“Los negros cubanos miran directamente a los ojos de los blancos”, notaba impresionado un visitante norteamericano en 1907: “Para el estadounidense en su país, considerar al negro como un igual en términos sociales, políticos o incluso laborales, resulta una afrenta, una ofensa, por lo menos; para el cubano, no. Es así porque [el negro en Cuba] no sufre confrontación y dureza en todas partes (…) ni frialdad y resentimiento de parte del blanco (…) Las escuelas, las iglesias, los teatros, los hoteles, las playas, los tranvías, los barcos, en todos se encuentran presentes los blancos y los negros”.
Así describía R. L. Bullard las diferencias de los cubanos con los estadounidenses, en The North American Review, menos de cinco años antes de la masacre del Partido Independiente de Color. Obviamente, la mirada de este teniente coronel del ejército de Estados Unidos acerca de las relaciones interraciales en Cuba no era la de un cubano que viviera en la Isla, y menos aún la de un antropólogo o un sociólogo. Por lo general, los que vienen de visita miran las cosas con los espejuelos que traen. Sin embargo, aunque resulte una idealización de Cuba como “democracia racial”, al mirarla con los lentes polarizados de Estados Unidos, este militar sí reflejaba de soslayo las notables diferencias entre los dos lados.
Aún hoy algunos estadounidenses parecen desconcertarse al descubrir que, en contraste con EEUU, donde una gota de sangre africana o “latina” (hispanic, en la jerga de su Censo) descalifica para clasificarse white. En Cuba, quien “parece blanco”, automáticamente lo es en papeles. De hecho, incluso se puede no ser negro ni blanco, sino mulato, desde hace siglos. Ese mulato (antaño “pardo”), sin embargo, no aparece hoy en los documentos oficiales sino como “mestizo”, categoría censal inexistente en EEUU, pero presente en Latinoamérica y el Caribe.
Naturalmente, ninguna categoría o término genérico agota las representaciones sobre el color de la piel y los rasgos somáticos realmente existentes en la sociedad cubana, que el antropólogo Jesús Guanche se tomó el trabajo de compilar en una lista de 20 “fenotipos populares” (negro azul, cocotimba, moro, indio, jabao, color cartucho, trigueño, blanconazo, colorao, blanco orillero, lechoso…).1 Frente a esto, las categorías estadounidenses resultan más bien anodinas.
El peso de lo estadounidense en la construcción de la identidad cubana, reconocido por Fernando Ortiz en su teoría del ajiaco, ha quedado minuciosamente documentado en obras como las del gran historiador Louis Pérez Jr., de la misma manera que el insólito peso de Cuba en la imaginación norteña, desde el siglo XVIII, así como en la monumental colección y ediciones de Emilio Cueto. Ese espacio cubano-estadounidense no es solo simbólico, sino tan tangible que permitió a negros y blancos de ambos lados jugar por primera vez en un mismo terreno de beisbol, décadas antes de que Jackie Robinson lo hiciera en Estados Unidos.
Este encuentro entre sociedades, indispensable para comprender las relaciones Cuba-EEUU, siempre ha estado formado por múltiples capas y matices, que impregnan no solo las percepciones mutuas abajo, sino también arriba. Vistas con lentes del Norte, los cubanos han carecido, por ejemplo, de todo aprecio por el estado de derecho, según juzga un influyente reportero en 1917: “Les hemos dado el gran don de la libertad y el gobierno constitucional pero no les hemos enseñado nunca cómo usarlos (…) Nuestras responsabilidades no terminan por consiguiente en darle a Cuba las formas y títulos de la libertad. Tenemos que ayudar a mantener a Cuba libre, salvando a los cubanos de sí mismos”.2
¿Por qué esa “pesada carga del hombre blanco” acerca de Cuba —entre todas las tierras del mundo— para los Estados Unidos? ¿Cómo explicar su espacio desmedido en la mente norteamericana, antes de que despuntaran la amenaza soviética, la guerra fría, el totalitarismo comunista y otras abominaciones? ¿Será la quintaesencia ideológica imperialista? ¿Los intereses monopólicos de las corporaciones? ¿El racismo recurrente? ¿La condición maligna de sus gobernantes?
La explicación al canto viene de un fundador: “Confieso sinceramente que siempre he considerado a Cuba como la adquisición más atractiva (the most interesting addition) que pudiera hacerse a nuestro sistema de estados. El control que nos brindaría esta isla, junto a la Punta de Florida (with Florida Point) sobre el Golfo de México, y los países e istmos que lo bordean, así como de las aguas que confluyen en él, colmaría la medida de nuestro bienestar político”. Así le explicaba Thomas Jefferson aquel “buen espíritu que amó la libertad e infundió brío al pueblo adormecido” (según Martí) al presidente Monroe, adelantándose 75 años a la intervención militar en la Isla, y a lo que modernamente llamamos geopolítica.
