Uno puede pensar que Álvaro es ubicuo. Me lo he encontrado en Bogotá, Matanzas y La Habana. Es ese personaje callado que sale en las fotos de grupo, un rostro familiar que cuesta trabajo relacionar con un paisaje determinado. En Cuba, lo mismo lo hallas en Camagüey, Santa Clara y Pinar del Río que en Bayamo. Aquí es querido por escritores, editores, libreros y lectores, cuatro estados de la materia sensible que, en su caso, se integran en uno solo.
Aunque nació en Bucaramanga, se ha asentado en Bogotá. Allí ha dirigido las editoriales San Librario e Isla de libros, investiga sobre las relaciones de Pablo Neruda con Colombia, cura exposiciones bibliográficas, visita bibliotecas de saldo y librerías, lee con vocación monástica y hasta le queda tiempo para pergeñar historias propias.
Ha publicado textos de escritores tan notables como Óscar Collazos, Nicolás Suescún, Eligio García Márquez, Elkin Restrepo y Maruja Vieira, entre los colombianos. Su catálogo, además, reúne a cubanos, venezolanos, españoles y peruanos.
¿Cuál fue tu primer contacto con la literatura cubana?
José Martí, el poema “Cultivo una rosa blanca”. En la primaria tuvimos que aprenderlo de memoria. Ya no recuerdo por qué. Obviamente no sabía nada de su autor. Ese poema desató mi amor por la poesía cubana. Recuerdo haber leído después a Nicolás Guillén: El son entero y La paloma de vuelo popular.
¿Y el contacto más profundo?
A mis 12 años. El Diario de Bolivia, del Che Guevara. A pesar de las circunstancias en que fue escrito, no hay que olvidar que el Che siempre tuvo actitud y pretensión literaria.
Pero, extrictu senso, no es literatura cubana.
Para muchos, hace parte de Cuba de una manera natural y total. Ya sabía quién era él, claro. Y ya había empezado a saber algo de la historia del país. Este libro, esta lectura, se me instaló como una semilla de la que después germinó un árbol frondoso: una ceiba cubana. Su influencia en mi vida es total. Fue una toma de conciencia y una manera de estar en el mundo. Los libros/las lecturas profundas son aquellas que se posesionan de tu alma y no las puedes olvidar, así ya no recuerdes nada.
Eres autor de Con los libreros en Cuba, un título que llama la atención.
Ese libro se fue haciendo sin pretenderlo. Son textos que fui escribiendo poco a poco sobre personajes que, como me dijo el librero Oscar de Cayo Hueso, “se metieron en mi corazón”. Soy librero. Ese es mi oficio. Tengo una relación bastante particular con mis compañeros y colegas.
Un día me di cuenta de que había escrito varios textos sobre esos seres. Cuando los leí de corrido, aprecié la unidad que mantenían. Todos esos libreros/personajes, de alguna manera, despertaron la necesidad de escribir y de homenajearlos. De recordarlos. Por lo general, la figura del librero no es tenida en cuenta. Somos seres que en algún momento nos volvemos invisibles. Estamos ahí sin estar. Tampoco es que pretendamos volvernos personajes. ¡Pa’qué!, como diría Sigfredo Ariel. Siempre están ligados al libro que les compro, que me han conseguido. Eso es lo que he pretendido mostrar en mi libro: el profundo amor por un oficio y unos personajes que me son entrañables. Muchos de ellos me han entregado su amistad, como quien da “una rosa blanca”.
¿Hay libreros destacados en Cuba dentro del sector estatal?
Sí. Te voy a nombrar a tres: Norma Fentés Lugo y Ada Hernández (de la librería Centenario del Apóstol) y Lázaro Pitaluga (de la librería Canelo). Los conozco desde hace mucho tiempo. He desarrollado y encontrado con ellos una relación de afecto y complicidad. Esto último es fundamental en el trato lector-librero: complicidad. Es lo que permite el encuentro. Tengo historias de ellos y con ellos que van más allá de los libros. Más allá de lo personal, admiro y respeto su manera de llevar el oficio. Son paradigmas de libreros.
En tus viajes de prospección a Cuba, supongo que habrás hallado no pocas gemas bibliográficas. ¿Cuáles serían, por su peso cultural, las más valiosas?
