Otra de las “movidas” de Trump ha consistido en afirmar que los documentos sustraídos de la Casa Blanca se encontraban en Mar-a-Lago porque estaban llamados a formar parte de la biblioteca y el museo presidenciales, afirmación claramente destinada a apuntalar otra mentira: que los había desclasificado.
Eso de la biblioteca y el museo forma parte de las peculiares iniciativas de Trump, quien ha solido contradecir a sus propios abogados y asesores, tanto dentro como fuera del poder ejecutivo. El expresidente —lo han dicho ellos mismos—, está más interesado en recuperar el poder que en su propio legado. Pero incluso si Trump hubiera pensado colocar esos documentos en su biblioteca presidencial, en modo alguno ese argumento habría justificado tenerlos y retenerlos consigo. En primer lugar, para tener registros gubernamentales en una biblioteca, un presidente debe entregar todos los documentos por él generado a los Archivos Nacionales, que los clasifican y les dan acceso a esos textos a investigadores y estudiosos una vez creadas todas las condiciones. Y, en segundo, información altamente clasificada como la recuperada por el FBI de Mar-a-Lago tampoco sería elegible, sin más, para el manejo público.
Por razones obvias, no conocemos los contenidos de los documentos recuperados en la redada del pasado 8 de agosto. Sin embargo, según un inventario publicado recientemente por el Departamento de Justicia, en la mansión de Trump se encontraron más de 10 000 documentos oficiales. En efecto, en una presentación judicial de hace apenas unos días, el Departamento hizo público que se hallaron más de 100 registros clasificados, incluyendo files con marcas de CONFIDENCIAL, SECRETO o TOP SECRET, y más de 700 documentos o fotografías sin clasificar. Al mismo tiempo, dieron a conocer un dato intrigante: había 48 carpetas vacías con la marca de CLASIFICADO, lo cual, inevitablemente, ha dado origen a preguntas y respuestas que no abordaremos aquí. Todo eso, y más, estaba mezclado con artículos de periódicos, revistas, ropa, obsequios y libros, datos que remiten, además, a la idea de desorden, estampida y caos.
Por otra parte, hay regulaciones federales que establecen normativas específicas para desclasificar documentos, más allá de lo que Trump alega. Sin entrar ahora en toda la carpintería implicada, su revisión al vuelo arroja a las claras que desclasificarlos no es pasear por un campo. Incluso la desclasificación automática que establecen esas mismas regulaciones, a los 25 años de emitidos los registros, queda constreñida por consideraciones de seguridad nacional. Y, en todo caso, de nuevo, tienen que estar en poder de los Archivos Nacionales, como lo dispone la ley de 1978, no en manos privadas.
De acuerdo con el profesor de la Universidad de Temple, Richard Immerman, los presidentes generalmente siguen un protocolo informal a la hora de desclasificar documentos, lo cual incluye consultar “a todos los departamentos y agencias que tengan interés en un documento clasificado. Esos departamentos o agencias, subraya, “luego brindarán su evaluación sobre si debe permanecer clasificado por razones de seguridad nacional. Si hay una disputa entre las agencias, debaten, aunque el presidente toma la decisión final sobre la desclasificación”.
Por no ir más lejos, según acaba de revelar The Washington Post, “un documento que describe las defensas militares de un gobierno extranjero, incluidas sus capacidades nucleares, fue encontrado por los agentes del FBI que registraron la residencia y el club privado del expresidente Donald Trump en Mar-a-Lago el mes pasado […], lo cual subraya las preocupaciones sobre el material clasificado escondido en la propiedad de Florida”. Y añade:
Algunos de los documentos incautados detallan operaciones ultrasecretas de Estados Unidos tan estrechamente protegidas que muchos altos funcionarios de seguridad nacional no las conocen. Solo el presidente, algunos miembros de su gabinete o un funcionario cercano al gabinete podrían autorizar a otros funcionarios gubernamentales a conocer detalles de estos programas de acceso especial, según personas familiarizadas con el tema que hablaron bajo condición de anonimato para describir información y dar detalles sensibles de una investigación en curso.
Sin dudas sería un exceso pedirle a Trump que presente la evidencia de haber pasado por un proceso de ese tipo. Bastaría solo decir que, en una decisión de 2020, la Corte de Apelaciones del Segundo Circuito de Estados Unidos determinó que “la desclasificación de documentos, incluso por parte del presidente, debe seguir los procedimientos establecidos”. Y, para cerrar el punto, desclasificar un documento no significa automáticamente que se pueda compartir tal cual, “por la libre”. Como se conoce, una vez revisados, línea por línea, a casi todos se les ponen tachaduras en negro justamente por consideraciones de seguridad. Me atrevería entonces a especular, a riesgo de ser crucificado, que los papeles incautados por el FBI en Mar-a-Lago no las tienen.
Es que Donald Trump parece destinado por la Divina Providencia a convertir en elementalidades todo lo que toca y a pasarle por encima a un poco más de dos siglos de prácticas y procedimientos federales en medio de sus negaciones, movidas de péndulo y letanías del tipo no he hecho nada malo/ por qué el FBI nunca entró en casa de Hunter Biden o de Joe Biden/ por qué dejaron que Obama se llevara documentos y un etcétera sobremanera largo.
No queda entonces sino coincidir con el escritor Leonardo Padura. Hay un espacio, dice, “que se ha ido pervirtiendo, que es el de la política: siempre ha habido políticos ‘hp’ y criminales, dictadores y tiranos, pero hoy en día se ve una clase política que uno piensa: ¿cómo pueden pretender engañarme de esa manera como si uno fuera imbécil?”.