El escritor francés Pierre Michon (1945) imaginó un cuadro que interesa no solo a quienes se sienten cautivados por la Revolución francesa, sino a cualquiera que haya vivido o recibido el efecto de una revolución. La obra tiene por nombre Los Once y debiera estar colgada en el museo más importante de Francia. “Muchos han ido a verlo al Louvre,” contó el autor durante su visita al Museo Nacional de Bellas Artes, en Buenos Aires, hace apenas una semana.
Previo a su charla, Michon había paseado por algunas salas y se confesó impresionado con las piezas del arte precolombino. También mostró su admiración por las artes plásticas argentinas en sentido general, en especial por la obra del pintor Cándido López. Su serie sobre la Guerra del Paraguay produjo en él asociaciones con Víctor Hugo y ciertas descripciones de la Batalla de Waterloo donde también, acabado el combate, sobre el campo de batalla viéronse cuerpos desnudos porque a los sondados muertos les robaban sus uniformes.
Pero, la obra maestra creada por este escritor, Los Once, no se encuentra ni aquí ni en el museo parisino, solo es posible contemplarla si visitamos esa novela suya publicada por Anagrama en 2009 y con la cual, a poco de haber salido, mereció el Gran Premio de la Academia Francesa: Los Once. En sus páginas, inocula su universo imaginario a hechos históricos fundamentales para comprender el mundo contemporáneo: el pintor François-Élie Corentin, protagonista, recibe la encomienda de inmortalizar a los miembros de Comité de Salvación Pública en el momento justo en que estos se someten a la justicia.
Un paréntesis: el Comité de Salvación Pública fue el órgano ejecutivo que durante la Primera República Francesa remplazó a la Convención, dando paso a lo que dentro de la Revolución Francesa se conoce como el Reinado del Terror, periodo de unos pocos meses en el cual unas 10 mil personas fueron guillotinadas. “El terror no es más que la justicia rápida, severa, inflexible”, decía Robespierre, figura principal de este grupo que integraron nombres como Louis de Saint-Just o Georges Couthon.
En la novela, Corentin, cuya personalidad está inspirada en la de otros pintores reales –Goya más que otros, según ha afirmado Michon– debe retratar a esos hombres con tal habilidad que permita a quien lo observa acentuar lo que haya decretado la historia, la gran incógnita en el momento de ejecutar la pintura. Debido a la especial circunstancia en la cual el pintor lleva a cabo su labor, desconoce si los hombres que tiene delante serán absueltos o condenados; sin embargo, su creación deberá tener la genialidad de adelantarse a cualquier interpretación y, mejor aún, como la mejor pieza, deberá ser ambigua.
“Era interesante para la temática del libro; porque esa gente que mató a mucha gente, en ese cuadro se están sometiendo a un juicio, está entre amenazante y culpable. Hay un juego con esa doble manera de verlos”.
Para Michon no fue fácil escribir de un tema que aun provoca controversias entre los historiadores. Desde los noventa tenía la primera parte escrita, guardada. Diez años después su editor enfermó de cáncer y le pidió continuar el manuscrito para leerlo antes de morir. De ese modo, se sumergió en el tema que habría de obligarlo a ejercer valoraciones sobre figuras históricas por las que él mismo sentía simpatía.
“Tenía que juzgar a tres personajes que admiro mucho: Robespierre, Saint Just y Carnot, hombres de grandes corazones. No quería hablar sobre ellos”, dijo quien también se refirió a que una revuelta revolucionaria puede ser entendida como la rebelión contra el padre cuyo desenlace muchas veces desencadena una lucha a muerte entre sus hijos. Lo que sí es seguro es que el espíritu de la Revolución Francesa sigue latente en el mundo.
De hecho, nueve años después de publicado el libro de 137 páginas, París volvió a convulsionar, esta vez por el Movimiento de los Chalecos Amarillos, protestas ciudadanas que recién cumplieron un año de producirse y que, de la misma manera y con casi igual metodología, han venido reiterándose alrededor del mundo.
