¿Quién lo diría? Hoy, 2 de julio del 2020, Eliseo Diego cumple sus primeros cien años de vida. Y no, no hay error en la frase anterior. El arte es el único antídoto eficaz para la muerte. En la obra se perpetúa el autor. Y sin ser lo mismo, autor y obra están consustanciados, como la abeja y la miel. Auguro para la poesía de Eliseo una andadura de siglos. Ergo, seguirá vivo en los lectores de las muchas generaciones que vendrán, quienes se emocionarán —como nosotros— con cada atisbo de lo inefable, con cada brizna de belleza entrevista, con cada pregunta honda que emane de sus versos.
Si es cierto que toda generación enriquece la lectura de los clásicos con sus particulares experiencias históricas y de vida, entonces la obra de este señor medio londinense, de pipa y “barba a lo Conrad”, pero de innegociable cubanía, que a veces nos mira torvo desde las fotos, seguirá llenándose de sentido.
Ahora recuerdo algo que le escuché a Onelio Jorge Cardoso: “Eliseo tiene cara de coro griego, pero si te le acercas verás que es más dulce que un oso dormido”.
Eliseo es un miembro destacadísimo del grupo de escritores que se reunieron en torno a la revista Orígenes (1944-1956). En la cercanía de Lezama, y no a su sombra, fundó una poética original, centrada sobre todo en el deslumbramiento por aquellos objetos que la proximidad del hombre llena de sentido. Notaba el misterio en lo cotidiano, y encontraba signos, mensajes encriptados, donde otros veían sólo humildísimos enseres.
Desde hace muchos años uno de sus poemarios cardinales, En la Calzada de Jesús del Monte (1949), es reconocido no sólo como una codificación feliz de lo que podríamos llamar lo cubano, sino, además, como el exponente más conseguido de la poesía conversacional en nuestro país, de ahí que los jóvenes que empezábamos a publicar a mediados de la década de los 70 acogiéramos a Eliseo como a uno de los nuestros. Más que un padre, un hermano mayor muy talentoso. El mejor de nosotros. Y él, a gusto.
En este aniversario se evocará la figura del autor de Los días de tu vida (1977) y su profunda huella en la literatura nacional. En OnCuba preferimos hablar con su hija, en busca de un acercamiento íntimo con el poeta, y de esa forma, sumarnos a la fiesta que significa tener entre las principales voces de la lengua en el Siglo XX a quien nació, allá por 1920, nada menos que bajo el larguísimo nombre de Eliseo Julio de Jesús de Diego Fernández-Cuervo.
Josefina de Diego es escritora, traductora y ensayista. A ella se deben notables aportes a la literatura infantil de la Isla, entre otros, el relato Un gato siberian husky (2007), que le valió el Premio de la Crítica de ese mismo año; los poemas que conforman ese título fueron convertidos en canciones, y aparecen en el fonograma Las décimas del gato Simón (Bis Music, 2007). A su labor de traductora se debe el vertido al español de textos de H. G. Wells, C. S. Lewis, Isaac B. Singer, A. A. Milne, Stephen E. Ambrose, Patrick Wright, James Thurber, Donald Kagan y Richard Pipes.
¿Cuándo supiste que tu padre era una celebridad de la cultura cubana?
Es difícil precisar una fecha. Él, mi madre y mi abuela Berta trabajaban como maestros. Creo que tuve conciencia de que era un escritor reconocido cuando entré al preuniversitario de La Víbora (sabes que vivíamos en Villa Berta, una quinta en Arroyo Naranjo) en la clase de literatura cubana. Nos tocaba estudiar a dos cuentistas: Onelio Jorge Cardoso y a Eliseo Diego. Si no recuerdo mal, el relato escogido fue “De cómo su Excelencia halló la hora”, de su segundo libro de cuentos, Divertimentos. Ya en el Pre hicimos amistad con jóvenes que leían mucho, algunos escribían, íbamos a la Cinemateca, ahí se inició mi amistad con Ivette Fuentes, que es hoy una investigadora de la obra de mi padre y del Grupo Orígenes. Fue en una librería que quedaba muy cerca del Pre, al lado de la terminal de guaguas, en la Avenida 10 de octubre, La Polilla, que compré el primer libro suyo. Los había visto en casa, sabía que él escribía, pero que apareciera en el plan de estudios, pues ya eso era otra cosa.
En la Calzada de Jesús del Monte (1949) es un libro cardinal de nuestra literatura. ¿Eliseo tenía conciencia de esto?
