I
Estoy en Panna Maria, condado de Karnes, Texas, pequeño asentamiento de polacos localizado a 46 millas de Seguin por la Texas Hwy 123 N. Es un domingo cálido y de gran transparencia. Pareciera que no flotara en el aire ni la más diminuta partícula de polvo. El azar me ha traído hasta aquí, muy cerca de un pequeño conjunto rural nombrado Cestohowa, justo el topónimo de la ciudad donde viven mis sobrinos en Polonia, cerca del río Warta: Czestochowa, en polaco; Cestohowa, en inglés; Chestojova, en español.
En la pequeña oficina donde se preserva la historia local me entero de que el pueblo fue fundado por emigrantes llegados de Polonia el 24 de diciembre de 1854, y que la primera misa de la congregación se celebró precisamente la mañana de esa navidad. De modo que Panna Maria (Virgen María) es la más antigua colonia de polacos en los Estados Unidos, sede de la primera iglesia —de mismo nombre— y de la escuela católica propiamente polacas. Hoy los descendientes de polacos texanos aseguran rondar el cuarto de millón, de los diez millones de descendientes de personas de esa nación que, me dicen, viven en todo el país norteño.
Voy a la iglesia, un edificio de aires góticos que se levanta, leve, en medio del verde intenso del césped cuidado. Es la evolución de la iglesia fundada en 1873, remodelada en los años 30 del pasado siglo y con algunos retoques que llegan al presente.
Hay pocos feligreses. El altar está profusamente adornado con flores naturales. Pienso que puede estar engalanado para una boda. Alguien me aclara que en unas horas habrá un velatorio. Me llama la atención una pareja: ella tiene rasgos asiáticos, él parece latino. Están sentados muy juntos, cuatro bancos delante de mí. Tomo fotos con discreción, cuesta perturbar la paz que ahí se respira. El hombre se voltea y me mira como desaprobando que use mi cámara. Con un gesto le digo que no se preocupe, que no estoy retratándolos a ellos. Parece no estar muy convencido.
II
Ahora es martes. Sigo en la Texas profunda, recorro pequeñas ciudades o pueblos que repiten el esquema de la estación de tren, los modestos mercados, restaurantes de comida rápida, negocios familiares, correo, gasolinera, barbería, iglesias —varias, de distintas denominaciones—, el bar y sucursales bancarias. En esta urbe diminuta, cuyo nombre no puedo consignar, se nota la impronta alemana, otra de las emigraciones fuertes que en diversas oleadas ha recibido este estado del centro suroeste del país.
Es la una de la tarde y el sol cae a plomo. Hay poco que hacer y mucho menos para ver. Voy a la barbería. Puedo pasar el tiempo ahí hasta que vengan a recogerme para devolverme a New Braunfels, donde vive mi familia. Es complicado contar cómo llegué hasta aquí. Busco historias para mi columna. Y las barberías son un buen lugar para socializar y enterarse de hechos extraordinarios o curiosos.
El salón está vacío. El barbero hojea, sin mucho interés, una revista de automóviles. Me advierte y me invita a ocupar el sillón. Un corte de cabello en Texas, antes de la pandemia, costaba 20 dólares; ahora, dependiendo del rango del lugar, el precio puede ser el doble. No lo sabré hasta que él no haya terminado el trabajo. En cualquier caso, será mucho para mi precaria economía, pero no tengo opción si quiero dejar de emular con el pelú de Mayajigua.
—Eres el que tomaba fotos en la iglesia— escucho a mis espaldas; mi inglés es malo, pero alcanza para entenderlo; el suyo es bueno, aunque con mucho acento.
—Podemos hablar en español —le respondo sin salir de mi asombro—. ¿Cubano?
No afirma. Tampoco niega. He acertado. Le pregunto si lleva mucho tiempo en el pueblo. “Bastante”, responde. Se aplica a la labor. Quiero saber si él es el hombre que estaba con la china en la iglesia. “Vietnamita”, me corrige. Pregunta si los retrataba a ellos. Le cuento el rollo de mi familia polaca. Tomaba fotos de los vitrales y las estatuas de santos para mostrárselas a mis sobrinos. Siento que sigue sin creerme.
—¿Qué te preocupa?
—Aquí no se puede estar retratando a la gente. Por menos que eso te meten un balazo.
—¿Te escondes en este hueco del mundo?
—Hueco es de donde salí. Y no, no me escondo de nadie. O sí, tal vez de mí.
—Soy periodista. Me gustaría conocer tu historia, sostener una conversación contigo que pudiera convertirse en una entrevista.
—No. Soy un hombre sin importancia. Nada de lo que me ha sucedido hasta aquí tiene interés.
—Todo el mundo carga con una historia interesante, sólo hay que saber descubrirla y contarla.
—¿Algo así como “cada uno tiene su bolero”?— se burla.
—Exacto.
—No, olvídalo.
