Estaba en Santo Domingo, República Dominicana, el pasado 12 de enero. El dato sirve, a los efectos de esta columna, para explicar que la óptima conexión a Internet con que contaba me permitió seguir, sobre todo mediante Facebook, el proceso de la derogación de la Ley de pies secos / pies mojados. Primero, el anticipo, dado por una agencia de prensa; poco después, la confirmación de la noticia, con la “Declaración del Gobierno Revolucionario”, y para concluir llegaron en avalancha las reacciones de los internautas.
Un amigo compartió el video con que Univisión dio a conocer la decisión del gobierno de los Estados Unidos. Debajo, en el espacio destinado a los comentarios, sucedía en tiempo real una encarnizada, violentísima batalla verbal. Las opiniones que entraban eran tantas que apenas se alcanzaban a leer palabras, frases, que en pocos segundos escapaban, desplazadas por otras, y otras, y otras más.
En algún momento la pantalla de mi laptop se congeló y pude copiar tres comentarios. Los contendientes de la pelea eran, de un lado, latinoamericanos; del otro, cubanos. La mayoría de los primeros se alegraban de que al fin los nacidos en este archipiélago fueran despojados de un privilegio que los convirtió en una casta de emigrados superior al resto de los que, desde cualquier rincón del continente, llegan a Estados Unidos en busca de mejores oportunidades económicas. Muchos de los cubanos respondían con insultos irreproducibles en esta revista.
Pocas veces he sentido tanta vergüenza ajena, por unos y por otros. Nadie debería celebrar, menos aún de manera pública, las desgracias de sus semejantes. El milenario drama de la emigración se ha cobrado demasiadas vidas en todo el planeta y, lejos de aliviarse, se incrementa en la medida en que las guerras, las hambrunas, la hostilidad entre países vecinos, el despojo de unas naciones por otras, de la mayoría de los seres humanos por una minoría que no cesa de enriquecerse, siguen marcando la historia contemporánea de la humanidad.
Al regresar de Santo Domingo a Cojímar, comenté con mi vecino José Carlos, amigo generoso y sabio, lo que había visto y leído sobre la derogación de esa política migratoria. “Lo importante no es si los pies están secos o mojados”, me respondió, “sino tener zapatos”. Hizo una pausa y creí que se refería a un asunto material. Pensé en los miles de cubanos que ahora mismo esperan un milagro que no creo que pueda ocurrir, y pasan los días en refugios de ciudades fronterizas, en islas del Caribe que jamás soñaron visitar, en selvas de Centroamérica donde los narcotraficantes son más hostiles que la naturaleza; la mayoría de ellos, para colmo, quemó las naves antes de partir y no tienen siquiera una casa a la que retornar. Pero José Carlos continuó su idea: “Zapatos para poder hacer cada uno su propio camino, en el lugar del mundo donde le parezca mejor, y de la manera en que le parezca mejor”.
Me doy cuenta de que mi amigo ha enunciado también una ilusión, una utopía. Un mundo en el que cada ser humano pueda ser dueño absoluto de su destino sería un universo donde, por lo menos, cada uno respetaría a los demás, favorecería sus libertades, y pensaría y trabajaría en favor de sus semejantes. Parafraseando el célebre final de El reino es este mundo, la novela de Alejo Carpentier sobre la Revolución haitiana, tal vez la misión del ser humano sea imponerse utopías. Las utopías son imprescindibles porque dan sentido a la existencia de personas o de grupos humanos, y al mismo tiempo, por definición, son el “no lugar”, el lugar que no existe.
El sostenido flujo migratorio de cubanos que optan por establecerse en cualquier sitio de la Tierra da cuenta de una crisis que va más allá de lo económico. Alguna vez, sobre todo quienes andamos por encima de los 60 años, creímos que juntos podríamos hacer no solo un país mejor, sino un mundo mejor. Cualquier trabajo, por duro que fuera, cualquier sacrificio, incluso cualquier injusticia los soportábamos bajo el convencimiento de que un futuro distinto, superior, nos esperaba. Escribo estas palabras e imagino sonrisas, muecas de burla en algunos lectores. El país ha cambiado mucho; también el planeta en que vivimos, y es muy difícil sostener algunas expectativas, algunas ilusiones.
El viernes 20 de enero fui invitado por OnCuba a responder una pregunta: “¿Donald Trump será bueno o malo para Cuba?” Me alegró coincidir con Carlos Alzugaray en la noción de que, tanto o más que pensar en nuestro país, hay que preocuparse por el mundo en su totalidad. Dados sus antecedentes y las opiniones que ha vertido hasta hoy, es fácil predecir que el mandato de una persona racista, misógina, homófoba, xenófoba, que desprecia la necesidad de proteger el medio ambiente, será malo para la humanidad. En la conversación del viernes me alegró aún más que el joven Oniel Díaz, quien se define a sí mismo como “un emprendedor”, opinara que la posible prosperidad del sector privado no puede desligarse de la prosperidad del Estado, y que unos y otros deben trabajar por el sostenimiento (e incluso el crecimiento) de los beneficios sociales de todo el pueblo.
Sin embargo, quienes emigran dan cuenta de que, tal vez de modo mayoritario, lo que hoy prima entre los cubanos es la filosofía del “sálvese quien pueda”: la primacía del individualismo. Una ilusión es desplazada por otra. Creer que nuestro destino, y el de nuestros seres queridos, puede separarse del rumbo que siga el resto de la nación cubana y la humanidad toda es tan artificial, o incluso más, que aquel paraíso que soñamos antes. Un ciudadano cualquiera deposita su voto en una urna en Nueva York, en Buenos Aires o en Rio de Janeiro, y algo, un soplo de esa acción, nos ha tocado. La pluma con que se firma un decreto, un acuerdo, una conciliación, se asienta sobre un papel en la Ciudad de México, en Madrid o en La Habana, y al segundo siguiente ya puede ser distinta la vida de millones de personas. “El batir de las alas de una mariposa puede provocar un huracán en otra parte del mundo” es como puede definirse, vulgarmente, el “efecto mariposa”. También eso es la globalización.
“Sin embargo, quienes emigran dan cuenta de que, tal vez de modo mayoritario, lo que hoy prima entre los cubanos es la filosofía del “sálvese quien pueda”” ¿Y dónde lo aprendieron esos cubanos que emigran?