Yo pienso que sí. Creo que no le quedó más remedio que reconocérselo a sí mismo. Los que lo trataron saben que no fue un hombre vanidoso, le costaba trabajo hablar de su “obra”, así lo confesó en muchas ocasiones. Y no era falsa modestia, él no era de esos intelectuales que andan en “poses”. En una de las tantas entrevistas que le realizaron, dijo: “Yo escribo, no por vanidad intelectual ―me parece a mí― sino porque no me queda más remedio. No sabría qué hacer de mi vida si no fuera escribir. No para mí, sino con el ánimo de comunicar las cosas que voy descubriendo, del mundo que me rodea. Y de alguna forma ayudar también a los demás a ver lo que está al alcance de uno, y que uno mismo a veces no ve, de tan familiar”. Eso sí, trabajaba mucho sus versos, sus traducciones, sus cuentos, sus ensayos. Conservo manuscritos suyos con las tachaduras, cambios de palabras y del lugar que ocupa la palabra en el poema. Era muy meticuloso, no solo con el contenido, sino también con la forma. Ahí están los poemas, con sus espacios y sus silencios, como en la música. Todo era importante.
¿Cómo fue vivir con un papá poeta?
“Un papá poeta” es, primero, sencillamente, un papá. Fue un niño bastante solitario, tenía un hermano del primer matrimonio de su padre, pero era siete años mayor que él. Desde muy temprano, y gracias al amor de sus padres por la lectura, tuvo acceso a lo mejor de la literatura para niños y jóvenes, con la ventaja de que abuela Berta le había enseñado el inglés —era bilingüe, y esta es otra historia— y podía leer libros en los dos idiomas. Leía mucho, al igual que mamá. Las lamparitas de las dos mesas de noche permanecían encendidas hasta la madrugada. Los libros fueron una compañía, un consuelo y un refugio para él durante toda su vida. Era un hombre con tendencia a la melancolía, de una gran sensibilidad, como se aprecia en todo lo que escribió, pero, afortunadamente, lograba salir de esos momentos de tristeza y depresión. En aquella quinta su estudio estaba separado de la casa, quedaba en los altos del garaje, y mamá se lo había preparado muy agradable. Escribía hasta altas horas de la noche. Se acostaba tarde y se levantaba temprano. No nos regañó mucho, solo en contadas ocasiones, y por causas justificadas. ¡Yo prefería los regaños de mamá! En la casa no hacía mucho, aparte de trabajar en sus cosas, escribiendo o preparando sus clases. Pero mamá le puso algunas tareas domésticas, con todo esto de la escasez y los problemas que todos conocemos: le tocaba ir a buscar el pan a la bodega. Era algo que, como te imaginarás, no le agradaba mucho. Mamá fue implacable con eso. “A la hora señalada” ―como el título de aquel western que tanto le gustaba, High Noon, con Gary Cooper― se escuchaba la voz de Bella: “¡Eliseo, el pan!”. Y a regañadientes, iba a cumplir con esa tediosa obligación, aunque en muchas ocasiones lograba encontrar alguna excusa para no ir y recurría a uno de nosotros tres. Recuerdo una vez, ya mis hermanos vivían en México y yo estaba sola con ellos, en que se anunció la entrada de un poderoso huracán en La Habana. Yo regresaba de hacer algunas compras importantes para la casa y, cuando voy entrando al edificio (ya vivíamos en 21 y G), me encuentro a papá en la puerta, con su flamante gabán impermeable, su sombrero y la infaltable jabita. ¡Era Humphrey Bogart, pero con jabita! Le pregunté que a dónde iba y me contestó con toda naturalidad, como si hubiese un sol esplendente: “a buscar el pan”. De más está decir que mamá y yo no lo dejamos salir en medio de aquel temporal.
Describe brevemente la relación de Eliseo con sus tres hijos. ¿Fuiste la preferida?
Nunca me sentí la preferida. Si había un preferido, era Rapi1, que fue el primero, dos años mayor que Lichi2 y yo que, como sabes, somos jimaguas. Pienso que fue un padre como cualquier otro, pero un muy buen padre, eso sí. Nos llevaban mucho a la playa y nos enseñó a nadar y a flotar. Él nadaba muy bien, era un estilista, no salpicaba el agua, avanzaba rápido. También, entre él y mamá, nos enseñaron a montar bicicleta. “Tu padre es un excelente ciclista”, comentaba, con orgullo, mamá. Y fíjate que lo decía en presente, “es”, incluso ya cuando los dos habían pasado los setenta años. Siempre recordaré con una sonrisa el día en que papá, ya durante el Periodo Especial, me dijo que quería que le comprara “una de esas bicicletas”. Le pregunté que para qué la quería y me respondió que para ir a la UNEAC. “Pero si vivimos a tres cuadras de la UNEAC”, le respondí, preocupada de que se fuera a caer y tratando de quitarle esa idea de la cabeza. Cuando se lo comenté a mamá, repitió lo que siempre nos había dicho: “tu padre es un excelente ciclista”. ¡Como si no hubiesen pasado cincuenta años de la época en la que aquel joven Eliseo enamorado la iba a ver en bicicleta desde La Sierra, donde vivía entonces con sus padres, hasta la calle Neptuno!