A las petroleras estadounidenses no les gustaba la idea de refinar petróleo ruso en el verano de 1960. Pero estaban dispuestas a hacerlo. Fue el secretario del Tesoro quien les hizo saber que no debían aceptarlo, en el mejor interés de Estados Unidos, según se lamenta en sus memorias el mismísimo embajador Philip Bonsal. Lo que siguió fue la aplicación de la ley cubana anterior a 1959: las compañías fueron nacionalizadas. Ese hecho, naturalmente, le dio un impulso a la espiral de sanciones estadounidenses ya en curso, y remontó el conflicto hasta las nacionalizaciones masivas de octubre de ese año.
Sin embargo, no fueron esas nacionalizaciones las que pusieron en collision course las relaciones bilaterales. El plan de infiltración de 500 soldados concebido por la CIA a fines de 1959, al que Eisenhower le puso sello oficial en marzo de 1960 (cuando ya alcanzaba los 1400), estaba en desarrollo casi un año antes, con el código de Operación Pluto, más conocido luego como invasión de Playa Girón. De manera que la orientación del Secretario del Tesoro fue parte de una guerra caliente que arrastró consigo a Esso y Texaco, no al revés.
Esta secuencia pormenorizada ilustra que ni las nacionalizaciones ni el estrechamiento de relaciones con los soviéticos determinaron el plan de barrer por la fuerza la Revolución, sino una razón geopolítica, no reductible solo, por cierto, a una ideología, a una vocación imperialista y menos a una personalidad presidencial. La lógica que jerarquizaba el entorno geoestratégico acoplaba con la idea de preservar, para decirlo en términos jeffersonianos, “el bienestar político” de Estados Unidos.
Claro que la definición de ese bienestar y los medios utilizados para lograrlo no son insignificantes. La política se trata precisamente de identificar el interés nacional y escoger los medios para conseguirlo. Así que cambiar estos medios, aunque sea para intentar alcanzar los mismos objetivos, no es cualquier cosa. Digo, excepto para aquellos que no ven diferencias entre portaaviones y cruceros turísticos. Un discurso que no repare en esas distinciones equivale al de un físico que, para diferenciar elementos o isótopos parecidos, algunos estables y otros muy inestables o radiactivos, prefiera una acuarela en vez de un espectroscopio (y los pinte más o menos iguales).
Reconocer la razón geopolítica no equivale tampoco a admitir el derecho de pernada de una gran potencia sobre cierto espacio donde habitan otros. Esa misma razón aconseja precisamente compensar el desequilibrio geopolítico, por ejemplo, mediante una política de alianzas. Cuando se hizo claro —para el gobierno cubano y para los grandes propietarios— que los EEUU se crispaban más ante el estilo de aquella Revolución que incluso ante sus propias moderadas reformas; cuando fue evidente que algo iba a ir mal entre los dos, una vez más, el joven gobierno lanzó a sus embajadores por el mundo, en busca de aliados, donde los encontrara. “Fue un error aliarse con la URSS y el comunismo” es una frase repetida ad nauseam, como si a Cuba le hubieran sobrado entonces las puertas abiertas. Lo que algunos despachan como un impulso ideológico irreprimible —en la jerga de la guerra fría, “exportar la Revolución” y “convertirse en cabeza de playa soviética”— ocurrió en medio de una crítica situación política de sobrevivencia.
Es bastante conocida la conversación privada que, cuatro meses después de Playa Girón, tuvieron el Che y Richard Goodwin, donde este tuvo la impresión de que “Cuba deseaba un entendimiento con los EEUU”. Se sabe menos sobre algunos detalles de este diálogo. Según el informe del alto asesor de JFK, el Che afirmó que Cuba estaba dispuesta a compensar a las compañías nacionalizadas el año antes (“por vía comercial”), a no establecer alianzas políticas con el bloque socialista (aunque sí a mantener relaciones y expresar simpatías) y sugirió que aceptaría “incluso discutir el tema de las actividades de la Revolución cubana en otros países”. Para Goodwin, el Che solo trazaba un límite: los cubanos no iban a discutir “ninguna fórmula que implicara abandonar el tipo de sociedad a la que estaban consagrados”.
