Roberto Méndez (Camagüey, 1958) es, para decirlo rápido y mal, el escritor más prolífico de mi generación. También, uno de los más notables. Reconocido como poeta, ensayista, narrador, crítico de arte, docente e investigador literario, despliega una intensa actividad profesional tanto dentro de la Academia Cubana de la Lengua como en publicaciones del patio y extranjeras. Por dos períodos (2008-2019) fue consultor del Pontificio Consejo para la Cultura de la Santa Sede, en el Vaticano.
Se dio a conocer en 1988 con el poemario Carta de relación (Letras Cubanas), y su título más reciente es Una noche en el ballet. Guía para espectadores de buena voluntad (Ediciones Cumbres, Madrid, 2019). Entre uno y otro median más de una veintena de volúmenes.
La motivación periodística para esta conversación no es otra que el cariño admirado que siento por su obra. En tiempos de aislamiento social, caemos en la cuenta de que hay personas que sabemos cercanas, aunque no las veamos nunca. Y uno quiere, en lo posible, ir saldando cuentas. Va el diálogo, a nasobuco quitado, cada uno en su atalaya.
¿Puedes fijar el primer hecho de trascendencia poética en tu vida?
Contemplar en la infancia las nubes, desde el balcón de mi apartamento en el centro de la ciudad de Camagüey. Pasar horas descubriendo sus formas caprichosas y sus mutaciones. Describir los contornos cambiantes, cómo un rey en su trono se volvía elefante o zapato gigantesco, aunque los adultos solo vieran cúmulos amorfos. Yo disponía de una realidad casi siempre invisible para los otros, que me llamaban fantasioso, mentiroso y hasta alguien creyó que yo era un alucinado.
¿Cuándo descubriste la poesía?
A los dos años enfermé de poliomielitis. El único modo de retenerme en reposo era leerme cuentos. Así se me reveló el mundo de la literatura. Más tarde, mi padre se complacía en recitarme los fragmentos que recordaba de las clases de literatura española y cubana en sus años de bachillerato, desde las “Coplas a la muerte de su padre”, de Manrique, hasta el romance “Jicotencal”, de Plácido.
Tendría entre siete y ocho años cuando escribí mis primeros poemas. Lo curioso es que había descubierto las singularidades del verso largo y libre. A diferencia de la mayoría, raramente intentaba hacer rimas y, sin saberlo, desarrollé los modos que me acompañarían en mi escritura hasta hoy.
¿Provienes de una familia religiosa?
Mi familia era católica practicante, hasta donde no alcanza la vista en el pasado. De misa dominical obligatoria y pescado los viernes. Las confrontaciones entre Iglesia y Estado, sobre todo en los primeros años de la década de los 60, los afectaron mucho, pero ellos hicieron la elección de no irse de Cuba y procuraron, a la vez, comprender lo que había de justicia social en los cambios que se producían, y defender su derecho a ser creyentes. Lo hicieron con un equilibrio que por entonces no era habitual, y los llevó a perder amistades y ser mirados con desconfianza por comunistas y opositores, pero así se mantuvieron. Años después, cuanto entablé amistad con católicos como Monseñor Carlos Manuel de Céspedes, Cintio Vitier, Juan E. Fríguls y Walfredo Piñera comprendí esas actitudes de discernimiento y ponderación y también las consecuencias que tienen en un mundo donde la mayoría solo ve las cosas en blanco y negro. Como sucedió a mis padres, tanto en Cuba como en el extranjero, hay en torno a mi persona siempre un “no sé qué” que incomoda a aqueos y troyanos.
¿Hubo persecución religiosa al triunfo de la Revolución?