Iban a las reuniones de la escuela cada vez que los citaban. Nosotros fuimos estudiantes algo inquietos, “to say the least”, como se dice en inglés, y nunca faltaba una queja sobre alguno de los tres. ¡O sobre los tres! Pero él en esos momentos parecía recordar sus fallidos estudios en la Facultad de Derecho y lograba que saliéramos “absueltos”. ¡Hubiera sido un eminente abogado de la defensa porque, te aseguro, siempre éramos “culpables!”. Serían muchas las anécdotas, pero se alargaría demasiado esta entrevista.
¿Tenía manías a la hora de escribir?
¡Muchas! Era muy organizado, en sus gavetas todo estaba en su lugar y esos eran lugares sagrados e intocables. Las plumas, de tinta negra o azul oscuro; el punto de la pluma, fino. Hace muchos años utilizaba plumas de fuente, y todavía me quedan pomos de tinta, ya secos. El papel, “que le hiciera resistencia a la pluma”, así me decía, aunque tuvo que conformarse con el que apareciera… Primero hacía sus borradores de poemas y conferencias a mano. Los rectificaba varias veces, con tinta roja o azul claro. Después, lo pasaba a maquinita, era un mecanógrafo profesional, aprendió a escribir con todos los dedos, no miraba el teclado cuando escribía; revisaba lo mecanografiado, y lo rehacía todas las veces que fuera necesario. Las capitulares de sus cuentos mecanografiados iban en rojo, o sea, se tomaba el trabajo de cambiar la cinta; los márgenes, a la derecha, perfectos. Todo eso es muy sencillo de hacer con las computadoras, pero en aquellos años te imaginarás que, como se dice ahora, “no era fácil”. Pocas semanas antes de su muerte le regalaron una máquina de escribir electrónica, marca Canon, se estudió el manual y comenzó a usarla.
En algunos de sus poemas aparecen gatos, “personajes” siempre enigmáticos. ¿Tuvo él alguna preferencia con ese animal afectivo?
Le fascinaban los gatos, le intrigaban. Pero también los perros. Quiso mucho al que tuvimos en Villa Berta, Tobi. Como papá se levantaba muy temprano, él fue quien lo encontró muerto, ya estaba muy viejito. Yo me iba a la escuela y, cuando entré al comedor, ahí estaba papá, sentado en el piso, abrazado a Tobi, llorando. En Soñar despierto, hay un poema dedicado a ese perrito, “Elegía”.
¿Cuándo piensas en tu padre qué imágenes te vienen a la mente?
Lo recuerdo en diferentes momentos, generalmente sentado ante su máquina de escribir o leyendo. Rapi hizo un boceto de un recuerdo suyo de papá, sentado en el césped de Villa Berta, leyéndonos cuentos.
La palabra “penumbra” aparece repetidamente en su obra. ¿La hora del crepúsculo tenía una significación especial para él?
Ese significado de la hora del crepúsculo, de la penumbra, hay que buscarlo en sus textos, me parece. No recuerdo oírle hablar sobre el crepúsculo o la penumbra pero, como bien señalas, la palabra penumbra aparece en muchos de sus poemas, desde En la Calzada de Jesús del Monte y a través de toda su poesía. Son los estudiosos de su obra los que pueden hablar de eso, y lo han hecho. Desde muy pequeño a mi padre le rondaban obsesiones, como el paso del tiempo, la muerte, los enigmas del Universo, la caducidad y fugacidad de las cosas, palabras que también se encuentran con frecuencia en sus versos. El crepúsculo llega cuando se va “muriendo” el día, la penumbra es un momento entre la luz y la oscuridad, “el oscuro esplendor”, podríamos decir con sus propias palabras. Pero, también, quizás era a esa misteriosa hora en la que todo se va apagando, calmando, silenciando, en que encontraba sosiego y paz: “una penumbra / bondadosa que siempre /se ha prestado grave a los recuerdos”.3
Ha trascendido que Eliseo era “juguetón”. Antes de que existieran los juegos de roles, jugaba con Rapi y Lichi a “reescribir” la historia de las grandes batallas. ¿Algún recuerdo sobre esto?
