Entre mayo y junio HBO proyectó Chernobyl, una miniserie de ficción inspirada en la catástrofe sucedida en abril de 1986, año fatal no solo para las personas que radicaban en torno a la central Vladimir Ilich Lenin, sino, así mismo, para la flora y la fauna de la región y, en definitiva, para todo el planeta.
La catástrofe es apenas comparable con lo sucedido en Japón cuando, años después (2011), a consecuencia de un violento terremoto y posterior tsunami, la Central Nuclear Fukushima quedó fuera de control expulsando altas dosis de radiación.
El tema atrae la atención de quienes tienen un mínimo de conciencia, como es de esperar, y este interés se ha hecho patente en los resultados de la serie de HBO que logró incluso barrer el recuerdo de lo que fue furor hace poco: la última temporada de Juego de Tronos.
Al menos para la base de datos IMDB (Internet Movie Data Base), y teniendo en cuenta la puntuación dada por sus usuarios, Chernobyl es ya la mejor serie de la historia, resultado al que, más que su creador Craig Mazin, el director Johan Renck y los actores Jared Harris , Stellan Skarsgård, Emily Watson… –o tanto como el trabajo desplegado por el equipo–, queda determinado por el propio hecho que cuenta, así como por las circunstancias en las que sucedió.
Rápidamente ha aflorado la vieja puja política. Desde Rusia llega el rumor de la respuesta mediante una serie donde se contaría lo que, para ellos, es la verdad oculta del tema: la supuesta “mano de la CIA”, el “sabotaje” a lo que era un megaproyecto, ese “otro éxito de la sociedad comunista”.
En contraposición, incluso el director de la miniserie, sin quererlo, hizo alusión al asunto político al declarar: “No creo que mucha gente sepa que Chernóbil escupió dos bombas de Hiroshima por hora durante bastante tiempo.”
Desde La Habana se han añadido argumentos al recordar el legítimo papel del gobierno cubano, aliado del bloque comunista vivo al momento de la calamidad. Nadie en la isla estuvo ajeno al tema que seguimos de cerca a partir de marzo de 1990, cuando empezaran a llegar al Campamento Internacional de Pioneros de Tarará, ubicado en las afueras de La Habana, niños ucranianos, rusos y bielorrusos afectados por las radiaciones.
Hasta 2011, el hospital pediátrico de Tarará había tratado a 25 mil enfermos, de cáncer, aquejados por deformaciones, atrofias musculares, problemas dermatológicos o estomacales y, según se ha recordado, este año otros cincuenta deben recibir el mismo tratamiento que ha ido acompañado siempre de terapias de playa y sol.
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Pero, hay un problema mayor a partir de Chernóbil. Como todos los accidentes nucleares sucedidos hasta la fecha, en distintos países, con más o menos desarrollo, a pesar de su ideología y al alcance de los desperfectos que lo causaron, con ellos surge un asunto de nuevo tipo, un enemigo invisible para el cual el hombre no parece estar naturalmente preparado, como ha descrito bien la periodista bielorrusa Svetlana Alexiévich en su libro Voces de Chernóbil (Penguin Random House, 2015).
Para la periodista, las cosas cambiaron de repente con el accidente. Ella misma integraba una sociedad que sostenía la idea de que el átomo militar eran Hiroshima y Nagasaki mientras el átomo para la paz quedaba representado por una bombilla eléctrica en cada casa, activada por estos mega proyectos nucleares en los cuales tantas naciones ponen la esperanza de su desarrollo.
Sin embargo, pronto llegó a la conclusión de que “ambos átomos, el de uso militar y el de uso pacífico, eran hermanos gemelos”. Por eso considera que Chernóbil es la pregunta de un enigma que aun debemos descifrar, el signo que, pese a los años y a los estudios, no sabemos leer y que tal vez sea llamado a ser la incógnita de este siglo y, tal vez, de nuestra existencia.
Svetlana, nacida en Bielorrusia, explica que fue construyendo su estremecedor libro durante veinte años, tiempo que la puso en lugares y ante personas cuyos testimonios leídos hoy nos dejan sin aliento. El impacto parte de una sencilla razón: los testimonios son infalibles y reflejan el desamparo de cualquier individuo ante la burocracia que sostiene su sociedad y ante la indolencia humana.
Así mismo, nos ponen a reflexionar sobre la responsabilidad que como especie debemos tener, algo entendible al conocer el silencioso conflicto al que se vieron enfrentados los familiares de los enfermos y la manera despiadada e individualista en la que el hombre intentó salvarse.
Este paciente trabajo recolector de Svetlana Alexiévich la hizo merecedora del Premio Nobel de Literatura en 2015. La primera vez que visitó el lugar todo parecía igual a como había sido siempre: “La misma tierra, la misma agua, los mismos arboles”; sin embargo, el ganado no bebía del río, las lombrices habían desaparecido y los gatos ignoraban a los ratones inanimados. La muerte se escondía por todas partes y solo el hombre no lograba intuirla: “No estaba preparado como especie biológica, pues no le funcionaba todo su instrumental natural, los sensores diseñados para ver, oír, palpar”.
Pese a lo beneficioso que le habría sido entender los mensajes de la naturaleza, los soldados, a la vez que llevaban a cabo la evacuación de la ciudad radioactiva, masacraban a los animales solo el hecho de que estaban infectados.
Para lo que sí estuvo preparado el hombre desde la primera hora, al parecer, fue para sacarle partido a esa desgracia. El libro de Svetlana lo cuenta en un epílogo estremecedor: la oficina turística de Kiev ofrecía en 2015 viajes a la ciudad de Chernóbil y a las aldeas muertas. El momento más “excitante” del recorrido parecía ser cuando se llegaba a la “perla” de la excursión, el sarcófago construido sobre el sitio que originó la explosión y por donde supura restos del combustible nuclear. Pero, ¡no hay peligro en visitarlo! El turista apenas recibe una dosis de radiación menor a la de una sesión de rayos x.
Más o menos lo mismo dice CNN: “Chernóbil, el lugar en territorio de Ucrania donde ocurrió uno de los peores desastres nucleares de la humanidad, es hoy un sitio muy concurrido por turistas y, todo, gracias al éxito de la serie de televisión Chernobyl de HBO”.
El “éxito” de la serie en este sentido ha sido tan impresionante que nuevas oleadas de turistas se lanzan ahora mismo sobre la ciudad deshabitada, pero cubierta ya por poderosos brazos de bosque y cientos de animales salvajes que aprovechan la mortífera soledad para reproducirse saludables.
Con las redes sociales se entera uno que la tendencia de los humanos que llegan cada vez más en manada es retratarse ante la desolación, lucir junto al espíritu de la muerte para impresionan en Instagram, para que los seguidores se admiren por la proeza de una fotografía junto a lo que antes fuera un parque infantil cuya noria alcanza visos de ciudad asentada fuera de nuestra galaxia.
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En todo caso, en los turistas que llegan atraídos por la historia de Chernóbil o por la miniserie debería primar la reflexión por sobre la enfermiza necesidad de protagonismo. Ni siquiera la conciencia, en un momento y lugar así, debiera dar para echar mano a una cámara fotográfica. Los recuerdos en tal circunstancia mejor es que permanezcan en la memoria.
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La moraleja, sin embargo, es que después de todo, se favorece el turismo regional, lo que tal vez ayude incluso a quienes padecieron en desastre; aunque realmente a estos, los familiares muertos, los niños traumados, las familias desplazadas, los animales extintos y la tierra inservible no habrá nada capaz de devolverles su antigua virtud. La única esperanza que el planeta, él solito, se regenera.