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Maurilio Ambrocio dejó Guatemala a los 15 años en busca de una mejor vida en Estados Unidos. En 2012 tuvo un problema por manejar sin licencia. Fue deportado, pero se las arregló para ingresar de nuevo al país de manera subrepticia. Ya era su casa.
Optaron por dejarlo tranquilo. Una vez al año iba a entrevistarse con las autoridades y nada pasaba. Después de todo, no tenía delitos graves. Quedaba incluido en lo que se conoce como libertad supervisada.
Sin embargo, esa lógica quedaría al campo con la segunda Administración Trump. El pasado 17 de abril lo citaron a la oficina del Servicio de Inmigración y Control de Aduanas de Estados Unidos (ICE) en su localidad floridana. Aquel acto de rutina que había llevado a cabo durante muchos años se convirtió, de pronto, en una pesadilla.
Le dijeron que sería deportado. Entonces lo sumaron a un grupo de cien inmigrantes guatemaltecos que serían enviados a un centro de detención de ICE en Nueva Orleans. El 2 de de julio lo trasladaron a Ciudad Guatemala en un vuelo chárter.
Durante los dos meses y medio en que había estado detenido, Ambrocio perdió más de 20 libras. “Las condiciones eran muy difíciles y el trato, pésimo [aun cuando] no somos malas personas ni criminales”, dijo a los medios.
Su hija mayor, Ashley Ambrocio, de 19 años, comentó que la familia y los amigos que conocían el trabajo de su padre en la comunidad sintieron una profunda tristeza al enterarse de su deportación.
“Mi madre, mis hermanos y yo estamos muy tristes por todo esto, pero también aliviados de que mi padre ya no esté en prisión y sea un hombre libre”, dijo. “Estábamos muy preocupados por su salud y por el hecho de que estuviera encerrado tanto tiempo”.
Maurilio Ambrocio tiene 42 años. Habiendo entrado de manera indocumentada por un punto de la frontera sur, se hizo pastor evangélico, uno de los estamentos de mayor apoyo a Donald Trump en las últimas elecciones presidenciales.
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Como tal, estaba al frente de la Iglesia de Santidad Vida Nueva, una pequeña parroquia en la localidad de Wimauma, Florida central, en la que se reunían unos 50 fieles y sus familias los fines de semana. La mayoría de sus miembros son inmigrantes mexicanos y centroamericanos que se ganan el sustento en labores agrícolas y tareas mal remuneradas.
Él y su esposa trajeron al mundo cinco hijos que hoy tienen entre 12 y 19 años, todos ciudadanos estadounidenses por nacimiento. Ahora la iglesia se ha quedado sin pastor, y la comunidad de fieles está lidiando con su ausencia.
La compañera de Ambrocio le dijo a NPR que ella y sus hijos sienten “como si el mundo hubiera terminado”. “¿Cómo vamos a comer?”, se preguntó. “¿Cómo vamos a pagar las cuentas?”.
Pero su historia es solo una de las tantas que han venido llamando la atención sobre el impacto de las políticas migratorias del nuevo gobierno, sobre todo en los casos de personas sin antecedentes penales violentos.
Al otro lado del país, en la ciudad de Los Ángeles, cinco iraníes de una congregación cristiana fueron detenidos por agentes federales, incluida una pareja que había huido de la nación persa debido a su fe. Tenían permiso de trabajo. Y sin antecedentes criminales.
Asegura un experto: “Irán se clasifica como el noveno peor país del mundo cuando se trata de persecución cristiana. Allí los convertidos del Islam enfrentan consecuencias terribles y reciben largas sentencias de prisión”.
La promesa inicial de deportar a “lo peor de lo peor“, con la que Donald Trump obtuvo votos, ha quedado prácticamente como un cascarón vacío. Hasta el 29 de junio, el 71,7 % de los detenidos no tenía antecedentes penales, según Transactional Records Access Clearinghouse, una organización independiente.
Pero para las autoridades se trata solo de una estadística sobre gente de piel oscura. Bajo la batuta de Stephen Miller y la anuencia de Donald Trump, la Casa Blanca ha aumentado la presión sobre los agentes federales para que arresten hasta 3 mil personas al día: una manera de tratar de alcanzar la meta de deportar a más de 1 millón por año.
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Ahora mismo, 8 de cada 10 estadounidenses apoyan la deportación de inmigrantes condenados por delitos violentos. Pero perciben que la Administración Trump ha ido demasiado lejos con acciones como las aquí narradas, que se han vuelto cotidianas y desatan terror y repulsión tanto entre ciertas comunidades como fuera de ellas.
La idea de que los desvalores y el racismo de MAGA se comparten más allá de sus predios, frecuente en ciertos universos mediáticos, resulta equivocada.
Posiblemente estemos en presencia de un (otro) tiro en el pie. Y de una raya más para el tigre con la mira puesta en las próximas elecciones de medio término.