Le interesaba la historia, conservo muchos de sus libros de infancia, de esos que se publicaban “antes”, de las vidas de los grandes hombres y mujeres de la historia, de la cultura, de la ciencia. Su colección preferida era la de la editorial catalana Araluce. ¡Ahí está todo el mundo! Esos pequeños libros pasaron a formar parte de la biblioteca de nosotros tres. Pienso que su fascinación por los soldaditos de plomo comenzó en su infancia, con la lectura de los cuentos de Andersen, a quien admiraba mucho. Compraba cuando podía, aquí o en sus viajes, soldaditos de plomo, que vendían según las épocas y países. O sea, eran unas cajas pequeñas con soldados del ejército inglés, digamos, durante las guerras napoleónicas, con sus uniformes, cascos, armamentos. Esos soldaditos eran de él, no formaban parte de los juguetes de mis hermanos. Pero sí jugaba él con mis hermanos y con esos soldaditos. Con el paso del tiempo, los ejércitos se iban descompletando, se le partía al caballo una pata y ya no servía. Y mis hermanos fueron creciendo. Entonces llegaron los soldaditos de goma, a los cuales papá dibujaba con un pincel sus casacas rojas o azules, las banderas y estandartes. Y él mismo “fabricaba” los cañones. Y comenzaron las batallas campales sobre la mesa del comedor, ya mis hermanos adultos y hasta nacido mi sobrino Ismael4. Era un juego inventado por papá. Creo, incluso, que había un manual con las reglas de este juego. Papá, en una inmensa cartulina, dibujó un mapa con ríos, montañas, colinas, fortalezas, cañadas. Entonces se ponía una tabla ancha y alta en la mitad de la mesa y cada bando organizaba sus ejércitos sin que la otra parte pudiera ver: la caballería por aquí, la infantería por allá. Cuando ya estaban listos, se levantaba la tabla y comenzaba la batalla, que era con dados. Cada combinación de dados tenía un valor: avance de infantería, otra podía ser un cañonazo, y así, hasta que alguien ganaba. Tenían una medida, un pedacito de cartulina de unas dos pulgadas. Por ejemplo, el doble dos, pues avanzaban dos veces esa medida, no recuerdo bien las reglas. Tendría que preguntarle a nuestro querido amigo Diego García Elío, editor de sus libros en México, que era uno de los “estrategas”. Lichi derrotaba a papá con frecuencia y eso lo irritaba mucho: “tu hermano hace trampa”, se quejaba conmigo. Hay una foto muy simpática de papá con Lichi y mi sobrino Ismael, de unos tres años, contemplando fascinado aquello. Cuando terminaban de jugar, todo se guardaba y mi pequeño sobrino suspiraba, resignado: ese tesoro no era de él. Tengo esos soldaditos en casa.
Tendría muchas más anécdotas que hacerte, por ejemplo, la del tren eléctrico. También cuando he dicho que era juguetón, me refiero a otros juegos. Con Octavio Smith, su entrañable amigo, “el tío Octavio”, se divertía muchísimo. Tenían unos personajes montados, un par de alemanes, Otto y Fritz, imitaban el acento e inventaban chistes y cantaban en perfecto “alemán”. Con Rapi tenía todo un repertorio de chistes que eran una delicia. Adaptó, junto con Octavio y Mario Parajón, “Cántico de Navidad”, de Dickens, eso ya era en serio. Pero en los ensayos se divirtieron mucho porque Octavio era el avaro Scrooge y papá el fantasma del señor Jacob Marley. ¡Ver a papá aparecer en escena era terrorífico! Lo ensayaba con mamá en Villa Berta y las carcajadas se oían en todo el jardín. Como dato curioso, el personaje del joven escribano lo interpretaba Eusebio Leal.
Háblame de su relación con Bella.