Sí hubo persecución religiosa. No hay que temer a la palabra, solo que hay que darle su matiz especial. No se llegó a los extremos de las míticas persecuciones de Nerón o a las más cercanas de Stalin, pero ahí estuvo. Basta con recordar los escándalos, las detenciones policiales y hasta violencia física que acompañaron la “Circular Colectiva del Episcopado”, en agosto de 1960, porque ellos aceptaban las medidas revolucionarias, pero rechazaban el comunismo ateo; o la expulsión de sacerdotes en el buque Covadonga, en septiembre de 1961, elegidos prácticamente al azar. La prensa decía que eran españoles falangistas, pero se incluyó también a numerosos cubanos y hasta canadienses. De hecho, aquello era tan absurdo que varios pudieron retornar pocos años después. A finales de la década del 60, eso fue asumiendo matices menos visibles, pero muy insidiosos. En las escuelas se hacían listados de niños con creencias religiosas y se permitía que sus compañeros se burlaran abiertamente de ellos. Se dispuso que varias carreras universitarias no podían ser estudiadas por creyentes. Los vitrales destrozados de algunos templos dan fe todavía de cómo fueron esos tiempos.
¿Cuándo aparece el sentimiento religioso en ti?
En la infancia era un sentimiento difuso, emotivo, una piedad nutrida por lo maravilloso. En mi adolescencia y juventud comencé a hacerme preguntas, a confrontar lo que decían mis padres con los escritos de Voltaire, Rousseau y hasta Hegel. Estuve años distanciado de la Iglesia institucional, pero mantuve una relación personal con Dios y una amistad dialogante con un hombre excepcional: Monseñor Adolfo Rodríguez, obispo de Camagüey, hoy en proceso de beatificación. Solo después, hacia los treinta años, pude convertir mis sentimientos en convicciones y dejarme guiar por la fe. Por eso, más que a los santos que lo fueron, según algunos, desde la cuna, prefiero a los grandes conversos como san Pablo y san Agustín.
¿Tus creencias te ocasionaron algún problema durante tu vida de estudiante?
Recuerdo, cuando estaba en 5to grado, el momento en que se impuso la pañoleta de pionero en el aula a todos mis compañeros. Solo quedé yo en una esquina, sin ella. Llegué a la casa desolado. Mis padres no tomaron, como otros creyentes, la actitud de mártires, ni se encerraron en un gueto. Simplemente, mi padre fue a la escuela y conversó con la maestra, una buena profesora, muy fidelista y consecuente marxista. Se pusieron de acuerdo: yo asistiría a las actividades dominicales de la Unión de Pioneros y aun a las programadas en Semana Santa, ya buscarían ellos otros horarios para que fuera a la iglesia. Recuerdo que mi madre me dijo: “ahora tienes dos compromisos, debes cumplir con las dos cosas”. Eso me marcó porque me obligó a dar al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios.
¿Hay un punto en el que el sentimiento religioso y la visitación poética convergen?
Una parte de la experiencia religiosa tiene que ver con la contemplación del mundo, con el descubrimiento de la huella de Dios en él y de allí puede brotar la poesía más auténtica. Es el caso de uno de los mayores poetas españoles, san Juan de la Cruz, cuya lectura cambió mi vida como cristiano y como escritor, hacia 1991. Algo semejante hay en ciertos poetas del grupo Orígenes, sea Lezama, Eliseo Diego o Fina García Marruz. Lo interesante es que lo religioso en la poesía está más allá del tema, en la actitud del poeta, en la orientación de la mirada.
Estuviste a punto de hacerte sacerdote en un convento.
Eran los años oscuros del “período especial”, todo el andamiaje de mi pensamiento se removió, cayeron muchas utopías… y yo leía a san Juan de la Cruz. Tuve el espejismo de creer que, encerrado en un convento de carmelitas descalzos, orden fundada por ese poeta, podría hallar la paz leyendo en una antigua biblioteca, escribiendo en mi celda, olvidado de contingencias cotidianas y con la práctica reglamentada de la fe. No fue mala experiencia, recibí muestras de aprecio, me apoyaron. Leí mucho, escribí lo fundamental de mi libro Viendo acabado tanto reino fuerte, pero descubrí que pesaba en mí más la inquietud del intelectual que la preocupación por ser buen fraile y sacerdote y salí de allí sin discusiones ni conflictos. Creo que mi vida se divide en “antes del convento” y “después de él”.