Para responder este ramo de olivo ofrecido nada menos que por el Che Guevara, Goodwin le recomienda a JFK enfatizar la guerra económica (economic warfare), “dirigir actividades de sabotaje contra sectores claves de la economía”, ejercitar maniobras militares no anunciadas, “continuar y elevar el nivel de las actividades encubiertas” y “crear un Pacto de seguridad en el Caribe”, que antagonice con la “psicología de coexistencia pacífica que Castro está tratando de crear” y pueda “servir de pantalla para algunas de nuestras actividades”.3
Cuando se mira detenidamente este hecho, uno no puede menos que preguntarse lo que hubiera pasado si EEUU se hubiera sentado a conversar con un Gobierno tan amenazado, en medio de una situación de guerra civil, que no obstante respondía con un ramo de olivo. Qué habría pasado no es una pérdida de tiempo, tanto ante aquellos que despachan la Revolución como una especie de error sintáctico en la gramática de la Historia, como ante los que creen, por el contrario, que esa historia brota de una mano invisible que escribe con una única caligrafía, casi como al dictado.
Para esos linealistas de los dos lados, lo que ha pasado entre Cuba y los EEUU es una tragedia o una epopeya, cuando en realidad se acerca más a una novela, cuya trama se vuelve más complicada en cada capítulo.
Resulta medio raro que Cuba “exportara la Revolución” y, al mismo tiempo, orbitara como “satélite de la URSS”, cuando a los soviéticos no les gustaron mucho nunca “las aventuras guerrilleras” cubanas por Latinoamérica y África. En todo caso, si esos eran los dos motores que impulsaban el conflicto Cuba-EEUU, la “exportación de la Revolución” hacia Africa y Centroamérica finiquitó a fines de los 80 y la URSS dejó de existir a inicios de los 90.
El enigma parece ser entonces: ¿qué ha mantenido volando ese avión, que se ha quedado sin sus dos motores? Quizás fuera que el eje del conflicto estaba realmente, parafraseando el límite trazado en aquel encuentro en Punta del Este, en “el tipo de sociedad a la que [los cubanos] estaban consagrados”. Es decir, el sistema mismo.
Si fuera así, ¿quiere decir entonces que no es la geopolítica, sino la política doméstica cubana la fuente real del conflicto? ¿O que, del otro lado, esa fuente se ha mudado de Washington al sur de la Florida? ¿Significaría entonces que el curso de las relaciones depende de cómo caminen los cambios en la isla? ¿O más bien de una escuadra de intransigentes congresistas cubanoamericanos que mantienen vivo el antagonismo?
Si se tratara de entender el presente y el futuro como flujo de una complicada historia, y no nada más como ese “diferendo bilateral” que algunos repiten, lo primero sería identificar las cuestiones básicas para entrever el horizonte de esas relaciones, detrás de la verdolaga de opiniones que lo nublan. Cuáles son estas preguntas requeriría detenerse un momento.
Notas
- Jesús Guanche, “Etnicidad y racialidad en la Cuba actual”. Temas # 7, 1996.
- George Marvin, “Keeping Cuba Libre”, World´s Work, Sept. 1917, p. 553-67.
- Memorandum for the President, Dick Goodwin, “Conversation with Comandante Ernesto Guevara of Cuba”, August 22, 1961. Clasificado SECRETO. Desclasificado el 8/8/94.
Magnífica explicación del conflicto. Genial!
Creo que este artículo en un afán conciliador, puede haber pecado de andarse con paños tibios. La agenda de Fidel, quien tuvo en sus manos el poder de dirigir la descomunal energía de la revolución, fue siempre radical, si bien su discurso no lo fue tanto en un principio. Por otra parte estaba la siempre férrea determinación de la oligarquía de EEUU de no perder ni otorgar a sus satélites la más mísera soberanía económica. El choque era inevitable… y quizás hasta necesario desde un punto de vista dialectico en ese momento histórico.
El tercer mundo lucha, y seguirá luchando por la justicia económica que el liberalismo no crea espontáneamente. Esa inconformidad es más o menos ciega, lúcida o acertada. A veces se aferra a una ideología, a veces a una religión. Para terminar las convulsiones y las revoluciones, hay que terminar con la pobreza, la inequidad y la dominación.
por fin,fidel era comunista o los americanos hicieron la revolucion comunista en contra de los deseos del Comandante ?? No entiendo el por que se quiere negar la genesis comunista a la Revolucion ????? No se acomplejen,por favor !! Este no es el momento !!!Sientanse orgullsos de haberse burlado del Imperio !! Ese es el legado …..o no ??