—¿Temes que, si publico nuestra charla, tus familiares y amigos descubran dónde estás?
—Ellos lo saben. Ya te dije: no hay intriga.
—¿No tienes curiosidad por saber quién soy?, ¿qué hago aquí?
—No. Los cubanos estamos en todas partes. Hacemos de todo.
—¿En este pueblo hay muchos?
—Hasta donde sé, yo solo. Hay mexicanos y guatemaltecos, pero no nos frecuentamos.
Termina de pelarme. Un corte simple, a tijera, que me quita cinco años de encima.
—¿Cuánto te debo?
—Nada. Es mi buena acción de hoy. Pero no me sigas jodiendo, ¿estamos?
Le agradezco, aunque no le prometo nada.
No es primera vez que me sucede. He encontrado cubanos en otros países que, al saber que pertenezco a la tribu, no me han cobrado sus servicios o las mercancías que venden. Esto va desde fijarle una pata a los espejuelos en Canarias hasta una consulta de otorrinolaringología en Houston. En Manila, Filipinas, el compatriota empleado de la línea aérea pasó mi equipaje sin pesarlo…
Salgo de nuevo a la inclemencia. Debe haber, lo menos, 40 grados centígrados al sol. La estación de trenes, a unos 300 metros, está despoblada. Parece un set cinematográfico. Ya la gente no se mueve en los ferrocarriles, que solo han quedado para el transporte de carga. Pudiera tirarme en uno de los bancos de madera oscura a dejar pasar las horas; la sombra y el silencio invitan, pero temo quedarme dormido.
Desde el desayuno no he comido nada. Cerca hay un reducido restaurante mexicano. Lo lleva un matrimonio que, a su vez, es el propietario. En una mesa apartada, un niño hace los deberes. Él mismo tomará mi pedido dentro de unos minutos, cuando guarde en la mochila los cuadernos. Pido tacos: uno de tinga, uno de lengua y uno de pastor. “¿Con todo?”, me pregunta el niño. Sí, respondo, pero con poco chile; y agua de Jamaica bien fría para beber.
Mientras espero, reviso mis mensajes. Los amigos y la familia están bien, el mundo sigue siendo un asco. Despacho dos o tres asuntos de trabajo. Mi editora me recuerda que esperan la columna mañana a la hora prima. Respondo que no se preocupe, que eso está garantizado. El que se preocupa soy yo, que no tengo nada en el tintero. Me está dando “gueva” escribir. Son muchos días fuera de mi casa en El Vedado. Eso debe estar pasándole la factura a mi habitual buena disposición para el trabajo.
Vuelvo a la barbería. Hay gente adentro. El cubano no me ve. Ahora hay otro barbero más, trabajando en el sillón contiguo; a juzgar por el cabello rojizo y los seis pies de estatura, evidentemente es gringo. Me acomodo en una de las sillas del portal. Dormito un poco. Luego, escucho música con los audífonos: Arcaño, danzones; me emociono un poco. Con la cubanidad sucede como con la salud: uno pasa la primera mitad de la vida tratando de perderla, y la segunda tratando de recuperarla… El reloj marca las 4. En una hora vendrá mi hijo. Él sale a trabajar y me suelta en cualquier pueblo o ciudad de la ruta.
El cubano se asoma y se sorprende de verme.
—Yo te hacía en La Habana.
—¿Cómo sabes que soy habanero?
—Por la pronunciación. Eres de los que dice “cacne” y “pacque”.
Pienso que me ofrece un filón para reanudar el diálogo. Le pregunto de cuál provincia es. Se hace el que no oye. Quiero saber si ya terminó el trabajo. “Por hoy, sí”. Indago si en el pueblo habrá algún lugar donde pueda tomarse un buen café expreso, yo invito. “En mi casa”, dice, mientras sonríe divertido. “Pero no te voy a invitar”. Le explico que no lo estaba esperando, que no tengo dónde meterme hasta que dentro de un rato me recojan. Me mira, dudando. Dice que lo acompañe, la casa queda cerca, pero que del portal no voy a pasar. ¡Bingo!, pienso, veré si puedo sonsacarlo para que se suelte un poco.
Por el camino me entero de que viajó de La Habana a Moscú, que durmió clandestino en los albergues de su antigua escuela en Ivánovo, que como no pudo viajar directamente al Yuma —respeto sus términos—, voló a Estocolmo: seis años para conseguir la nacionalidad y el pasaporte suecos. Después, viaje legal a la Florida, la residencia y la nacionalidad, un proceso de seis años más, o algo así.
—¿Cómo llegaste aquí?
—Manejando, tres días. El carro, que ya tenía sus achaques, quedó en el camino. Se fundió allá —me señala con la mano derecha al frente—, donde están los tanques elevados.
—¿No era este pueblo tu destino?
—No tenía destino. Pensaba manejar hasta que el combustible se agotara. Me jodió dejar el tanque casi lleno.
