Los Van Van inaugurarán el festival de cine de La Habana y a nadie le parece raro. De hecho, no lo es. Pero hace -qué sé yo- veinticinco años, no hubieran abierto un evento cultural de dicha naturaleza. La música popular o -más acertado- la música con la que la gente baila, no está concebida para eso.
Pasa que los Van Van se han vuelto, con el tiempo, una orquesta de culto, apta para cualquier cosa. No desentonan en ningún contexto. Pueden salir de La Tropical y luego improvisar con la sinfónica. En Cuba son lo que son, pero en la música latina aún no le han reconocido del todo su enorme influencia y su vastísima calidad. Esto quiere decir que en los predios de la salsa –horrible el término, tan descafeinado, pero aceptemos por una vez las etiquetas de la industria- y sus alrededores no ha habido una mejor agrupación que la tropa de Formell. No digamos ya más consistente.
Se ha vuelto un eslogan pensar que son los Beatles insulares. Silvio Rodríguez, por ejemplo, lo ha afirmado. Pero yo creo, con justeza histórica, y por analogías evidentísimas, que nuestros Beatles sería el Irakere de los setenta y los Van Van nuestros Rolling Stones. Aunque esta conclusión nos puede llevar a malas interpretaciones.
Recuerdo un poema de Juan Carlos Flores donde reivindica a Roberto Friol y dice –cito de memoria- que Friol no aparece en la antología de los cincuenta, pero que él, Flores, lo ha leído y lo ha elevado a la altura de un monte en los estantes del alma, y que eso basta para que Friol esté a la par de Homero, de Virgilio, de Shakeaspeaere… de Friol.
Los Van Van forman parte de mi educación sentimental, han delimitado en más de un sentido la persona que soy, le debo a sus canciones más de lo que le debo a Mick Jagger y quizás hasta más de lo que le debo a Lennon, eso basta, entonces, para que me giren privilegiadamente en la grabadora del alma y se eleven hasta la altura del humo de su locomotora musical.
Hay una cofradía entre la gente débil a las composiciones de Pedroso y Formell. De antemano se reconocen. Yo haré todo lo posible por asistir a la inauguración del festival, y no por la película, ni por el pedigrí de las aperturas. Hay quien se mata para entrar a la sala en la noche del inicio como si el inicio fuera el grueso. Fallo garrafal. Esos son ambientes epidérmicos, de exhibición.
Nada peor para una película que inaugurar o cerrar un evento. Lo que una película debiera exigir es la falta de expectativa para con ella, pasar desapercibida, sin demasiadas referencias, sin la responsabilidad de abrir, que el espectador llegue a la sala extraviado, de mal humor, porque cerraron en sus narices las puertas de otro cine repleto, y entonces actuar.
Que el espectador, en principio escéptico, vaya dejando las rositas de maíz a un lado, vaya reacomodándose en la silla, vaya calmando su respiración, vaya olvidando, y vaya asumiendo, con obediente fervor, el mazazo no ya de un filme entero, sino de un par de escenas, de un diálogo o de una toma cualquiera que le hable como nunca nada le ha hablado anteriormente.
Todos los clásicos, los verdaderos, tienen que haber empezado así. Seguro. No en las inauguraciones, donde la gente sigue más las personalidades que la película, y donde la barrera está tan alta que uno siempre sale pensando: no eran tan buena como para abrir.
Los Van Van romperán el hielo el mismo día de su cuarenta y tres aniversario. Muchísimo, demasiado tiempo en la popularidad como para que no rebase nuestro entendimiento. Sin embargo, su relación con el cine no es reciente, ni siquiera se remonta al documental que le hicieron, o a la banda sonora de Los pájaros tirándole a la escopeta.
El arte a pulso, sea cual fuere la manifestación, mueve los mismos resortes y se apropia de los mismos símbolos. Hay melodías que parecen la traducción de determinado libro y ambos, a su vez, la representación estética de la muerte, la soledad o el amor.
No sé exactamente si se refiere a la contundencia del paso, a la nostalgia de los andenes, a la imponencia de la armazón o a una suma de todas, pero el emblema de los Van Van es un tren. Repito: un tren. Una cosa de hierro que se mueve. ¿Y alguien recuerda la llegada de qué filmaron en la primera cinta los hermanos Lumiére?