Las malas compañías

Hacía mucho tiempo no pensaba en Yero, la costumbre me llevó casi a olvidarlo. Sin embargo, la noche del 10 de junio, una noche sin nubes y sin olas, lo recordé bastante, durante veinte o treinta minutos. Dicho así parece poco, pero treinta minutos es demasiado. Todo lo que uno puede pensar sobre algo cabe en treinta minutos, incluso con distracción.

Yo había tomado un taxi desde Cerro y Boyeros hasta el Vedado, y cerca de la Plaza de la Revolución me vino a la cabeza la primera conversación que sostuvimos. Nuestra conversación, sin embargo, no había sido en la Plaza, sino en G y 27, al filo de las seis de la tarde. Oscurecía, recién empezábamos la universidad, y Yero todavía no era mi amigo, no nos unía esa extraña comunión que luego, más de una vez, nos salvaría, una alianza cimentada en la aniquilación y el rechazo.

No nos necesitábamos para vivir. Éramos un lujo eventual, alguien que permanecía o que pernoctaba ahí, como un fantasma o un intruso en medio del bosque abandonado. A veces me adentraba en el bosque y encontraba a Yero. A veces no encontraba a nadie. Debo decir que yo prefería que Yero apareciera, supongo que todo el mundo necesita una persona así en su vida. A nadie le gusta atravesar el bosque solo.

Aquella vez salimos del aula –cursábamos la segunda semana de la universidad- y hablamos de un modo ingenuo, pero reconfortante. Yo le dije que me gustaba Dostoievski y Yero me dijo que le gustaba Tolstoi. Yo le dije que me gustaba Stendhal y Yero me dijo que le gustaba Flaubert. Ambos convenimos en que nos gustaba Chéjov. Yero me dijo que le gustaba Gogol y yo le dije que no lo había leído. Apenado, me preguntó por Cervantes y le dije que tampoco lo había leído. Yo pensé que lo decepcionaba, pero a Yero le agradó mi sinceridad. Supongo que todo el mundo debiera conseguirse alguien que negocie en esos términos.

Le mencioné a Carpentier y reaccionó contento. Luego supe que Yero había leído mal a Carpentier. Y yo también. Yero deslumbrado por el Carpentier descriptivo y yo por el Carpentier erudito. Nadie nos corrigió, nos corregimos solos, en el camino. A partir de una frase del propio Carpentier -“la grandilocuencia es antihumana”- releímos sus libros, y todo lo demás. Con otra ideología, a los dieciocho años, tuve que empezar de cero, por Twain y por Verne. Esa tarde, además, ambos nos preguntamos qué hacíamos en periodismo. Ambos habíamos elegido periodismo sin grandes pretensiones. Queríamos escribir ficción, no nos interesaba mucho la noticia. Creo que ese no es un mal síntoma, pero hay quien puede pensar lo contrario.

Con el tiempo, conversamos mucho, pero siempre en momentos puntuales. Diálogos, digamos, bastante básicos. Un tanto niñatos y anoréxicos, propiciábamos con ímpetu el reencuentro. Concluimos que el mundo conspiraba contra nosotros, pero resultamos menos importantes de lo que creíamos. Pasamos primero, segundo y tercer año. Yero estuvo a punto de dejar la universidad. No lo hizo. Yo seguí escribiendo, como un demente, diez o quince cuartillas diarias, y Yero, hastiado, se fue a hacer cine. Hizo malos documentales, donde la gente salía en negativo. Solo a mí me gustaban.

La noche del 10 de junio me senté en el Malecón y me puse a mirar el mar. No soporto el Malecón y no me gusta el mar, pero me senté porque por primera vez en mi vida no estaba esperando a alguien. Pensé que ya era un hombre. Cuando uno se sienta solo, no para que alguien lo rescate, no para que alguien pase y te consuele, no para que alguien te observe y se compadezca de tu actitud contrita, sino para cruzar la frontera o volver cobardemente sobre tus pasos, algo se ha hecho irreversible, algo que a falta de mejor nombre podríamos llamar conocimiento y paz.

Sobre los riscos, por la zona del hotel Riviera, las aguas eran limpias y cloradas como en una piscina. Después se volvían azules y después negras. No había un bote en la línea del horizonte y solo dos o tres puntos insignificantes en el cielo. No estrellas, ciertamente, más bien gérmenes, principios de estrellas, boquetes o rasgaduras diminutas en el manto profundo de la madrugada habanera. Me hice, en cambio, una pregunta estúpida: ¿cómo era posible tanta agua, tanto océano?

Yero había pedido prórroga y no iba a graduarse en junio de 2013. Desde tercer año sabíamos que la universidad no daba más, pero también sabíamos que afuera todo andaba peor. La tarde siguiente vendría mi familia y mis amigos y yo expondría mi tesis sobre la migración. Miré el mar para tener conocimiento de causa, pero el mar, tan sugerente siempre, tantas veces mencionado, era un páramo desierto, no me decía nada.

Vacío y maltrecho, cansado de dar pelea, retrocedí. Crucé la avenida y me hundí en la ciudad. Yero no estaba en La Habana. Yo todavía era estudiante, y espantado, más bien por necesidad, entendí lo único que habría de entender en tanto tiempo. Todo lo que parece un lujo eventual, escuchen, no es un lujo eventual. Es un refugio.

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