Pocos quedan indemnes con la obra de Antonia Eiriz (1931-1995), si no te agarra una profunda turbación ante la inmensidad de sus cuadros expuestos en el Museo Nacional de Bellas Artes, en La Habana, abandonas la sala con el virus de la duda reproduciéndose en tu sistema. Un día, despiertas sobresaltado pensando en Antonia y en lo que emergía en sus pinturas, porque eso también eras tú.
Poco interesa el soporte en el que veas proyectarse sus piezas, la sensación será igualmente poderosa. Yo lo experimento ahora observando el reportaje Antonia Eiriz en Galería Galiano, colgado desde septiembre del pasado año en YouTube.
Dicha grabación recoge la memorable muestra Reencuentro, organizada en 1991 por la galería habanera. Y, aunque la información que acompaña el material ubica el hecho en 1994, todas las evidencias apuntan a que la muestra data de tres años antes.
Junto a la que protagonizara en 1952 con Manuel y Antonio Vidal, Fayad Jamís y Guido Llinás, el Salón Anual de 1959 en Bellas Artes o su expo de 1964 en Galería La Habana, la de Galiano fue una de las muestras más importantes en la carrera de Eiriz, el momento en el cual superó predisposiciones y regresó cargando las obras arrinconadas en su casa de Juanelo, allá en San Migue del Padrón.
Fue casi un milagro que el arte agradece a algunos estudiantes, pues Antonia había decidido relegar estas obras. La decisión se debe a la unión de muchos conflictos: la muerte de su madre, la pérdida de amigos, el cierre de espacios donde había alcanzado notoriedad y, en resumen, a la politización de la cultura y la censura en auge por burócratas estalinistas.
No por gusto asistieron a Galiano, según el video, jóvenes artistas renovadores de la plástica en los ochenta y antiguos compañeros suyos, como Raúl Martínez, quien comenta al micrófono que la importancia de Antonia Eiriz no se circunscribe a una etapa (los años sesenta o setenta), sino que corresponde a la cosmogonía de la cultura cubana. Asistieron también intelectuales como Adelaida de Juan y Roberto Fernández Retamar, el escritor que desde 1964 la había definido a Eiriz como “la pintora de lo trágico”.
Porque eligiendo colores amargos y severos, valiéndose de tintas o pedazos de periódicos superpuestos al lienzo, en cuadros como Ni muertos, Mis compañeras o La muerte en pelotas había ido dejando huellas de años terribles. Todo ese tiempo era como una cinta ondulante entre la libertad y la censura, la belleza y la monstruosidad de la vida cotidiana donde, por las penurias y la inmediatez, las personas mutan según la luna que, con su luz, también transforma cualquier cosa en tristes parodias humanas.
Desde temprano Antonia había empezado a transformar objetos desechables en obras maestras, poniéndole corazón a los desechos. A sus instalaciones le llamó: “cachivaches”. Y dos moralejas se pueden sacar de esta preocupación: 1) de la basura trasfigurada en entes con pretensiones humanas se consigue, en efecto, una obra de arte valiosa, y 2) gran parte de la humanidad, por alguna forma y sea cual sea el sistema político en el que se desenvuelve, sigue siendo basura.
Hará unos dos años estuve mirando sus piezas del Museo Nacional. Reparaba tanto en estas armazones –tan triste allí su Vendedor de periódicos– como en sus denuncias a la corrección estética. El dueño de los caballitos testimonia el cierre de algunos sueños en los que estuvo involucrada: el periódico Revolución, el suplemento Lunes de Revolución… Una tribuna para la paz democrática le valió la crítica en un Salón Nacional, cuando cierto funcionario del Consejo Nacional de Cultura calificó la pieza de “conflictiva” y, por tanto, recomendaba su desclasificación.
Antonia Eiriz será siempre de los talentos más audaces del arte cubano, y como todos sus contemporáneos padeció el peso de la mentalidad retrógrada en una era donde estuvieron al borde de una guerra nuclear. También eran tiempos en que los defensores del realismo socialista, los ultraizquierdistas y los ignorantes luchaban contra el abstraccionismo o cualquier forma de arte expresionista que, en lugar de edulcoradas y optimistas visiones de la realidad, transformaran a los cubanos en monstruos con apariencia fatal.
A partir del momento en que fue cuestionada, Antonia, que ya desde 1962 impartía clases en la Escuela Nacional de Instructores de Arte, en lugar de atrincherarse en su obra “elitista” e “incomprensible al pueblo” (esa masa a la cual los políticos proponen siempre ascender), se lanzó a la enseñanza de sus vecinos.
En mis días de estudiante universitario no puede menos que visitar Juanelo. No es precisamente el barrio que uno se imagina para un artista de elite. Constituye un sector más bien de aspecto pobre, casi marginal, donde los seres que se topa uno en la esquina no son distintos a los que pintaba ella. A esos les enseñó a trabajar con el papier maché, y lo hizo con gran pasión, como pocos la había tenido para sacar artistas de los recovecos sociales.
Aun hoy, creo, la Casa Taller de Papier maché “Antonia Eiriz” sostiene sus esfuerzos para que los vecinos aprendan la técnica popularizada en los tétricos setenta. Desde el Pasaje donde se halla la que fuera su vivienda la gente sigue defendiendo el proyecto con uñas y dientes porque, casi, es lo único que les queda.
Me alegro de haber descubierto el documental del día en que Antonia fue homenajeada en la Galería Galiano pocos años antes de morir de un infarto, como la costurera de su pieza La anunciación. Entonces, dicen, estaba a punto de regresar a Cuba luego de compartir con su familia de Miami gracias a la beca otorga por la fundación Guggenheim de Nueva York, oportunidad que le permitió, además, exponer sus últimas obras en el Art Museum Fort Lauderdale de Florida.
Todos esos cuadros, los últimos, retoman los temas que había trabajado la pintora en los sesenta. Formas grotescas, seres de aspecto sombrío, bocas abiertas, suplicantes, horrorizadas, aplastadas por las líneas de la vida que no solo es bella, sino, también, política.
Escribió Heberto Padilla en uno de los poemas de su Fuera de Juego que nada de lo plasmado por Antonia Eiriz existiría sin sus coterráneos. Eran ellos, nosotros, quienes se metían en su bolso para brotar sobre sus lienzos luego en el estudio-taller.
Por eso, tal vez, dicen que en una reunión de la Escuela de Instructores de Arte, ya cansada de que los burócratas y demagogos la acusaran de lo mismo, Antonia se puso de pie con sus piernas poliomielíticas y su bella mirada de cubana fiel para soltar al fin lo que pensaba: “No tengo que acercarme al pueblo, yo también soy el pueblo”.