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En 1980, durante los sucesos de Mariel, una pareja de jóvenes estaba en uno de los bancos del parque en un pueblo de Habana campo, no muy lejos de aquel lugar.
Un señor mayor les informó que los cubanos de Miami estaban mandando a buscar familiares y que el Gobierno de Fidel Castro dejaba salir a todo el mundo, aun cuando no tuvieran nexos familiares.
“Un nuevo Camarioca”, les dijo aludiendo al éxodo de 3 mil cubanos, en números redondos, que tuvo lugar entre septiembre y noviembre de 1965 por la localidad homónima de Matanzas.
A William y Viviana1 los montaron en una de esas embarcaciones después de autodeclararse “elementos antisociales” ante las autoridades.
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Miami no fue fácil. No había muchas ofertas laborales en medio de un rechazo generalizado a los “marielitos”, término nuevo que desde entonces pasaría a formar parte del vocabulario, asociado a estereotipos negativos sobre la inmigración cubana.
Esta vez no estaba compuesta por personas blancas descendientes de españoles, y de la clase media, sino en lo fundamental por pieles más oscuras y trabajadores de los servicios. De abril a octubre de 1980 alrededor de 125 mil connacionales desembarcaron en el sur de Florida, por otra parte carente de la infraestructura y los servicios necesarios para recibirlos.
William empezó a trabajar lavando carros y Viviana como moza de limpieza en un salón de belleza de Miami. Pero la vida se les hacía difícil al no contar con familiares ni amistades dispuestas a facilitarles la asimilación al nuevo medio. Entonces sobrevinieron las malas decisiones.
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En Miami los años 80 estuvieron marcados por la violencia, la corrupción y el tráfico de cocaína, impulsado principalmente por los cárteles colombianos de la droga, en especial en Medellín.
El connotado capo Pablo Escobar había establecido esa ciudad como un centro principal para el contrabando de cocaína en Estados Unidos, superando a la mafia cubana, que antes controlaba el narcotráfico en el estado. En 1981, por ahí pasaba alrededor del 70 % de la cocaína y el 70 % de la marihuana que se consumían en toda la Unión.
El narcotráfico impulsó una violencia fuera de todo control, reflejada en Scarface (1983), el famoso filme de Brian de Palma en el que Al Pacino interpreta a un marielito metido en el bajo mundo. El tiroteo de 1979 en el Dadeland Mall marcó el inicio de la Guerra contra las Drogas en la ciudad, cuando dos narcotraficantes colombianos le dispararon a dos hombres a plena luz del día. Fue el origen de otro término muy famoso por entonces: Cocaine Cowboys.
La tasa de homicidios en Miami se triplicó. La mayoría de los delitos violentos estaban directamente relacionados con el narcotráfico. Cuentan que en 1981 la morgue de la ciudad llegó a estar tan desbordada que tuvo que alquilar un camión refrigerado para almacenar cadáveres.
William lo sabía, pero así y todo había decidido arriesgarse y vender droga. Al final la suerte no lo acompañó. En noviembre de 1981 tuvo la mala pata de caer en un operativo del FBI gracias a la eficiencia de un infiltrado. Fueron a buscarlo a su apartamentico de Hialeah, lo esposaron y lo juzgaron. Recibió una condena de 10 años de prisión.
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En los 90, cuando salió de la cárcel, la pareja decidió irse de Miami. Con los ahorros que tenían en la cuenta bancaria de Viviana, se fueron una localidad de Florida central para iniciar una nueva vida. Allí compraron un pequeño restaurante de comida cubana que les permitió mejorar un poco. Ella lo atendía y se encargaba de los pormenores; él pasaba largas jornadas fuera de su hogar manejando camiones de carga, un trabajo difícil, pero bastante bien remunerado.
Llevaron una vida normal y fueron felices. Casa, dos carros y propiedades. Al fin, el sueño americano. Una vez al año William tenía que reportarse a una oficina de Inmigración e intercambiar unas palabras con un oficial para luego regresar a sus actividades cotidianas. Pura rutina.

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Las disposiciones migratorias a veces tienen problemas de memoria y dependen de cómo las encare el poder ejecutivo. William era un extranjero deportable, igual que otros 40 mil cubanos dispersos por Estados Unidos. Por haber cometido aquel delito no tuvo derecho a la Ley de Ajuste Cubano de 1966, el camino para obtener primero la residencia permanente tras residir en Estados Unidos durante un año y un día; y a los cinco, la ciudadanía.
Pero con Trump los cubanos “tampoco tendrían problemas”, por algo eran tan excepcionales. Una encuesta de la Universidad Internacional de Florida publicada después de las elecciones de 2024 arrojó que un 68 % de los cubanoamericanos habían emitido su voto por el candidato republicano, casi el doble que en 2016.
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William estuvo entre quienes lo apoyaron, aunque no pudiera votar. Lo que más le gustaba era su determinación y su “línea dura contra los comunistas”. No solo “los infiltrados en el Partido Demócrata”, como Joe Biden y Kamala Harris, sino también a los que se encuentran en el poder en la isla hace casi siete décadas.
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En un punto comenzó a percibir un giro preocupante. La Administración Trump estaba tomando en serio la idea de llevar a cabo la deportación masiva más grande en la historia, con el subjefe de gabinete de la Casa Blanca, Stephen Miller, presionando al Servicio de Inmigración y Control de Aduanas para aumentar los arrestos a 3 mil personas al día. Y con la secretaria del Departamento de Seguridad Nacional, Kristi Noem, haciendo lo mismo para cancelar programas temporales de inmigración. El mismo Trump había firmado varias órdenes ejecutivas sobre el tema, una de ellas afectando a los cubanos llegados al país gracias al programa parole de la Administración Biden.
El mes pasado, cuando fue a su cita anual rutinaria, el funcionario de ICE que lo atendía le informó amablemente, de entrada, que su privilegio había terminado y que lo deportarían a Cuba.
A William y a su mujer aquello le pareció un mal chiste o una pesadilla, al cabo de más de cuatro décadas viviendo en Estados Unidos. Después de todo, había pagado con creces aquel error de juventud. Y de entonces a la fecha no tenía ni siquiera una multa por llevarse una luz roja. O por conducir bajo los efectos del alcohol.
Para colmo, carecía de familia y amistades en el oscuro pueblecito que lo vio venir al mundo hace más de 60 años: pudo sacar a su madre y su padre tan pronto como las condiciones se lo permitieron. Y sus dos hijos habían nacido en Estados Unidos. El varón es un orgulloso marine; la hija, enfermera intensivista en uno de los diez hospitales más importantes de la nación.
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Entonces William experimentó lo que define como “la bondad del crimen”. El oficial, tan cubano como él, le dijo en un segundo momento de aquel encuentro: “OK, te vamos a soltar y dar 90 días para que resuelvas tus asuntos y te vayas. Si no lo haces, te deportaremos a un país de África”.
A fines de junio la Corte Suprema de Estados Unidos autorizó a la Administración Trump deportar a Sudán del Sur a ocho hombres que llevaban semanas retenidos en una base militar estadounidense en Yibuti.
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