Esa es una pregunta compleja. He encontrado y me han encontrado libros maravillosos. Joyas bibliográficas en sí y para mí, que “no es lo mismo, pero es igual”. Primeras ediciones, ediciones especiales, raras, limitadas, autografiadas. No podría hacerte una lista; se me confunden ya. Gran parte de mi biblioteca ha sido hecha en Cuba. Han llegado por múltiples vías: compradas, regaladas o cambiadas. Te podría hacer una lista de autores de los que he encontrado libros maravillosos: Pablo Neruda, Federico García Lorca, José Lezama Lima, Gabriel García Márquez, Julio Cortázar… Ediciones entrañables de Eliseo Diego, Cintio Vitier, Fina García Marruz. ¡Hasta libros de autores colombianos olvidados!, como Soledad Acosta de Samper o Rafael María Merchán…
Centenario de Eliseo Diego: “Y sin embargo, es necesario hacerlo todo bien”
¿Qué evoca para ti la palabra “Cuba”?
La palabra “gracias”. Eso es lo primero que pienso y siento por Cuba. Gratitud por todo lo que me ha dado y entregado. Amistad, amor, compañerismo… Esas cuatro letras son muy grandes. Yo siento que tengo dos patrias: Colombia y Cuba. En las dos habito simultáneamente. Es algo muy extraño: es como si tuviera dos vidas que son una.
Naciste en Bucaramanga, a 959 metros sobre el nivel del mar, y vives en Bogotá, ciudad con una altitud promedio de 2640 metros. ¿Cómo sobrellevas el cambio de altura cuando viajas a Cuba? No me refiero solo a los temas de presión arterial, sino a la extroversión característica de los que vivimos a ras de la costa.
Cuando llego a Cuba, me atrapa/habita una ligereza… una sensación de levedad… un tiempo diferente. Mi cuerpo y mi mente se adaptan con facilidad. Me siento un cubano más. Uno atípico, claro. Pero uno más que camina por ahí, mirándolo todo.
En el catálogo de tu editorial veo algunos nombres importantes dentro de la literatura nacional: Eliseo Diego, Fina García Marruz, Roberto Fernández Retamar, Antón Arrufat, Reina María Rodríguez, Soleida Ríos, Marilyn Bobes… ¿Te consideras un promotor de la literatura cubana en Colombia?
He tenido la inmensa fortuna de ser amigo de muchos de los autores cubanos que leo y admiro. Soy visitante de su casa y de su escritura. También he contado con su confianza para editarlos. Ha sido una experiencia muy hermosa y satisfactoria. Una posibilidad de dar a conocer a estos autores que, en mi opinión, son importantes e interesantes, y que, por razones extrañas y absurdas, son desconocidos en mi país. Y sí, lo digo sin modestia alguna, me considero un promotor de la literatura cubana, en Colombia y muchas otras partes. Desde mi librería/trinchera he ayudado a hacer visibles a muchos nombres de esta literatura. Ha sido una labor larga y llena de sorpresas.
¿Tienes una definición personal del oficio de librero?
Un librero es un cómplice del lector. Aquel que le da una mano para que el libro llegue a las suyas. Es un mago y un mensajero. Las dos cosas a la vez.
Supongo que, además, eres bibliófilo. ¿Cómo resuelves el conflicto de tener que vender algún título que te gustaría mantener en tu colección?
Eso, así parezca extraño, es muy fácil de decidir: si el precio en que lo estoy vendiendo es el que considero justo, si el comprador sabe lo que se está llevando y se lo merece, me doy por satisfecho. Lo cual no descarta, por supuesto, que me habría encantado que ese libro permaneciera conmigo, en mi biblioteca. Ya son tantos los que han partido que es mejor no detenerse a pensar en ninguno. También queda un consuelo: alguna vez lo tuve. Es poca cosa, cierto, pero sirve.
¿Cómo vive un librero en Bogotá?
Soy un librero 24 horas al día. Mi oficio, mi vocación, hace parte de mi vida, de mi rutina. Vivo una vida modesta y tranquila, de trabajador. Camino todo el tiempo. Observo, veo y guardo. Estoy atento y pendiente de los clientes, de la administración de la librería. Leo siempre que puedo porque no concibo vivir sin hacerlo. Es un oficio que me habita. Algo tan natural como respirar. O amar.
Eres autor de varios relatos. ¿Es una afición por contagio, de tanto trasegar con libros?
Creo que sí. Y también por una necesidad de recordar y homenajear, de no olvidar aquello que me conmueve o emociona. Me gusta escribir historias como si las estuviera contando en la librería una tarde cualquiera. También lo hago por asombro ante ciertos acontecimientos y circunstancias. Es, como diría Julio Cortázar, una “figura” que, cuando se termina de armar, quiero entender y compartir. La literatura es un encuentro con el otro. Un salir de mí para hablar con el que está ahí. La literatura, la escritura, también es una forma de ser librero.