La mayor de mis hermanas acaba de comenzar doce grado, y no sabe todavía la carrera universitaria que va a pedir. Cuesta creer que la vida de uno se decide en instantes, en un fallo eventual donde influyen los padres, los maestros, los compañeros de aula, toda esa sarta de desconocidos. Sin embargo, no le he dicho eso. Le he dicho, para consolarla, lo mismo que me dijeron a mí. Que todavía queda tiempo, y la verdad es que no le queda nada, apenas un puñado de meses durante los cuales su indecisión no variará un ápice, ningún consejo ni voz hará de su incertidumbre un sitio menos oscuro.
La mayor de mis hermanas será finalmente lo que quiera la casualidad. Que es lo que nos sucede a todos los sujetos comunes. Yo estuve a punto de ser maestro. También cursaba duodécimo grado, y como en Cuba los estudiantes le huyen al magisterio, trajeron a la escuela una profesora de primaria para que rescatara, con su oratoria y sus anécdotas, nuestra extraviado amor por la docencia. Es decir, que nosotros realmente queríamos impartir clases, pero no nos habíamos enterado.
Reunieron al año entero, unos cuatrocientos muchachos, y nos sentaron en el pasillo central. La profesora habló durante dos horas, y a mí me inspiró, en el trance, desde miedo hasta lástima, con los dos pies sujetos a la estupefacción. Es lo más cerca que he estado de un culto religioso y de una conversión. Su tono era admonitorio y a veces intentaba seducir con sutilezas. Cada veinte minutos preguntaba si alguien se había decidido, y al recibir una negativa unánime, volvía a la carga, enfurecida por su fracaso, por nuestra insensibilidad para con el país, y nuestra falta de responsabilidad con las necesidades del momento.
Decía que nosotros no sabíamos la satisfacción que significaba enseñar a leer y a escribir, o que un alumno de pañoleta roja te mirara con su rostro inocente mientras aprendía el común denominador o la cronología de la Guerra de los Diez Años. Algunas muchachas avispadas le respondían que para un maestro verdadero educar a un alumno debía significar lo mismo que para un arquitecto construir un plano, o para un médico salvar una vida.
Si yo no hubiera descubierto el propósito de la profesora, probablemente me hubiera enrolado en su cruzada. Uno tiene que dejar hablar a los contrarios turbios. Desesperados, al menor pestañeo, pondrán al desnudo sus intenciones y ya no se detendrán. Hacía años que nadie de la vocacional de Matanzas se inclinaba por la pedagogía y a ella le habían encomendado la tarea de llevarse consigo a uno, al menos uno de los bachilleres supuestamente más aventajados de la provincia. Era una cuestión estadística, y había algo falaz y diabólico en la propuesta y los argumentos de aquella mujer.
Hizo que me sintiera como un pecador, como una oveja descarriada del camino de Dios. De algún escritor contemporáneo, creo que un escritor de habla inglesa, leí yo que la sociedad que exige y promueve el sacrificio como forma del bien… bueno, no recuerdo exactamente lo que leí, me ha quedado como un rezago, y el rezago dice que la sociedad que exige y promueve perennemente el sacrificio como forma del bien desconoce el placer y sin placer no se llega a ninguna parte. Decir esto en Cuba, sin embargo, puede resultar peligroso. Casi nadie lo tomará en su justa medida.
Luego entendí por mi cuenta que el sacrificio, salvo para los héroes, es coyuntural, además de un ejercicio íntimo, un convencimiento puro. Todos los sacrificios colectivos, desde la quema de Bayamo hasta Playa Girón, se han conformado de pequeños y voluntarios sacrificios individuales, y la Patria ha salido ilesa en buena medida porque anteriormente los patriotas lograron quedar en paz con ellos mismos.
Hubo, por tanto, un desfasaje aquella tarde. O la profesora nos vendía una gesta inexistente o los cuatrocientos alumnos éramos unos bastardos sin alma, egoístas sin salvación alguna. Mi intuición me decía que había hecho lo correcto, pero mi intuición me ha fallado muchas veces.