Llegamos a la casa. Como todas las del lugar, es de madera, con tonos sobrios. El pasto donde se asienta está cortado, aunque sin el esmero que ponen los estadounidenses en la tarea. Me ofrece un sillón del portal. Va a hacer el café, dice. La puerta queda entreabierta. Ejerzo mi oficio de fisgón, me asomo. Los muebles de la sala son modestos. En una de las paredes, bastante bien enmarcada, hay lo que podría ser una acuarela o una serigrafía de Camejo: el malecón habanero un día de lluvia, paseantes con sombrillas, una bicicleta apoyada contra el muro, un hombre que pesca enfundado en una capa. Es una imagen melancólica de La Habana. ¿Cómo habrá llegado esa pieza hasta aquí? ¿La trajo?
Viene con el café. Dos tazas. Acerca una mesita y el otro sillón que hay en el portal. Compruebo el aroma. Es café “cubano” de Miami. Lo distinguiría de cualquier otro a la legua. Se rellana, sorbe lento, paladea. Dice que tantas horas parado ante el sillón de la barbería lo funde. Me interesa saber si era barbero en Cuba. No, sacó el título y la Licencia en Saint Petersburg, Florida; le sirvió para establecerse aquí.
Llega la muchacha vietnamita, trae puesta una bata blanca con un monograma que no alcanzo a leer. Es más joven que él, quizás cinco años. Lo besa a la cubana, en los labios, sin el recato impuesto por las formalidades de su cultura. Inclina la cabeza ante mí en gesto de saludo. No pregunta nada. Entra a la casa.
—¿Es tu esposa?
—Algo así.
—¿Vino contigo?
—Ya estaba aquí. Me salvó de morir deshidratado cuando el carro se fundió. Es enfermera. Me trasladó a su casa, que es esta, y me cuidó. Y así, un día y otro hasta que descubrimos que éramos pareja.
—¿Se comunican en inglés?
—Si, pero hablamos poco. Lo esencial. Quizás por eso no peleamos. Nos va bien. He tenido suerte. Creo que ella también. Los días libres hacemos senderismo, jugamos pickleball, vemos alguna película. No nos aburrimos.
—¿La amas?
Se me queda mirando fijamente unos segundos. O no esperaba la pregunta o no tiene la respuesta. Se reclina en el sillón.
—Hace un año viajó a Hanoi para asistir al entierro del padre. Pensé que no iba a regresar. Cuando un domingo la vi bajarse del taxi con las maletas, corrí a ayudarla. Yo no suelo correr por nada ni por nadie. A lo mejor eso responde tu pregunta.
Sé que he sido indiscreto. También registro que mi interlocutor está sobrepasando el límite de tolerancia conmigo. Tal vez la inusual locuacidad se deba a la poca frecuencia conque usa el español. La Lengua le hala la lengua, pienso este chiste barato, pero no se lo digo.
—¿Estás en contacto con Cuba, lees las noticias?
—No. Estoy de Cuba hasta las gónadas. Es una carga muy pesada la intolerancia, la agresividad, el discurso en una sola dirección. Miami es una prolongación de La Habana. El mismo perro, pero con un collar de chorizos.
—¿Las gónadas? ¿Quisiste decir los cojones?
—Las gónadas.
—¿Puedo saber cómo te llamas?
—No.
—¿Y el nombre de ella?
—Tampoco. En español quiere decir muchacha que canta a la orilla del arrozal florecido donde los búfalos retozan, las ranas croan y las golondrinas caen en picada a beber agua.
—Me estás jodiendo.
—Piensa lo que quieras.
—Obviamente tampoco me permitirás retratarte.
—¿Cómo te diste cuenta?
—Mira, socio, yo vivo de contar historias. Voy a tener que describir este encuentro. Te prometo no nombrar el pueblo. Pero si no sé ni siquiera cómo te llamas me lo vas a poner muy difícil. ¿Puedo dejarte una tarjeta con mis teléfonos y correo por si cambias de opinión?
—No es necesario. No voy a llamarte. Ya te dije, no soy nadie. Mira, a lo mejor ahí tienes el título: “Entrevista con nadie”.
Entra una llamada al móvil. Es mi hijo, que viene llegando. “Nadie” dice que da por terminada nuestra muela. Otro cubano más y no podría soportarlo, sería una sobredosis. Entra a la casa y sale al momento con dos tazas de café bien servidas. Las pone en la mesita, y vuelve a entrar.
Ya de camino a New Braunfels, mi hijo me pregunta cómo he pasado el día, si conocí a alguien interesante. A Nadie, le respondo.
Han pasado cuatro meses de este extraño encuentro. Nadie no se ha comunicado. No puedo esperar más para publicar esta ¿entrevista? Quizás él alcance a leerla.
Ocurre que todos, creo, somos algo de Nadie. Gracias por la entrevista, al leerla me doy cuenta de que la necesitaba.