Difícilmente se dé con un acontecimiento más pronosticado en los últimos setenta años que la muerte de Fidel Castro.
Dijeron que lo habían matado cuando asaltó el cuartel Moncada; cuando desembarcó en aquella costa cenagosa al frente de un grupo de náufragos (Che dixit), sin tener la menor idea de dónde estaban; cuando el ejército lo sorprendió en un cañaveral equivocado llamado Alegría de Pío; cuando Batista mandó a 12 mil soldados a cazarlo en el verano de 1958.
Sobrevivió a todo eso más bien de puro milagro.
La CIA y una poderosa contrarrevolución pusieron toda su fuerza en eliminarlo, desde 1959. Por entonces se iba a comer arroz frito por la madrugada a la calle Infanta, o a tomar batido de chocolate en la cafetería del Hotel Hilton, casi sin escolta ni “segurosos” que chequearan minuciosamente la cocina.
Le pusieron caracoles-bomba donde iba a hacer pesca submarina, le mandaron tabacos con explosisvos, reclutaron agentes entre sus allegados para asesinarlo. Algunos de esos estuvieron muy cerca de hacerlo.
En mi experiencia dando conferencias y clases en EE. UU. acerca de Cuba, la pregunta de cajón era “What will happen when Fidel Castro dies?” (¿Qué pasará cuando Fidel Castro muera?). Mi respuesta, que intentaba explicar la estabilidad del sistema cubano más allá de su persona, empezaba diciendo “If he ever dies…” (Si es que alguna vez muere…).
No solo sobrevivió, sino que se volvió una figura mundial, que imprimiría velocidad a la segunda mitad del siglo XX. Apenas nueve años después de fracasar en su intento de apoderarse del Cuartel Moncada en Santiago de Cuba, protagonizaba acontecimientos mundiales como la Crisis de los Misiles, cuando por primera vez el valor de una revolución en un pequeño país del Tercer Mundo pudo medirse en la balanza de toda la humanidad.
Su liderazgo atravesó periodos tan adversos como el fracaso de la zafra de los diez millones en 1970 y el colapso económico e ideológico que acompañó el fin del socialismo soviético en la década de 1990. Sufrió reveses como el fracaso de los guerrilleros cubanos en Venezuela y en Bolivia en la década de 1960, tensiones como los quince años de campañas guerreras trasatlánticas y batallas contra el poderoso ejército sudafricano, la derrota de sus aliados sandinistas en la Nicaragua de la década de 1980, la muerte y prisión de colaboradores cubanos durante la invasión de los marines a Granada, la soledad y el desamparo que siguieron a la debacle de la Unión Soviética.
Durante todo ese tiempo, mantuvo un régimen de trabajo diario alucinante, con apenas tres o cuatro horas de sueño, ocupándose de todos los problemas nacionales e internacionales que puedan imaginarse. A los 80 años empezó a librar lo que se auguraba como su último round, esta vez contra el embate de su edad.
¿Cuál era su imagen entre los cubanos? ¿Qué significaba para ellos sus ideas, su liderazgo, su persona?
Recuerdo que desde antes del derrocamiento de la dictadura de Batista, sus partidarios eran “los fidelistas” y él era simplemente “Fidel”. Llamarle Castro marcaba, al oído de cualquier cubano, una posición contraria, un rechazo. “Castrismo” no circula en Cuba sino como un término importado, extraño a La Habana Vieja o Palma Soriano.
He dicho antes que se trataba de una relación contradictoria, pues “los cubanos”, ese conjunto heterogéneo de gente discutidora y opinante, no acompañaban ni aprobaban todas sus políticas. Los que en Cuba o fuera de ella encontraban mal todo lo que él hacía o decía, así como quienes estaban de acuerdo con él en todo o discrepaban puntualmente, tenían con Fidel Castro un vínculo personalizado, una representación que no es la que suele tenerse con los políticos.
En este breve espacio no cabría la lista de los estereotipos con los que se le ha representado, y todavía se le evoca.
Para explicar la política cubana en los 80, la Rand Corporation produjo un diagnóstico psicopatológico de Fidel Castro, con síndromes extraídos de la mitología griega, hubris (prepotencia desmesurada) y némesis (venganza justiciera). Numerosas obras de periodismo investigativo (algunas basadas en historias recolectadas en Miami) se publicaron sobre su vida. Otras diseñaban escenarios de salida a la inminente desintegración del régimen que él presidía. Todas tenían el mérito de su impulso imaginativo, digamos, una Iglesia católica a la que se atribuía el papel de mediar en el conflicto interno, como el del Papa Karol Wojtyla en Polonia; o una transición cubana inspirada en los modelos de España (1975), Chile (1989), Checoslovaquia e incluso la unificación alemana (1989). En todas estas variantes se asumía la hipótesis de que él no estaba, porque se había muerto, o se había ido a disfrutar de sus millones en una isla del Mediterráneo.
Valdría la pena que un bibliógrafo especializado registrara esa especie de género de la literatura política de las últimas décadas en torno al armagedón cubano, dedicado a imaginar un futuro sin Fidel Castro.
