Vence la miseria de tener miedo.
Cámbiate por lo Desconocido.
¿No ves, entonces, que él es mayor?
¿No ves que él no tiene fin?
¿No ves que él eres tú mismo?
¿Tú que andas olvidado de ti?
Cecilia Meireles
De la artista afronorteamericana Kara Walker, son notorias sus gigantescas obras plagadas de monstruosos personajes en posiciones grotescas y obscenas, con frecuencia aludiendo a un fantasmagórico pasado esclavista —no tan pretérito, bien lo sabemos. Sobre la pared, sus figuras asemejan sombras chinescas: nos persiguen, fustigan, hieren y golpean. La dolorosa sexualidad perturba demasiado. La plantación que no desaparece. Sus horrores aún proyectándose sobre nuestro presente.
“Color cubano” llamaba alegremente Nicolás Guillén —Batista, no Landrián— a la mescolanza racial que definía como esencia constitutiva de la nación. Su vaticinio se ha cumplido. La población cubana actual es eso: indefinido color mestizo. Enhorabuena, pero, ¿qué hay detrás? ¿Alguien recuerda? Todos repiten también entre jaranas la proverbial interrogante, “¿y tu abuela dónde está?” A la que pronta se le suma la respuesta también proverbial, “el que no tiene de congo, tiene de carabalí.” Muy bonito. Muy conciliatorio. Mas, entre proverbio y proverbio, la abuela permanece escondida en el fondo de la casona colonial, del penthouse en El Vedado, la finquita en el centro de la isla, o el humilde solar. En fin de cuentas, Guillén Batista dejaba a la negra en la popa del barco en cuya proa iba el blanco español.
Imagino a los personajes de Guillén en algunas de las escenas evocando la sexualidad entre blancos y negros, amos y esclavizados, que recrea Kara Walker en sus piezas. Estática y hasta a veces divertida, suelo permanecer por varios minutos cada vez que en un museo o galería me tropiezo con alguna de ellas. Lejos de provocarme asco, sus lascivas figuritas me hacen reflexionar. En alguna ocasión, me he imaginado a mí misma entre ellas.
“Nadie habla de hombres blancos amando a mujeres negras”, escribió Bell Hooks en uno de sus tantos ensayos dedicados a celebrar la posibilidad del amor como solución dentro de nuestro racializado mundo. Llevaba, como de costumbre, razón. No es ese un tema sobre el que a la mayoría le guste meditar, en Cuba ni en ningún otro lugar del planeta. ¿O es que ya hemos olvidado la álgida polémica que levantó entre cubanos aquella telenovela, “Tú”, donde Yanara, interpretada por la actriz negra Yessica Borroto, es deseada por tres hombres de piel más clara que la suya? ¡Sacrilegio!, se insultaron algunos. Ahora ya anda por las pantallas una telenovela brasileña al parecer con la intención de cantarnos una oda a la democracia racial (la protagonista es una rubia pobre y al comenzar su historia parecía aún enamorada del padre de su hija, un chico negro que la abandonó 17 años atrás). Pero, como buena producción de O’Globo, la telenovela “Suerte de vivir” (“Bom Sucesso”), no conseguirá hacernos creer en una paradisíaca realidad de total concordia racial, se los digo ya. Mas esperaré al final para comentarlo; no es mi intención quitarles el sabor del suspenso, robarles una de las escasas fantasías que perduran en la cotidianidad. Sólo diré que no es nada fácil, eso de elucubrar y recrear lo que pasa entre las carnes negra y blanca. Mucho menos si la de piel negra es la mujer.
He tenido bastantes amores y amantes blancos. ¿Demasiados? No me interesa determinarlo. Han sido los que son. No me avergüenzo: he disfrutado y amado. Eso es todo lo que importa. De joven, sin embargo, me dolía que me gritaran “piola”. No sé si aún se usa ese término para provocar el bochorno en las negras y negros que teníamos relaciones con personas blancas. En los ochenta y los noventa era palabreja corriente, gritada con sorna o aversión, o con sorna y aversión. Todo mezclado, todo mezclado. En la guagua, caminando por las calles de El Vedado o sentada en la parrilla de la bicicleta de algún muchacho blanco, me miraban con reproche. Mi adorable profesora de guitarra, que me quería tanto como yo a ella, no podía sin embargo evitar repetirme, “cada oveja con su pareja”, esperando que algún sábado yo le presentara a un chico negro. Y los hubo, pero no los llevé nunca a su clase, tal vez por recalcitrante que soy. Toda respuesta mía a la profesora se limitaba a encogerme ligeramente de hombros y permanecer muda. Total, si igual seguía saliendo con muchachos de todos los colores.
Años más tarde, de regreso a la isla con el esposo francés que luego sería el padre de mi hijo, alguien —no me volví a mirarlo— en el Malecón me gritó: “mulata, deja ese blanco y ven conmigo, que lo tuyo está aquí.” No soy mulata, siempre he sido negra. Pero ya sabemos también que la gente sufre de daltonismo según las intenciones del discurso, el contexto, las apariencias. En fin, ¿qué hacerle? Yo entonces amaba o creía que amaba a aquel hombre del que una década después me escapé volando, literalmente, de París a Brooklyn. Queda, de aquella historia, un hijo mestizo, que ni quiere ni intenta esconderme en el último cuarto de la casa. Tampoco puede, el pobre, soy la dueña de mi casa.
Hay también, alrededor de mi historia de mujer casada y divorciada, un puñado de hombres con los que he tenido relaciones más o menos intensas o memorables. De los hombres negros hablaré otro día. Hoy, sólo por casualidad, recordaré algo de algunos de aquellos hombres blancos. Con cariño, incluso a veces con amor. Pero, siempre, la diferencia de pieles se extiende sobre cada recuerdo, aunque intente sacudírmela de encima.
