Recuerdo todo con claridad. Yo era un niño tímido, muy callado. Mi padre trabajaba en la Industria Pesquera. Ocupaba un puesto de responsabilidad. Lo sé porque no olía a pescado. Es curioso, siempre llegaba a casa con piernas de jamón, cajas de dulces finos, tabacos y muy ocasionalmente, con un par de latas de pescado. Le escuché decir que no había nada más difícil que conseguir pescado fresco en la Ministerio de la Pesca.
También mi abuelo fue pescador. Humilde. Ese sí olía a pescado. También a ron, a colonia barata y otros punzantes que apenas soportaba. Pasó trabajo de niño. Cuando envejeció — y por las iniciativas estatales para proporcionarle una vejez digna— pasó más trabajo que nunca. Todo lo que le gustaba pertenecía al pasado. Su entusiasmo, y los placeres sencillos que esperaba de la vida desencajaban con las expectativas de los Sacerdotes de la Nueva Moralidad. Murió en una mullida miseria, con el hambre de toda la vida.
Mi padre se integró a su Tiempo sin perder un minuto. Se afeitó con su última Gillette y salió a comerse el Tiempo Nuevo. Respondió todas las llamadas e hizo méritos. Terminó como Cuadro de Gestión de Pesca. Administraba los rollos de pita e integró el Comité de Asignación de Anzuelos y Plomadas. Así por años. Su afición por las carnes de la tierra y el desinterés por el jurel acabaron con su carrera. Pasó a funciones que nunca entendí.
Por aquella época me regaló una caja de lápices de color. Era checa. Grafitos durísimos. Madera sólida. Sacarles punta consumía toda mi energía. Pero dibujaba peces y peces. Los que veía en los folletos de los planes quinquenales. Peces de película. La carne, los pasteles y los tabacos se alejaron hasta el horizonte. Se llevaron su buen humor y los lápices rojos y azules, los primeros en desgastarse. Seguí pintando mares verdes, amarillos. Sabía que el verde se lograba combinando amarillo y azul y traté de alcanzar el azul mezclando verdes con amarillo. No dio resultado. Sospeché que habían mejores maneras.
Me hice diseñador. Interesado en la posesión golosa de múltiples lápices rojos y azules para dibujar mis mares y cielos, banderas, cíclopes y chupacabras, dragones y gnomos. Mi padre falleció pensando en jamones hojaldrados. Nunca pude probarle que servía para algo. Y juré vengarnos. La vendetta è un piatto che va mangiato freddo. No tenía el menor apuro. Sabía que los inculpados eran poco menos que inmortales.
Cuando el Comité Popular me encargó el logo de la pescadería B36 mi corazón latió en otro ritmo. Era mi oportunidad. Elegí los actores comunicantes con sumo cuidado. Monté la estructura visual como un Maestro de Kintsukuroi. La agucé durante semanas. Cuando estuvo perfecto lo mandé a montar y me senté en el suelo a contemplar el Summum bonum de mi presencia en la tierra. La comunidad celebró el nuevo diseño. También los de la Pesca. En mi interior, los demonios satisfechos ya dormitaban. En la mañana siguiente llegó el aroma del mar. Gritos de gaviotas.