Las propias calles de América Latina vuelven a sacudirse por las manifestaciones. Chile, Ecuador, Bolivia atrapan a la opinión pública, y lo hacían ya mientras el conversatorio transcurría la semana pasada.
Por la suma de semejantes acontecimientos, la novela de Michon cobra actualidad, como sugirió Andrés Duprat, director del Bellas Artes argentino y uno de los moderadores aquella tarde noche. “América Latina ilustra el remake de la Revolución Francesa.”, dijo el visitante: “Es algo lógico, porque fue el modelo, no de la democracia, sino de la toma de poder por algo que ha pasado a llamarse Pueblo, algo que no sabemos qué es, porque el pueblo es una abstracción. Lo que no es una abstracción es el proletariado, según Marx. Pero, el pueblo es algo difícil de entender”.
Tan difícil de entender, que muchas veces el Poder parece ajeno a la multiplicidad que compone esa abstracción y de la cual suelen tomar solo la parte que le conviene o le interesa. El mismo Michon, en el exergo de su primera y valorada novela, Vidas minúsculas (1984), usa una cita de su coterráneo André Suarès bastante útil en este sentido: “Por desgracia, él cree que la gente humilde es más real que la otra”.
El hecho de que el cuadro Los Once no haya podido ser pintado durante la Revolución, piensa Michon, dio lugar a que, por la fuerza fatal de la historia, los hombres retratados se convirtieran en asesinos. Probablemente si alguien les hubiera propuesto ser retratados, ellos no hubieran querido, pues habrían representado al tirano multiplicado por once. La pintura representaba al poder, al tirano; el pueblo estaba ausente del retrato de la época. “La pintura es indisociable a la política y la historia. Está hecha para los poderosos. La pintura corresponde al sentimiento del poder, a los que encargan las cuadros.”
De todo esto estuvo hablando el 14 de noviembre en Buenos Aires un escritor francés que desconocía yo antes de que un amigo escritor y lector de los más grandes me pusiera al tanto de su nombre. No sé si a él le pasa lo mismo, pero viendo a Pierre Michon fumar sentado en una escalera descubro también al brasileño Rubem Fonseca y al cubano Abelardo Estorino, como si Michon fuera un híbrido de los dos; no por lo que trata en su obra, sino por su apariencia: cuerpo menudo, mirada intensa, apáticos movimientos.
Realicé algunas asociaciones después. No pensé en los pintores cubanos, sino en los fotógrafos, en los grandes fotógrafos que se hicieron más grandes fotografiando a los héroes de la revolución nuestra. Entonces imaginé una foto semejante al cuadro de Pierre Michon donde, a diferencia de este, también se puede ver a la gente simple, a la muchedumbre, al Pueblo, o la parte de él que también ha estado en esas fotos. ¿De qué modo la historia nos juzgará?
“La Revolución Francesa sigue siendo un periodo muy importante e interesante. Es como la Revolución Bolchevique. Son momentos de la historia movidos por una gran fraternidad humana, pero en los que también sucede otra cosa distinta”, dijo Michon.
Y no pueden haber sido de otra manera procesos dentro de los que, aun teniendo un mismo principio de bien social, se hallaban movidos por diversos intereses, orgullos, pasiones y radicalismos. Pensemos en aquella imagen producida por otro grande de la literatura, el escritor Alejo Carpentier.
En su novela El siglo de las luces hay un pasaje de una sugerencia terminal para la cuestión de las revoluciones: en la goleta donde el espíritu libertario se embarcaba hacia las tierras del Nuevo Mundo viajaba al mismo tiempo un artefacto novedoso y de increíble utilidad para el revolucionario: bien conservada y segura en alguna parte de sus bodegas, yacía, como símbolo de doble sentido mortal, la despiadada guillotina.