Sara Rodríguez es una joven cubana que llegó a Ucrania en junio del año pasado como turista, pero que poco a poco comenzó a enamorarse de los encantos de este país, al cual cataloga como “vivir en una película”.
“Llegué a Ucrania en junio del año pasado por razones de turismo. Quería conocer el lugar, tengo varios amigos allá y me quise aventurar. Luego se me presentó una oportunidad de trabajo y empecé a vivir acá”.
Para alguien menor de 30 años y sin hijos la vida resulta más sencilla. Las preocupaciones más allá de lo cotidiano de trabajar y mantenerse a flote económicamente son escasas, casi banales pudiera decirse.
Sara trabaja en el campo de comunicación, de ahí que estar informada constantemente supone parte no solo de su rutina de trabajo, también de su cotidianidad: “Mis compañeros de trabajo y amigos a los cuales les preguntaba si realmente podría darse una guerra, me decían que estuviese tranquila que eso no iba a suceder, ‘es más bien una guerra de información’”, argumentaban.
“Incluso —añade— los medios decían que Rusia demoraría unas dos semanas en llegar a Kiev en caso de suceder lo peor y yo lo creí, como muchos otros. Todos los días consumía información y me mantuve atenta con mis compañeros ucranianos, pero como los veía tan calmados, ni modo, seguí enfocada en mis cosas y la vida era muy normal. No veías a nadie nervioso en lo absoluto”.
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Sara seguía feliz. “La vida en Ucrania es muy tranquila” me dice en conversación por WhatsApp, que ha sido un refugio virtual en estos días tormentosos.” La gente es chévere. Había todo tipo de sitios. Frecuentábamos un bar cubano al cual iba para sentirme como en casa. Un país con mucha variedad y diversión, muy completo. Todo era lindo, demasiado lindo, parecía como una película”.
El estruendo, un resplandor, los nervios
La madrugada del 24 de febrero le cambió la vida a esta joven cubana, que desde la semana anterior comenzó a experimentar la incertidumbre y los primeros momentos de tensión. “Jamás pensé vivir una situación como esta. En Cuba tuve la oportunidad de trabajar en la Escuela Latinoamericana de Medicina y allí pude conocer a personas de diversos países, amigos de Palestina, Israel… personas que han vivido un conflicto armado y nunca pensé vivir algo así”, comenta y ya la voz le cambia cuando habla de aquel horror.
“Todo nos tomó de sorpresa. La gran mayoría de mis compañeros decidieron irse desde el primer momento que comenzó el conflicto armado, algo que no pude hacer por asuntos relacionados con los papeles de emigración, algo recurrente que viven los cubanos recién emigrados. Estuve buscando tiquetes de avión para Serbia que es un país de libre visado pero todo se complicó muy rápido”.
La semana antes del ataque inicial estaban agotados casi todos los vuelos, me dice. “Ese lunes (21 de febrero) desperté y mis amistades habían tomado la decisión de salir, solo quedamos un compañero cubano que vivía conmigo y otros dos, que decidimos quedarnos, incluso trabajando esa semana”.
“De miércoles para jueves cuando iniciaron los bombardeos sentimos el impacto en el aeropuerto clarito clarito. Estaba despierta. Desde ahí todo empeoró. Me bloqueé completa. Salí corriendo para la cocina, me llamó por WhatsApp un compañero y no pude atenderlo del nerviosismo en un primer momento”.
“Yo vivía en un piso 13 y desde el ventanal se veía casi toda la ciudad, una vista preciosa. Cuando nos situamos frente a la ventana pudimos ver el resplandor del bombardeo. Sentimos el impacto y a esa hora a correr”.
Por suerte, desde la semana anterior Sara había previsto algunas cosas. “Tenía medio preparada una maleta, pero en ese momento empecé a tirar ropas dentro de la maleta, me puse muy nerviosa en medio de una situación como esa. Tienes que salir con los documentos necesarios, la ropa que tienes puesta, lo imprescindible. Por suerte vivía con un compañero de cuarto y él trató de calmarme, nos reunimos con los otros dos que quedamos y llegamos a la conclusión de que teníamos que bajar a un lugar no tan alto”.
“Fue cuando pensamos en buscar refugio. Fuimos para el sótano del edificio donde vivían los otros dos compañeros. Antes salimos a buscar víveres y en ese entonces los mercados estaban repletos de personas. El jueves en la noche ya estábamos en el sótano, con los vecinos del edificio: niños, mujeres embarazadas, familias enteras.
“Nosotros con suerte pudimos acomodarnos y podíamos a duras penas alcanzar señal para enterarnos de la situación, mayormente por Twitter. En esa madrugada se decía que ya Rusia estaba invadiendo Kiev.
“No dormimos en ningún momento. Era un nervio constante. Nos mirábamos entre los cuatro. No sabíamos qué hacer. Nuestras amistades nos sugerían vía WhatsApp que saliéramos del país, buscar alguna manera, pero uno con el miedo y la incertidumbre de para donde ir. Afuera están los tanques, la fuerza militar rusa en las calles.
