Numerosos acontecimientos y personajes de nuestra historia involucran leyendas y mitos. Desde el popular bandido Manuel García, la cortesana Macorina, el aeronauta Matías Pérez, el alcalde y capitán de milicias Pepe Antonio Gómez, el heroico abolicionista José Antonio Aponte, hasta criaturas inefables como el Caballero de París, sus imágenes fueron urdidas por cronistas de prensa y radio, obras de teatro y testimonios, novelas “de misterio”, folletines y noticiarios, folklore urbano o rural, tradiciones familiares recreadas por generaciones, o simplemente “escuchadas a uno que estuvo ahí”. Ese es el caso del caballero de San Isidro, Alberto Yarini y Ponce de León (1882-1910).
Lo que apunto sobre Yarini y su época es, en buena medida, lo que reunimos hace un par de décadas mi amigo Dick Cluster y yo al proponernos una Historia de La Habana. Entonces decidimos que la política y la economía de la ciudad, su sociedad y cultura, sus protagonistas ilustres y anónimos, y sus peripecias, eran inextricables de esos mitos y leyendas, que expresaban los sueños y frustraciones de los cubanos en épocas sucesivas. Soslayarlos habría dejado fuera las mentalidades y los símbolos que le daban sentido a cada una, y que son el trasunto de lo que llamamos cultura nacional.
Claro que La Habana en los años más tempranos de la República no equivale a la imaginación de sus habitantes; ni consiste en ese metarrelato feliz de cromos ingenuos y postales superpuestas con que últimamente se intenta reflejarla, especie de Once Upon a Time in America. Sí que era la capital y vitrina de un Estado independiente y reconocido en la “comunidad hemisférica”. Pero nada de que ese Estado dirigiera los asuntos del país, porque las verdaderas palancas de poder radicaban en otra parte.
Para hacerse una idea más cercana a la realidad de la Cuba de Yarini, aun sin recurrir a los textos de Roig de Leuchsenring y Le Riverend, basta sumergirse en Generales y doctores y sobre todo en Juan Criollo, de Carlos Loveira, que fuera su estricto contemporáneo. En estas fascinantes novelas se retrata, con lujo de detalles, lo que el gran historiador Ramiro Guerra (no precisamente comunista, por cierto) llamaba “el fracaso sin esperanza de la República”.
Para la inmensa mayoría de los cubanos, incluidos los nacidos en una familia de clase media alta que podía mandarlos a estudiar a EE. UU., como Alberto, acceder a los centros del poder económico y la riqueza no era viable solo con las reglas de “la libre competencia”. En aquel orden republicano quienes tenían grandes aspiraciones de “prosperidad individual” y no habían heredado latifundios o millonarias cuentas de banco, tenían como avenida más segura la que conectaba con la finca de la política; o sea, el Estado como tal.
Los vasos comunicantes entre el cargo político y la corrupción, entre los negocios y el mercado del juego y el del sexo estaban ahí. Yarini supo dar con la esquina en que se cruzaban, precisamente en el popular barrio de San Isidro.
El soborno, vieja costumbre que había sobrevivido a la colonia, seguía practicándose como si nada, de manera que la corrupción en los contratos y la malversación en los cargos públicos hicieron eclosión durante el boom de obras públicas que fomentó la ocupación estadounidense (1898-1902). No en balde aquellos ocupantes eran duchos en operar las maquinarias políticas de sus grandes ciudades, como aquel William “Boss” Tweed, que manejaba Tammany Hall, comité ejecutivo del Partido Demócrata en la ciudad de Nueva York, sobre el que tanto escribió José Martí, a fines del siglo XIX, y que repartía puestos del Gobierno de la ciudad a sus compinches.
Las nuevas promociones de aspirantes a la elite republicana criolla se convirtieron en sus alumnos aventajados en la asignatura corrupción política.