La inmensa mayoría de los que se identificaron con Fidel y el programa de reformas y justicia social, y se alinearon ante el conflicto radical desencadenado por la clase alta y por EE. UU., no tenían la menor idea de lo que era el socialismo, o el comunismo, y menos todavía “la sociedad post-capitalista” (término de poco para acá, todavía más neblinoso).
Los que en 1960-61 ignoraban lo que era el socialismo, pero apoyaban su programa de reformas, se movían a favor de los cambios que Fidel encarnaba. Esos cambios —y no su carisma ni su barba, como pensaban los de la CIA— eran el cemento del consenso político.
Habría que diferenciar ese cemento y ese consenso del sentimiento que prevalece hoy entre quienes, con buenas razones y mejores deseos, quieren lo mejor del socialismo anterior y lo mejor de un capitalismo “popular”. Aquello era una fuerza social y política; esto resulta apenas —dicho sea con todo respeto— una carta a los reyes magos.
Según otro estereotipo muy común, Fidel Castro andaba cazando molinos de viento por tierras allende los mares, como Don Quijote. Si hubiera sido Don Quijote, sus archienemigos lo hubieran cogido con alguna de las numerosas trampas que le tendieron en casi cincuenta años. Hay ejemplos de sus alianzas y astucias estratégicas que no tengo espacio para repetir. Solo quiero apuntar que no estaba preso de sus propios dogmas, ni su trayectoria puede explicarse simplemente por parámetros ideológicos. Era un político, no un filósofo ni un profesor de marxismo-leninismo.
Bajo su mando hubo una circulación de élites, e incluso líneas políticas renovadas. Aunque el politólogo Mario Conde (Tusquests, 2013, p.24) no concuerde conmigo, esa renovación generacional no es idéntica al periodo en que Fidel Castro estuvo al frente. Cuando dejó el poder, en 2006, en cada provincia ya gobernaban otras generaciones posteriores a la “histórica”, incluido Díaz-Canel. Para no hablar de la década de Raúl. Así que no fue un ciclo de sesenta y dos años.
Y en 2016, la muerte de Fidel llegó.
Hacía diez años, cuando enfermó gravemente, sus enemigos festejaron su fin, una vez más anticipado en vano. Al fallecer, había sobrevivido casi un cuarto de siglo a un best-seller de los años 90 escrito por un periodista de Miami, Andrés Oppenheimer, titulado La hora final de Castro, “el libro definitivo sobre Cuba”, según el Dallas Morning News. Fidel no falleció víctima de ninguno de los riesgos que corrió ni de los atentados planeados por sus enemigos, sino en su cama.
Al día siguiente, me fui al Parque Central para ver cómo estaba la calle. Algunos turistas que pasaban se acercaron a un grupo enfrascado en una intensa discusión cerca de la estatua de José Martí. Uno de ellos les preguntó a los discutidores si el tema era el acontecimiento anunciado la noche antes. Uno del grupo le respondió desde el banco: “No, amigo, hablamos de pelota, usted sabe”. Recuerdo la expresión de desconcierto en el rostro del visitante. Por Neptuno y San Lázaro hacia la colina de la Universidad de La Habana, la rutina del tráfico y los peatones semejaba la de un día normal.
Aunque, según orientación del Gobierno, las actividades educacionales y laborales se mantenían, muchos que mencionaban el hecho tenían una mirada triste. Solo en víspera del inicio del sepelio se suspendieron, para que todos los que quisieran hacerlo pudieran acompañarlo. Cientos de miles, viejos y jóvenes, fueron a la Plaza de la Revolución, y lloraron su muerte. Los motivos para lamentarla eran variados, como la población misma e igualmente mezclados, dentro y fuera de la isla.
El denominador común prevaleciente quizá fuera el sentimiento de que su legado le había dado un tinte muy distinto al país en el mapa del mundo.
En su última voluntad, Fidel había pedido que no le hicieran estatuas ni nombraran calles o monumentos con su nombre. Como ocurre con las grandes personalidades y líderes históricos, digamos, Abraham Lincoln y Mahatma Ghandi, su legado se extendió más allá de ellos mismos cuando murieron. Como me decía un amigo, los grandes muertos se convierten en campos de batalla entre los intérpretes de sus ideas.
Si en vida Fidel Castro tuvo enemigos formidables, los más acérrimos fueron los que una vez compartieron sus ideales. Este grupo incluye a quienes los perdieron, y no le perdonan que él siguiera enarbolándolos; se lo atribuyen a un afán mezquino suyo por seguir con el mazo y “la miel del poder”. Sin llegar a ese extremo, y sobre todo en los últimos tiempos, algunos otros le achacan las ilusiones perdidas de su juventud, reprochándole haberles inculcado sueños irrealizables.
Este debate tiene tantos entresijos que valdría la pena volver sobre ellos para repensar el presente. Siete años después, va siendo hora. Me gustaría decirlo con un verso del gran poeta chileno, Vicente Huidobro, el que cierra su “Elegía a la muerte de Lenin”: “Desde hoy nuestro deber es defenderte de ser dios”.
Concuerdo en todo lo expresado y en ese final retomando los versos: defenderte de ser dios. Repensar a Fidel desde la hondura de su obra épica, hasta sus contradicciones, es la mejor manera de mantenerlo vivo.