Creo que mis padres tuvieron una bonita relación, plena y amorosa, basada en el cariño, el respeto y la admiración, por ambas partes. Esto último, la admiración, se menciona poco pero creo que es fundamental en una relación de pareja. Se hicieron novios un jueves de octubre de 1939, como he podido ir precisando a través de sus cartas de juventud y de las dedicatorias de los libros que se regalaban. Te imaginarás que en cincuenta y cinco años, entre noviazgo y matrimonio (se casaron en 1948), tuvieron que tener sus desencuentros y sus desavenencias, como cualquier pareja. Pero en las horas difíciles de ambos, se mantuvieron unidos. Y, por supuesto, en las alegres, que fueron muchas. Era a mamá a la primera a quien mi padre le leía sus nuevos poemas y escritos, porque valoraba muchísimo su criterio. Papá murió el martes 1 de marzo de 1994. Seis meses después, mi madre enfermó de bronconeumonía; estuvo muy grave, no quería comer, algo muy peligroso en un diabético. Yo le suplicaba que comiera, le insistía, hasta que en un momento me dijo: “mi hija, tú no entiendes. Durante cincuenta años mi vida fue un trazo perfecto. Y ese trazo se quebró”. Por suerte, logró rebasar esa crisis y vivió muchos años más. Falleció el domingo 24 de septiembre de 2006. Y pienso que para mi padre la vida junto a su “Yita”, como la llamaban de jóvenes, fue, también, un trazo perfecto.
¿Tenían ustedes conversaciones “trascendentes”? ¿Te dejó alguna enseñanza en particular?
¿Nuestras conversaciones?, pues las normales entre un padre con sus hijos. Lamento mucho no haberle preguntado más sobre su poesía. Alrededor de 1989 le hice una larga entrevista, duró varios días, la grabé y transcribí. Y le entregué las preguntas escritas y él se tomó el trabajo de respondérmelas todas, a mano y mecanografiadas. Preguntas, en su mayoría, sobre la familia. Como sabes, era católico, al igual que Fina y Cintio5, y le preguntaba sobre religión, también sobre historia y literatura.
La enseñanza en particular que nos dejó, a mis hermanos y a mí, pienso, está en su poema “El viejo payaso a su hijo”. Al final, nos dice: “Y sin embargo / es necesario hacerlo todo bien”.
El viejo payaso a su hijo
1
Avanza ya, hijo mío, desde el vano
donde los pliegues de la recia púrpura
ocultan la impudicia de las máquinas
—tan útiles, es cierto—, el abandono
de los grandes telones que han colgado
como pájaros muertos en el polvo; avanza
desde la sombra y haz tu reverencia
como si nunca fueses a volver.
2
Estás en medio de la luz: enfrente
se abre el enorme golfo de tinieblas
donde hay alguien sin duda que te acecha
con sus mil ojos ávidos. A veces
lo oirás toser, reír como a hurtadillas,
estornudar quizás, estremecerse; nunca
lo vas realmente a ver. Inclínate,
pues, como caña al viento; pero cuida
bien el dibujo de la curva: todo
es arte al fin.
3
Y ahora,
¿qué vas a hacer? Te has escapado
definitivamente a mis desvelos, y casi
como si fuese yo también el leviatán sombrío,
te miro ir y venir entre las tablas, pero
con una irrestañable aprensión.
¿Estás seguro
del peso de las bolas
que libraste a los aires?
Y los peces,
quizás juzgaste mal su humor extraño
y cambien luego de color.
Desastres,
minúsculas catástrofes, quién sabe
qué más.
(El invisible
no tuvo ayer piedad.)
4
Pero mañana,
cuando las viejas barran a conciencia
el poco de hoy que queda en las colillas
por todo el ancho espacio desolado
donde no hay nadie nunca: ¿importará
el trueno de la gloria o el silencio
del papel arrugado en una esquina
bajo el polvo de ayer? Nadie lo sabe.
Y sin embargo,
es necesario hacerlo todo bien.
Eliseo Diego
(Nombrar las cosas, 1973)
***
Notas:
1 Constante Alejandro (La Habana, 1949-México DF, 2006). Dibujante y cineasta.
2 Eliseo Alberto (La Habana, 1951-México DF, 2011). Poeta, periodista, narrador y guionista de cine.
3 Poema “La Iglesia”, de En la Calzada de Jesús del Monte.
4 Hijo de Rapi.
5 Fina García Marruz y Cintio Vitier. Fina y Bella eran hermanas.
https://www.youtube.com/watch?v=E5ZGVKmn_TM
Lo que más recuerdo y admiro de Eliseo Diego es su literatura para niños, son lecturas cortas y muy fáciles de entender para alguien entre 6 y 8 años. Casi puedo decir que con esas lecturas aprendí a leer. Por eso cuando supe que ganó el Juan Rulfo (yo era ya estudiante universitario por esa época) me sentí muy feliz, pues fue alguien importante (para mi) en un momento de mi vida. Es una lástima que nunca lo haya conocído personalmente.