccionada en la necropolítica. Es decir, en la capacidad para gobernar territorios decidiendo arbitrariamente a quiénes matar o dejar vivir. Y quien mejor lo entendió fue ese candidato a la presidencia de la nación que hizo de sus manos un fusil.