Las causas de aquel Estado estructuralmente corrupto no eran —nunca son— morales, sino políticas; de manera que su remolino atraía a cubanos ambiciosos de todas clases y colores, edades y credos, conservadores o liberales.
Según la percepción reinante, sin embargo, era este último partido el que más “salpicaba” en su manejo de los fondos públicos, y también el que más se juntaba con los cubanos negros y la gente de abajo. De ahí la singular popularidad de aquel blanquito que, aunque militaba en el Partido Conservador, se vestía como un dandy, hablaba inglés a la perfección y frecuentaba a damas de la high, al mismo tiempo que se mezclaba con “la negrada” en San Isidro, tomaba ron con estibadores de los muelles, ejercía como chulo profesional y le disputaba el territorio a la mafia de franceses que controlaba la trata de blancas en el barrio, con un revólver plateado como el de los gangsters de las películas silentes que ponían en el Politeama, frente al Parque Central, y desfilaba con la crema y nata de su Partido montado en un caballo blanco por la calle Obispo. Porque si “aquel bárbaro” —como se diría hoy— ganaba las elecciones por el barrio, iba a repartir cargos y “botellas”, arriba-arriba, y permisos para kioskos de billetes de lotería abajo-abajo. De aquella sociedad que algunos historiadores evocan hoy como una época dorada de modernidad y liberalismo data el dicho popular “el que tiene un amigo tiene un central”.
No obstante, ni la corrupción política ni la necesidad económica explican del todo la mística que ha rodeado a Alberto Yarini. De todos los emprendedores sexuales y sargentos políticos en la historia de La Habana, fue el más honrado en el momento de su muerte, el más recordado y nimbado por un halo romántico. Era el “Príncipe Valiente” para los hombres de abajo, especialmente frustrados por tantas promesas incumplidas y admiradores del valor personal, y el “Príncipe Encantado” para las mujeres, aunque ellas supieran que en ninguna parte había príncipes de esos.
Su estilo marcadamente populista, sin resabios de superioridad moral o racial, así como su generosidad, experiencia con las mujeres y trato fácil con gente de todos los estratos sociales, distinguieron su estampa. No olvidar, por cierto, algunos resortes de su leyenda directamente vinculados al nacionalismo cubano, opuesto a la arrogancia norteamericana, así como a la inmigración europea que amenazaba los empleos y el orgullo de los nacionales.
Además de su dramática muerte, la anécdota más famosa del “Gallo de San Isidro” —título de la obra teatral de José R. Brene (1964) que lo tiene como protagonista— es una en la que rompe lanzas contra la discriminación racial y se enfrenta a los americanos.
En un café de la Acera del Louvre, el encargado de negocios de la embajada de EE. UU., J. Cornell Tarler, y su agregado comercial, se quejaban en alta voz de “la mala costumbre cubana de admitir a negros en los mismos locales que a los blancos”. El negro en cuestión era el General Jesús Rabí, comandante de las tropas cubanas en el ataque que brindó cobertura al desembarco norteamericano en Daiquirí.
Yarini, que entendió lo que decían en inglés, salió a pedirles cuentas a los americanos por su trato hacia el general Rabí, quien además de inspector de minas y bosques del gobierno, era masón y abakuá. Los trompones de Yarini con el diplomático de EE. UU. llegaron a la prensa en Cuba y en Tampa; y se propagaron en la habitual radio bemba habanera, situándolo como paladín de la defensa de la soberanía y de la democracia racial.
Esa postura contrastante con la típica de la oligarquía tenía lugar en un país en el que recién se había fundado el Partido de los Independientes de Color, por un grupo de veteranos negros y mulatos, decepcionados tanto con el Partido Liberal como con el Conservador, que pugnaban por un trato igual para la población afrodescendiente en el acceso a los cargos electivos y a los puestos gubernamentales.