Vengo de una familia donde la búsqueda de la armonía racial se infiltra profunda en nuestras raíces. Mis padres, mis abuelos, y los que vinieron antes de ellos, intentaron siempre sustraerse a estructuras y predicamentos sociales que se orientasen hacia la separación entre negros y blancos. Así crecí, bajo la palabra de un tío abuelo que en los tempranos años 50 fundó la primera sociedad multirracial en su natal Guantánamo —entonces dividido en sociedades de recreo exclusivamente para negros, mulatos y blancos—; y de una abuela que no quiso enviar a su hija a estudiar con las monjas oblatas —quienes proveían excelente educación para chicas negras— para evitarle estar solamente rodeada de niñas negras. Mis amigos desde la infancia hasta el día de hoy: un arcoíris del que tal vez se enorgullecerían mis antepasados y hasta el Guillén armonizador de colores. Curioso es, no obstante, que todos, mis padres, mis abuelos, bisabuelos y tatarabuelos, fueran inconfundiblemente negros. Es decir, hasta que me concibieron a mí, ninguno se ha casado con alguien que no fuera como ellos.
Yo en cambio soy la descarriada que anda dando bandazos sexuales y amorosos de una raza a la otra, picoteando en diversas culturas y desdibujando fronteras transatlánticas. Sin hallar la calma, empero. La cama ha sido un campo de batalla; porque el sexo y el amor son terrenos dominados por el poder —cualquiera sea el color de nuestra piel. Por eso, cuando nuestras sociedades adjudican ciertos grados de poder y desposesión a unos y otros, unas y otras, unes y otres, en función de la cantidad de melanina en la piel, es imposible que los ramalazos de lo que ocurre y se piensa en la calle no penetren en la oscuridad del cuarto.
Los blancos y los negros no hemos tenido nunca el lujo del romance apolítico,” escribe Brittney Cooper. Somos nuestra carne y nuestros fluidos intercambiados entre las sábanas pero, acechantes, están las burlas y los improperios desde la calle, el espectro de nuestros ancestros saltándonos encima, como las figuras endiabladas de Kara Walker.
¿Podemos salirnos del campo de batalla? ¿Salir, sexo mediante, de esa torturante omnipresencia de los prejuicios y el racismo? Hablo de sexo, no amor. Hablo de la carne. Hablo de los instantes más cercanos a la irracionalidad, cuando nos liberamos, dejándonos ser.
Tuve recientemente algunos encuentros con un hombre demasiado blanco y demasiado local, es decir, muy de Filadelphia, que es la ciudad donde ha plantado ahora sus coordenadas geográficas mi hogar. ¿Qué significa eso de “muy de Filadelphia”? No lo sé. Se palpa y se huele. Se respira. Se paladea. El hecho es que Mr. Filadelphia y yo no tenemos mucho en común. Tomo su rostro entre mis manos y veo un vikingo. El 83% de mi ADN es africano. Él juega golf y no se pierde un partido de los Eagles o los Phillies (los equipos locales de fútbol americano y baseball). Yo, en uno de esos clubes de golf suelo esconderme en el bar: ¿cómo puede alguien demorar horas en hacer entrar en un agujero una inocente pelotica blanca? Si tengo que escoger algún deporte, prefiero el fútbol europeo; no entiendo el americano ni tampoco la pelota. Dice él —y no se lo creo, pero aparenté hacerlo— que no había probado mojitos hasta que yo se los preparé una noche de verano en que los Phillies perdieron contra los Marlins. Él, entretanto, me instruye en la degustación del whiskey y el café sin azúcar y con hielo. No obstante, por alguna razón que aún no consigo determinar, tenemos siempre mucho de qué conversar; y no es de cuestiones intelectuales.
Podemos entendernos en política, aunque no coincidamos completamente. Míster Philadelphia no habla español. Cuando hacemos el amor, tengo que traducirle todo lo que grito o susurro —si me alcanzan las fuerzas. Todavía hoy esas aventuras me resultan divertidas. Mañana, tal vez ya no. Supongo que en algún momento a ambos nos aburra o desespere tanta incongruencia. Pero quedará siempre la experiencia. Míster Philadelphia, tan distinto, con quien es imposible que pueda pensarme en armonía. Sin embargo, nuestros cuerpos se entienden; y tal vez el hecho mismo de nuestra irreparable distancia nos obliga a inconscientemente dejar a un lado aquellas diferencias que, si nuestras carnes no se atrajeran tanto, nos impediría acercarnos el uno del otro. Saber que somos tan diferentes nos libera. Nos hace reírnos de la batalla, por imposible. De tan lejanos, ni siquiera podemos encontrar el camino para luchar el uno contra el otro.
¿Y si fuera esa una posible solución para nuestras absurdas sociedades? Aceptar la plena, absoluta diferencia entre unos y otros y dejarse llevar por lo que sea que los cuerpos extraños entre sí se permiten. Sin mañanas, sin expectativas, sin agenda política alguna; cuerpos de todos los colores y formas, de todos los géneros y preferencias sexuales posibles y por inventar. Solamente, cuerpos. Lo decía Virgilio Piñera:
“¡Pero los cuerpos! Los cuerpos se tocan; los cuerpos, en contra de las almas, están hechos para la simple atracción. un cuerpo comunica con el otro ya que está hecho de lo mismo… Un cuerpo no espera del otro que lo comprenda sino que lo sienta… “
Muy interesante. Pero es que al final somos más que cuerpos. Ah, soy blanco.