El cardenal Jaime Ortega fue una figura bastante controversial. Personas de los extremos del espectro político en que nos movemos los cubanos opinaban que su acción al frente de la Iglesia en la Isla no fue todo lo buena que cabía esperar.
Considero al cardenal Ortega como uno de los diplomáticos más notables de las últimas décadas en Cuba. Medió directamente con las altas autoridades cubanas para evitar que se reprimieran las manifestaciones de las Damas de Blanco y negoció la excarcelación de los encausados por delitos “contra la seguridad del Estado”. Logró muchísimo, aunque pocos se lo agradecieron. Después sirvió como emisario secreto del papa Francisco para allanar las diferencias entre Cuba y Estados Unidos, lo que desembocó en el restablecimiento de relaciones entre ambos países. Como todo diplomático, tuvo que ser discreto, compartir con políticos de variadas tendencias, evitar cualquier gesto radical, y eso hizo que varios opositores al gobierno cubano lo atacaran en sus últimos años con saña, en el interior del país y en el extranjero.
Tenía una especial sensibilidad para las cuestiones de la cultura. Gracias a él, pudieron fundarse en el antiguo edificio del Seminario de San Carlos, el Centro Cultural “Félix Varela” y un Instituto de Estudios Eclesiásticos, que es como una carrera superior de humanidades, lo que hasta hace unos años se creía inconcebible.
No era perfecto, como todos los hombres, tenía pequeñeces, debilidades, pero no merecía la grosera campaña que sus enemigos desataron contra él.
Estudiaste Sociología en la Universidad de La Habana.
Hasta el último momento, yo pensaba estudiar Letras Clásicas o Historia del Arte, pero una profesora del preuniversitario me convenció de que la Sociología era una carrera selecta, prometedora, con grandes posibilidades en mi futuro, y yo cambié el rumbo. Confieso que miré varias veces con envidia a los estudiantes de Historia del Arte, que estaban en el aula de al lado. Hoy, tantos años después, no lo lamento. Aunque la carrera no desembocó en ningún futuro luminoso, me ayudó a tener una visión analítica de la realidad, a estructurar mis proyectos literarios con cierta metodología y acercó mi quehacer a los campos de la Historia y la Filosofía. Años después, me hice Doctor en Arte y he leído más que muchos graduados de Letras. Uno se construye su propio programa de estudios a lo largo de la vida.
¿Tienes un buen recuerdo de tu paso por la Universidad de La Habana?
De la Universidad guardo un sabor agridulce. Fue un placer recibir las clases de Historia de Cuba de Oscar Loyola y ser alumno ayudante del Dr. Gustavo Fabal, en Historia de la Filosofía, leer de todo lo divino y humano bajo los ventanales de la Biblioteca Central y asistir ciertos sábados al Taller Roque Dalton, donde anudé excelentes amistades con escritores que todavía hoy me son cercanos. A esto agregaría la otra carrera que hice por mi cuenta, en el mundo de la cultura: compras de libros en La Polilla, funciones de ballet en el Teatro García Lorca, entregar mis primeros artículos al Caimán Barbudo y Alma Mater, escribir poemas en una litera de la beca de F y 3ra. Pero también tengo recuerdos amargos del ambiente dogmático, machista, excluyente y vulgar que allí encontré. Yo era una especie de “raro” y me hicieron la vida imposible durante casi toda la carrera, así y todo tuve nervios de acero y concluí los estudios con uno de los expedientes más notables. He vuelto varias veces a la Colina a eventos culturales, y confieso que todavía me estremezco.
Vamos en zigzag de un tema para otro.