“Sentimos bombardeos esa noche, aunque realmente no tan cerca de donde estábamos. El toque de queda a las siete de la mañana nos levantó, aunque realmente estuvimos casi 48 horas sin dormir, nos turnábamos pero yo no pude.
“Subimos al apartamento temprano en la mañana y lo primero que hicimos fue prender el televisor para informarnos. Fue una mañana incómoda. Los nervios nos llevaban a discutir entre los cuatro, no podíamos ponernos de acuerdo en el tema de salir o permanecer. En mi caso tenía mucho miedo de salir. Uno del grupo se fue primero en un ómnibus que le quedaba un asiento vacío.
“Estando en casa a plena luz del día las alarmas empezaron a sonar y siempre que sucedía esto tenías que permanecer donde estabas en casa o ir pronto para un refugio cercano. Bajamos otra vez. Estuvimos desde las 9:00 a.m. hasta las 4:00 p.m. en el refugio.
“Ya para ese entonces habían muchas más personas en el lugar. Conocimos a un muchachito de unos 11-12 años que estaba allí con su madre, ucranianos. Les preguntamos si creían que la situación podía empeorar. ‘Sí’, nos dijeron. Ellos habían decidido quedarse, cosa que no entendimos. El joven nos dijo: ‘Yo nací acá, ¿por qué tengo que irme?’. La madre se echó a llorar.
“Esa noche pudimos cenar en el apartamento mientras veíamos el resultado de las primeras negociaciones. En ese momento nos dimos cuenta que teníamos que salir del país. Arrancamos para la terminal de trenes con tanta suerte que hasta pudimos conseguir un auto para llegar allá.
El escape, la noche, el frío
“Vimos en las noticias que la zona del conflicto armado estaba como a unos ocho kilómetros de donde nos refugiamos, incluso atacaron una de las oficinas donde trabajaba… En fin, llegamos a la terminal de trenes sin pasaje y nos informaron que toda la noche iban a salir trenes gratis porque no había disponibilidad de tickets”, primer paso para la odisea que le esperaba a Sara y sus compañeros.
“Allí había muchísima gente, latinos también. Fue tanta la suerte que pudimos subirnos a un tren a las 8:00 p.m., de los que tienen habitaciones. Estuvimos viajando unas 7-8 horas hasta Lviv, una ciudad fronteriza con Polonia que aun no la han atacado.
Aquel lugar estaba repleto de personas intentando cruzar para Polonia. Pudimos encontrar un contacto que estaba llevando a gente para la frontera en auto. El tramo por carretera era bastante complicado por la cantidad de personas que estaban en situación similar. Hubo personas que estuvieron más de 24 horas caminando para llegar al punto fronterizo.
¡Un frío que no eres capaz de imaginar! Había allí miles y miles de personas, muchos en grupos haciendo fogatas para aliviar el frío. Entramos a una pequeña casita, una especie de refugio para pasar la noche. Nos tiramos en el piso a dormir junto con africanos, hindúes, gente de casi todas partes…
Fue una noche bastante fea. Intentamos pasar la frontera comenzando la noche pero no abrieron en ese momento. Al otro día fuimos temprano a hacer fila para intentar cruzar. Las mujeres y niños eran prioridad. En el caso de los hombres era más complicado.
En cuanto pasamos hacia territorio polaco nos dieron de comer. Estuvimos alrededor de cuatro horas allí parados esperando salir del trámite de inmigración, bajo una tormenta de nieve con mucho frío. Al uno ser extranjero no te daban tanta prioridad. Mujeres, niños, familias de ucranianos primero y luego, nosotros.
Al salir del paso fronterizo de Polonia nos esperaban con cajas de insumos para luego tomar un ómnibus hacia un refugio, una nave inmensa llenas de canapés. ¡Los años que hacía que no veía uno! Había comida, mantas, estuvimos unas horas.
Luego decidimos alquilarnos en un hotel que es donde me mantengo hasta ahora, esperando para reincorporarme al trabajo. Me estoy tomando como un descanso de todo lo vivido.
***
A pesar de lo vivido, Sara se mantiene optimista: “Pienso regresar a Ucrania. Es un país maravilloso”, me repite con un tono de nostalgia en la voz. “Jamás llegué a sentirme tan bien allí como cuando estuve antes dos años en Uruguay, explica.
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“Recién estaba acostumbrándome al país, había creado muchas cosas a las cuales tuve que renunciar y ahora estoy obligada a comenzar desde cero”. Incluso añade que “días antes de todo lo ocurrido había renovado mi residencia allá y sí, voy a regresar. Ojalá esto pueda pasar pronto porque lo han destruido todo. Destruyeron y siguen destruyendo. Es muy triste”, afirma con cierto pesar.
“Como tal, tengo la oportunidad de hacer el cuento y es algo que no logré sola. Personas que yo jamás pensé conocer se preocupaban por mí a través de las redes sociales, pendiente a mis historias (de WhatsApp), trataba de dar noticias por esa vía siempre que podía. Tengo amigos que se quedaron y lograron transmitir en vivo lo que estaban viviendo y fue muy, pero muy feo. Aun no logro asimilar todo”.