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Inquisiciones

El poder no tiene un solo asiento —digamos, el del Estado— ni se manifiesta con recursos únicos; por ejemplo, la coerción.

por Rafael Hernández Rafael Hernández
agosto 16, 2023
en Con todas sus letras
2
Museo de la Inquisición en Granada, España. Foto del autor.

Museo de la Inquisición en Granada, España. Foto del autor.

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Cuánto ha cambiado nuestra habla “en el transcurso de los días” (Marinello dixit). Hemos visto pasar los “pájaros” a “gays”, las “marimachos” a “lesbianas”, la “gusanera” a “oposición”, las “fleteras” a “jineteras”, los “conflictivos” y “problemáticos” a “izquierda independiente”, los “orientales” a “palestinos”, los “bitongos” a “miquis”, los “guaposos” a “repas”, los “mayimbes” a “gerentes”, los “rajaos” a “disidentes”. Aquellos zipizapes entre ñángaras y vendepatrias ahora son discursos polarizados; las compañeras y camaradas, señoras y muchachas; los bisneros, emprendedores; los curas falangistas y Radio Mambí, sociedad civil y medios independientes; los sinflictivos, autocensurados.

Me dirán que no todo ni todos han cambiado. Pues sí, mucha gente sigue usando términos muy peyorativos para decir lo mismo, llamándoles “tuercas” a las “invertidas”, “flojitos” a las “locas”, “prietos” a los “niches”, “pingueros” a los “bugarrones”, “pinchos” a los “mayimbes”, “tabacos” a los “teques”, “hijos de papá” a los “hijos de papá”.

Aunque lo parezcan, estas cosas del lenguaje no son solo pirotecnias verbales o materia folklórica. En primer lugar, como saben los lingüistas, porque los cambios de significante no son solo connotativos, sino denotativos, de manera que conllevan otros matices de significado. Incluso si lo fundamental del referente original se mantiene, el hablante asume una actitud nueva hacia ese mismo referente, que determina las palabras escogidas.

Lo segundo es el fenómeno no solo lingüístico, sino social y cultural, en un sentido más amplio, denominado “lo políticamente correcto”. Claro que la gente no habla igual en la sala de su casa que en un aula, en un bar o en las redes sociales. Ni usa el mismo léxico cuando parlotea con sus socios del alma que con desconocidos; con coterráneos que con extranjeros. Ni cuando escribe y cuando habla. Pero, aun considerando estas arandelas del contexto, lo más relevante en la lógica de “lo políticamente correcto” cambiante consiste en los factores que hoy median en esa selección de palabras, y cómo contrastan con los que rodeaban los antiguos modos de decir.

Desde hace bastante tiempo el mainstream ha dejado de ser lo que solía, y se ha movido en un cambio de fondo, en la actitud hacia el poder y hacia otras muchas cosas, incluida la visión misma del país. Ese cambio se refleja también en la ristra de términos peyorativos que puse en el primer párrafo, hacia mutantes de significado que pueden expresar reconocimiento e incluso legitimidad, donde los anteriores expresaban censura.

Ahora bien, ¿cuántos de estos cambios de nombres y nombretes en los discursos cotidianos responden al curso y los efectos de la política? ¿Fueron el Estado y su ideología oficial los que crearon remoquetes, etiquetas peyorativas, adjetivos degradantes o repulsivos, como algunos de los listados arriba? Y, ¿quién ha acuñado la mayoría de las palabras nuevas, casi todas desprovistas de connotación moral o ideológica, que han ido reemplazándolas?

Si la migración de significantes, como dicen los lingüistas, es un espejo de las relaciones sociales, no es porque sea un espejo de la producción y distribución de mercancías, los avatares de las empresas o los campos de cultivo, las oficinas de gobierno o las redacciones de los periódicos. Esas nuevas maneras de hablar —y de pensar— se derivan de cambios en las relaciones entre grupos sociales reales, tanto hacia el poder como entre ellos mismos.

Si me permiten ilustrar esta perorata lingüística con un ejemplo, recurro a lo que le ha pasado a la palabra compañero/a. Años ha, cuando la migración del significante de compañero/a a señor/a empezaba a transitar, discutí el punto en un texto sumergido hoy en la neblina del ayer de los 90. Recuerdo que uno de mis viejos amigos de Filosofía veía en el fenómeno un peligroso síntoma del regreso de los modos del capitalismo a nuestra vida cotidiana. Yo, que no lo veía tan grave, ensayaba a explicarlo de la siguiente manera:

Si este desplazamiento tuviera solo como escenario el sector privado, los hoteles de turistas o los lugares adonde concurre gente de alguna manera privilegiada, podría juzgarse como reflejo de una nueva percepción de valores en esos espacios, y atribuírsele al auge de los asociados al capitalismo. Sin embargo, la extensión del señor/a al conjunto de la sociedad hace pensar en otras causas. Digamos, un proceso de desgaste o vaciamiento del significado subjetivo original de compañero/a, de su degradación semántica en el abuso del discurso cotidiano, donde habría dejado de ser un referente de identidad para convertirse en un apelativo formal. En mi interpretación, ese cambio expresaba más bien una revaluación del discurso a nivel del trato interpersonal. De manera que estaba implicando la recuperación del sentido original del apelativo compañero/a, como identidad social y política compartida, en vez del uso indiscriminado y devaluado por el tiempo. Desechar su uso genérico impuesto por el uso y la fuerza de la costumbre, estaría devolviéndole su dignidad, su sentido primordial.

Me figuro que ya nadie se preocupa cuando quienes se identifican con el socialismo usan lo mismo señor/a que compañera/o, según venga al caso. De manera que esa flexibilidad en los patrones culturales que marcan los modales del trato no se perciban necesariamente como motivo de alarma ni señal de que estamos perdidos. Digo que me figuro, aunque sé que hay excepciones, tanto abajo como arriba, que ven fantasmas amenazantes en casi todo lo que nos rodea.

Quizá sea un consuelo para quienes piensan así el hecho de que hay otros igualmente preocupados del otro lado del espejo, digamos. Lo viví en una cola de Inmigración en el aeropuerto de Miami. Una mujer mayor recién llegada, dirigiéndose a una funcionaria del INS, ambas cubanas, le había llamado “compañera”. La aludida le contestó en voz muy alta, para que nadie se volviera a equivocar: “Aquí se dice señora, no compañera”. Para usar un término apropiado, digamos que la censuró.

En resumen, si algunas de esas palabras mutantes y las actitudes que las generaron tuvieron origen en la estructura de poder o en una conga estudiantil, en la frase de un prócer o en un barrio de La Habana profunda, el hecho es que aquí y ahora se replican y mantienen vivas porque se han implantado en la manera de hablar —y de pensar— de muchos.

Cuántas veces me tocó presenciar cómo algunos se ofendían cuando, por ejemplo, un policía los llamaba “ciudadano” en vez de “compañero”. Como si el apelativo no respondiera a un trato formal legal, sino que estuviera excluyéndolos de una condición a la que pertenecían. Me pregunto si es la nueva Constitución, donde el término “ciudadano” se repite constantemente; o si es porque Raúl Castro la usaba muy a menudo en sus discursos; o si simplemente es que la gente no le presta atención a términos de un código político que no la motiva demasiado.

El ciudadano que se sentía censurado, o sea, restringido en su identidad política, porque el policía no le decía “compañero”, puede que siga siendo sensible a otras censuras, vengan de donde vengan. Porque no todas vienen del mismo punto, ni exhiben el mismo poder; no solo por su escala, sino por su índole.

Hoy sabemos, con Michel Foucault y desde antes, con Antonio Gramsci, que el poder no tiene un solo asiento —digamos, el del Estado— ni se manifiesta con recursos únicos, por ejemplo, la coerción. Sabemos que se ejerce en contextos particulares, donde poderes de menor escala y capaces de incidir en mentalidades y grupos pueden resultar incluso más eficaces que los grandes aparatos.

Pongamos por caso el hecho de que algunas instituciones religiosas históricamente subalternas han sido censuradas, es decir, descalificadas y excluidas, por otras que las han dominado durante siglos, y siguen llamándolas hoy animistas. Que han llegado al punto de considerarlas indignas de sentarse, con sus atributos propios, junto a otras denominaciones en la Plaza de la Revolución, durante la misa del Papa, o de dedicarle un toque de tambor ritual en su honor.

Algunos piensan, por cierto, que todo esto de la censura, la exclusión, la vigilancia o la violación de los derechos tiene una naturaleza muy diferente en los tiempos modernos. Sin embargo, hay patrones y fenómenos muy antiguos, que los historiadores han sacado a la luz, como los relacionados con la Inquisición.

Según Henry Kamen, los poderes atribuidos a esa institución eran parte de la imagen que los propios inquisidores crearon en su momento, en cuanto a pretender representar la voluntad divina y la del Estado, de controlar los actos, las creencias, las lecturas y hasta el pensamiento.

