Uno de los bares más valorados por mis alumnos del Instituto Superior de Diseño (ISDi) fue, por muchos años —y quizás aún lo sea— el Diablo Tun Tun. Situado encima de la Casa de la Música de Miramar, en Playa, ofrece música en vivo y ríos de cerveza barata. La coctelería no es su punto fuerte; probablemente porque siempre está abarrotado y los buenos tragos llevan su tiempo. En su momento se le asoció mucho con Ray Fernández, quien tenía allí una “peña” semanal. No hay que decir que su nombre es extraordinario, incluso genial. Aunque la ocurrencia fue de Miguel Arcángel Conill Conill, más conocido como Miguelito Cuní. Y corresponde a una canción que compuso y cantó a menudo con el conjunto Chappotín y sus estrellas. Sencilla y graciosa, perfecta. Una canción sobre el diablo, la lucha entre el bien y el mal y la amenaza de las tentaciones vitales. Pero el Diablo Supremo, como era de esperarse, no quedó tranquilo con su impronta en el Piano Bar. Si bien se cometían allí todos los pecados inscritos en la Guía del Pecado y se verificaban los excesos del cuerpo y el espíritu, a Lucifer le resultaba intolerable que los pecadores agradecieran exclusivamente a Dios su oportunidad de pecar tan imprudentemente. Se fue así a contaminar otros espacios.
Me enviaron hace un tiempo este logo, que supongo pertenezca a una cafetería cubana. Otro ejemplo de que el adjetivo, —fast en este caso—, no convence de todo lo rápido que supone. Posiblemente lo único que sobra en Cuba es tiempo. La oferta para disipar las horas de nuestra existencia son infinitas. No hay nada que se pueda hacer rápidamente. Sin embargo, proponemos que uno de los momentos más disfrutables del día, la hora de comer, transcurra lo más rápidamente posible. Debemos tragarnos la comida para ir a hacer una cola con toda la calma del mundo.
Nuestro Tun Tun Fast Food nos cuenta a través de su discurso visual que los alimentos llegan o se sirven en patines —simbólicos de seguro— y a gran velocidad. Su imagen se inclina por efecto del viento y la velocidad y ondula como una bandera. Sin decir mucho y con algún tino nos orienta perfectamente hacia los parajes de las hamburguesas y los perritos calientes. Ilustra casi científicamente las sinuosidades del ketchup y la mostaza. El logo no es lo inclusivo que cabe esperar. Dos palabras —fast y food—, dos trazas de salsa, dos letras T, dos “un” y dos parejas de rueditas consecutivas. Mejor no aparecer solo por allí. Desde el punto de vista formal es, según mi criterio, una mesa donde reposan las piezas desarmadas de un logo que nadie sabría cómo armar. “Tun tun” es casi lo mismo que “Toc toc”, sonido que hacemos al tocar la puerta. Algo que llega —porque no es lo común tocar la puerta desde dentro. Y lo que se presenta, en nuestra mente de animal indefenso ante las fuerzas vivas de la naturaleza, puede ser peligroso. No nos gustan las visitas imprevistas desde que se conquistó el fuego. No nos gustan los “Knock Knock”. Preguntar a Keanu Reeves. En un oscuro recodo del subconsciente asociamos las llamadas invasivas al riesgo, a la mala noticia. Tun Tun Gaming parece entenderlo perfectamente asociándose al misterio, a la oscuridad y a lo demoníaco.
Sin embargo, Tun Tun Food, un negocio paraguayo, parece haber encontrado la manera de despertar una sana curiosidad desde el toldo alzado de su pequeño Food Truck. Quizás porque tanto espacio abierto, tanta circulación de aire, de claridad, reduce el sentimiento de aversión a lo inesperado. El color predominante es cálido, un naranja temperado que irónicamente resulta de la combinación de los rojos y amarillos que nuestro Tun Tun deja a su buena suerte.
Los isleños podemos jugar con los recursos de identidad, porque todo es un juego. Vender comida, comprarla, el comer, el dormir —y su tal vez soñar—, son a menudo simulaciones, aproximaciones inocentes a los usos del mundo real. En el negocio de Paraguay percibimos la urgencia de aceptación. Algo que lastra en alguna medida el emprendimiento local es que el fracaso absoluto es prácticamente imposible. Se emprende para prosperar, pocas veces para vivir. Y se entiende, que el que tiene quiere más. Y quien tiene más es el que está en mejores condiciones de incrementar su patrimonio. Aún así padecemos barreras que son fáciles de percibir con el sentido extra que hemos desarrollado en el último medio siglo. No es necesario tomarse muy a pecho la visibilidad. No es siquiera recomendable lucir demasiado bien. Tener un bonito logo, un gran cartel, anuncios… todo eso atrae la mala entraña, una atención también funesta. Ese feeling pálido —inaprensible—, entra en el tejido de la gráfica, en la mente del diseñador —al menos del diseñador comercial— y los condiciona. Es una teoría arriesgada, pero cientos de logos, y su estudio, terminan por confirmarla. El todo lo condiciona todo.