Como se sabe, poco después el nuevo partido fue declarado ilegal, lo que condujo a una breve rebelión en Oriente, en 1912, y finalmente a una masacre de millares de negros y mulatos cuya cifra exacta no se ha podido determinar.
Al fuego de los fantásticos relatos de aquella sublevación en la prensa de la capital, y a la histeria racista que desató, se deben historias que resonaban todavía cuando yo era chiquito, alentadas por la prensa conservadora, acerca de brujos negros que secuestraban niños blancos para beberles la sangre. Al año siguiente, 1913, la misma prensa se pronunciaba en apoyo al linchamiento de un inmigrante jamaicano acusado de intentar violar a una niña blanca. Era el mismo tipo de histeria mediática que azuzaba los linchamientos y el auge del Ku Klux Klan en el Norte por aquel entonces.
En esa Cuba de fuertes contrastes y sincretismos irreductibles germinó la popularidad del joven político, cuyo mito sellara su trágica muerte. Nada raro que los abakuás de Jesús María acompañaran sus honras fúnebres como si fuera uno de ellos.
Dado que comentar todo lo que de aquí se deriva nos llevaría demasiado lejos, solo quiero añadir que el caso Yarini no ha carecido de reflexión dentro y fuera de la isla.
Además de las conocidas obras de ficción que han mantenido vivo el mito —especialmente en el teatro— durante más de medio siglo, no han faltado otras que lo han abordado como parte del estudio de la cultura popular y el mercado del sexo en la Cuba entresiglos y más acá. Me refiero a las obras testimoniales de Miguel Barnet (1969) y Tomás Fernández Robaina (1984), así como a las investigaciones de María del Carmen Barcia (2009) y Alfredo Prieto, entre otros autores, y muy especialmente, al estudio biográfico de Dulcila Cañizares (2000). Insinuar que ha sido un tópico vedado, sujeto a la historia oficial, o políticamente incorrecto resulta banal.
Entre los estudios de mayor alcance fuera de Cuba, solo menciono la tesis doctoral de Mayra Beers (2011), que presenta una interpretación provocadora: Yarini expresa el fracaso en la construcción de la nación, de una identidad ambivalente basada en ideales de igualdad y prosperidad fallidos. Estos ideales interactuaban con las realidades de la discriminación racial, la desunión política y las barreras de clase y género. En vez de un carácter nacional coherente, los cubanos experimentaban identidades contradictorias, con un ingrediente populista que los identificaba con pseudo-héroes como Yarini. La recurrente narrativa de este caso engendraría el primer mito nacional, que evoluciona y sigue desplegándose en el siglo XXI. “Para muchos cubanos —sigue diciendo Beers— Yarini constituye un anti-tipo que expresa una identidad nacional idealizada, la de una cubanidad elusiva y ambivalente”.
En aquellos años, el fundador del cine cubano Enrique Díaz Quesada había producido nuestro primer largometraje, Manuel García o el Rey de los Campos de Cuba (1913) exhibido a teatro lleno en el Politeama. La cinta, hoy perdida, cuyas escenas multitudinarias se dice que rivalizaban con las de Eisenstein en Rusia y D. W. Griffith en los Estados Unidos, exalta la figura de uno de nuestros numerosos “bandidos sociales” (Eric Hobsbawm dixit).
Viene al caso aquí, porque Manuel García representa un mito paralelo al de Alberto Yarini: el legendario bandido que colaboró con el ejército mambí, y que robaba a los ricos para dar a los pobres, carente por cierto de otros tintes que hicieron de Yarini el caballero de la noche en San Isidro.
En esa república en la que la brecha entre ricos y pobres se volvía más evidente de un día a otro, no solo emergían antihéroes míticos como Yarini. Los movimientos sociales que despegaron a partir de la segunda década del siglo, así como el arte y la literatura desde entonces, irían recuperando la conciencia malograda de los independentistas y dándole sentido a un sueño de la nación que iba a continuar más allá —y de otra manera, naturalmente.