No es posible entender cómo la Inquisición pudo ejecutar las acciones que se le atribuyen si no se sitúan en el contexto histórico y social de los siglos XVI y XVII. Los autos de fé del Santo Oficio contra musulmanes —y sobre todo contra los judíos— tuvieron lugar en un tejido social en el que habia existido durante siglos una relación de intimidad, no exenta de conflicto, pero sellada por la convivencia, entre estas comunidades y las cristianas. Convivencia atravesada por diferencias de estatus social y económico, y marcada por la discriminación y la segregación ideológicas de los grupos subalternos; aunque también por cierta tolerancia social. En esa medida contradictoria, la sociedad de la época facilitó que pudieran ocurrir aquellos excesos.

Claro que el terror implantado por los tribunales de la Inquisición quemando mujeres acusadas de brujas no se justificaría por esos prejuicios y discriminaciones sociales. Pero estos sí explican que pudiera ejercerse durante tanto tiempo, y con la colaboración tolerante de la propia iglesia y el Estado, los que, por omisión, fueron también responsables de la censura, el castigo y los crímenes de la Inquisición.

Seguirle el rastro a esta historia, de la que tanto podemos aprender, resultaría fascinante. A reserva de volver sobre algunos tópicos más de la cultura inquisitorial en otro momento, quiero dejar apuntado en este breve espacio la identidad de tres especies que conservan cierta significación todavía: los herejes, los criptojudíos y los “cristianos nuevos”.

A diferencia de los “cristianos nuevos”, que renegaron de sus creencias en el Corán y el profeta Mahoma, o en la Torah y el judaísmo, los herejes no abandonaron el Nuevo Testamento ni la Biblia. Al contrario, crearon nuevas maneras de interpretarlos, de aplicar sus enseñanzas, de acercarse al mismo Dios y el mismo Jesús, y siguieron buscando el reino de los cielos por ese camino, no en creencias opuestas. En vez de achicharrar a los que tenían otros dioses, se dedicaron a predicarles el mensaje de Jesús, y a confiar en que la verdad los iluminaría. Por las buenas, no por las malas.

Como se sabe, en vez de destruirse, la doctrina cristiana se enriqueció y renovó con esos herejes, así como se debilitó con la Inquisición.

El criptojudío, y su equivalente musulmán, fue una variante trágica del ejercicio de la fe —o más bien del miedo a profesarla. Buscando adaptarse a circunstancias adversas, amedrentados por las consecuencias de mantenerse fieles a sí mismos, renunciaron nominalmente a su fe, y pretendieron seguir ejerciéndola secretamente. Por el día servían a Jesús y la Virgen María, o lo aparentaban; por la noche, leían el Pentateuco. Fueron la contraparte perfecta de la Inquisición: una encontraba su razón de ser en el otro.

Por último, los “cristianos nuevos”, o marranos, con el significado de marrar (equivocarse, fallar, no de ser un cerdo), no solo renegaron de su fe anterior, sino adoptaron la nueva con el mismo o, incluso, mayor fanatismo. En el contexto de la Inquisición, fueron los más celosos guardianes de la fe adquirida, delataron a sus antiguos correligionarios y, cuando les tocó ser jueces, mandaron a quemar a más judíos y musulmanes que nadie.

El “cristiano nuevo” podría considerarse el modelo en el que, digamos, Heberto Padilla pudo inspirarse en 1972, para su egregio mea culpa, cuando se acusó a sí mismo y, de paso, a media docena de otros escritores, a los que no tuvo reparo en exhortar a que se autoflagelaran junto con él, y renunciaran a Satanás, como en los autos de fe de la Santa Inquisición, según el paradigma clásico de un marrano.

Aunque la iglesia católica se ha hecho la autocrítica y pedido perdón por la Inquisición, unos quinientos años después de aquellos procesos, cabría preguntarse cuánto de esa cultura de la intolerancia y la coerción sobreviven hoy en todas partes.

Recuerdo la impresión que me produjo mirar de cerca los instrumentos de tortura en el Museo de la Inquisición, en Granada, hace unos años. Sin embargo, más que el despedazamiento físico, me impresionó la intención de sacarles pedazos de la conciencia a los procesados, meterse dentro de la mente de cada uno, de su intimidad como personas, y aniquilarlas moralmente. Traté de imaginar cómo sería sobrevivir a algo así. Y no pude.

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Rafael Hernández

Politólogo, profesor, escritor. Autor de libros y ensayos sobre EEUU, Cuba, sociedad, historia, cultura. Dirige la revista Temas.

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Comentarios 2

  1. jose dario sanchez says:
    Hace 2 meses

    time ys money !! No hagan perder el tiempo con sus censura !!

    Responder
  2. José Darío sanchez says:
    Hace 2 meses

    Si usted ha vivido en Cuba,como ciudadano con sentido común,no tendrá mucha dificultad para imaginarse viviendo bajo el Santo Oficio

    Responder

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