No te preocupes. El lector edita en su cabeza…
¿Es el poeta un ser extraordinario?
Preferiría decir que es un ser que tiene una visión extraordinaria de la realidad.
¿Qué es para ti lo poético, la poesía?
Cuando era un joven poeta, andaba en busca de la belleza absoluta, la metáfora pintoresca, la descripción plástica, el verso memorable y raro. Después, con la madurez, esas cosas me han interesado menos y prefiero ver la poesía como otro modo de filosofar, un discurrir sobre la vida, cotidiana o trascendente, como una forma de conocimiento distinto, que funde reflexión y deslumbramiento. Es algo que ya conocían Dante, Martí, Unamuno, Vallejo y Lezama.
¿La poesía sirve para algo?
Para los pragmáticos, aquellos cuyas aspiraciones en la vida son solo el confort y la acumulación crematística, no sirve para nada. Para un puñado —más grande de lo que creemos— de gente sensible, es un alimento muy nutritivo. La mayor de las distopías posibles sería un mundo sin poesía.
¿Cómo un poeta se hace novelista?
Cuando descubre cosas que tiene que decir, cuyo molde apropiado no son ni el poema ni el ensayo, sino una forma discursiva más extensa y sinfónica. Creo en la novela que es un poco “suma del mundo”, como ocurre con las de Thomas Mann, Herman Hesse, Lezama o Fernando del Paso. Dentro de ellas no dejo de hacer poesía, a la vez que confluyen las reflexiones del ensayo, la crítica histórica y los discursos artísticos. Escribir poesía es tocar el piano con la pasión de un Beethoven; acometer una novela es enfrentarse a una orquesta con el rigor de un Gustav Mahler.
¿Qué has hecho durante el recogimiento forzoso impuesto por el nuevo coronavirus?
Acabo de concluir una novela extensa —más de 500 páginas—, y ya investigo y documento hechos y figuras para iniciar otra que será más “de cámara”, sin que esto impida que prepare un nuevo libro de poesía, aunque no haya sido publicado el anterior, en el que trabajé por más de un lustro. Escribir es una forma de trabajar sobre mí mismo, para ser un poco mejor como persona. Cada vez creo más en el oficio y menos en la inspiración. Y —con perdón de Proust— el tiempo perdido no se recupera…
Conocí a Roberto Méndez en el preuniversitario en Camagüey, era notoriamente diferente al resto de los estudiantes, silencioso, sutil, irónico.
Cuando le dije que yo estudiaría medicina en lugar de periodismo, mencionó a Mariano José de Larra como una muestra de que el periodismo, era algo cuando menos glorioso. El destino trágico de Larra no entraba en su consideración. La medicina por el contrario era algo, diríamos, menor.
En ese momento comencé a sentir una admiración por Roberto que aumenta cuando leo sobre su trabajo. Porque RM es un laborioso e inteligente escritor que tiene la suerte de haber hallado el Aleph en Camagüey.
Una ciudad con duende que a su vez encontró quien la pinte cómo pedía Tolstoï para las aldeas de nuestra vida. Porque RM reflejan esa luz única de la ciudad, sean cuáles fueren sus temas.
La entrevista es disfrutable, es placentero leer a dos cubanos dialogar como uno intuye que debíase hacerlo entre aquellos de Orígenes.
Las respuestas de Roberto me aclararon muchas cosas y me han hecho reinterpretar recuerdos, no es poco.
Su calidad pulida por el esfuerzo. Ese trabajo de ilota que conozco porque de otra manera debo hacerlo y cuesta, significa mucho como ejemplo, cómo devoción por las letras.
Me alegra haber encontrado esta entrevista y a mí ex condiscípulo del Pre. Gracias.
Felicidades a Roberto me alegra leer esta entrevista, tambien lo conoci cuando estudiamos en el pre de Camaguey ,un saludo y mis respetos