Semanas después hablé con mi padre y le comenté el tema. Le dije que pensaba compensar mi negativa al magisterio con un pedido voluntario para cumplir el servicio militar en la frontera, en Guantánamo. Hice el pedido, junto con otro amigo, pero nunca nos respondieron. Mi padre me miró, y mientras se servía un vaso de agua me aconsejó que no me perturbara. No tienes nada que buscar en un aula, dijo. Guantánamo sí, si quieres, pero maestro no. Hay una diferencia, sentenció. Averíguala.
Mi padre, en su momento, había ido a Angola, había pedido entrenamiento para insertarse en alguna guerrilla latinoamericana (ya he dicho esto antes), y había asumido el Período Especial con estoicismo, con más estoicismo que el estoicismo común, que ya era mucho. De mi padre, siempre en el límite del sacrificio, yo esperaba otra respuesta, no un asentimiento tan rotundo. No entendía bien qué era lo que estaba sucediendo, o qué era lo que había sucedido. Tenía, en ese entonces, diecisiete años. Ahora tengo veintitrés.
Carlos: Me gusta tu comentario y me quede con el deseo de seguir leyendote, me quedó el aquello de querer escuchar de ti, como me tienes acostumbrado, alguna propuesta concreta. Es cierto que hace falta una vocación para ser Maestro. Es cierto que tenemos la gran meta lo que lo somos de poder asegurar el relevo. Es cierto que los padres quieren que sus hijos tengan maestros en la escuela, que además sean buenos. Es verdad que el maestro es importante en las primeras edades no solo para educar la personalidad sino para instruir. Hay otras cosas tan ciertas que no pongo aquí y que sabemos todos, o al menos eso creo yo. Sin embargo es una gran verdad que los padres entonces le dicen a sus hijos -que ni loco estudien eso- o ellos lo deciden por lo que ven en las aulas. Lo cierto Carlos es que necesitamos maestros y si pueden entrar a formar parte de esas carreras de maestros, los mejores estudiantes, los mas motivados, para que luego logren ser buenos maestros, sería entonces mejor. Qué otras cosas podemos hacer para que cada vez más estudiantes quieran ser maestros?.
A mi escuela vocacional también llegaron con esa empresa, seguramente con mucho menos entusiasmo (no insistieron demasiado); pero con el suficiente como para hacerme sentir responsable de aquello. Patrones que identifico como una especie de “administradores de la conciencia” y mi propia percepción de la situación me pusieron al borde de enrolarme. Me costó mucho desistir de aquel impulso. Me ayudó la certeza de que aquel sentido de la responsabilidad y el sacrificio era abstracto por completo, que de la voluntad de la masa (y no de la suma de las voluntades individuales) no puede resultar nada bueno; y que, en fin, yo sería mucho más útil haciendo algo que me proporcionara placer, no solo por mí, sino por el colectivo humano al que pertenezco. Lo que no pasa por el corazón no llegará nunca al corazón.
PS. Este, permíteme, no es uno de oficio.
Ojo, la real y única administradora de mi consciencia soy yo misma.
Yo fui una de las “muchachas avispadas”, si es que se nos puede llamar así teniendo en cuenta que luego nos encerraron en la dirección…y ya sabes…..
El caso es que recuerdo tristemente ese día, me molestaron muchas cosas:
.Me molestó que intentaran manipularnos de esa manera tan torpe que subestimaba totalmente nuestra inteligencia.
. No soporté cuando intentaron cuestionar a nuestros profesores por ser los supuestos culpables de no inculcarnos la pasión por ser maestros.
. Fue triste contemplar como solo tres “avispadas” fuimos capaces de dar una opinión contraria a la que nos estaban imponiendo.
. Fue el colmo cuando después de la reunión las “avispadas” fuimos seriamente cuestionadas por opinar en un espacio donde se nos pidió nuestro criterio.
. Pero sobre todo, se me oprimió el pecho al descubrir que esa muchacha frustrada u otra de esas que se formaron con “prisa”, con un discurso tan absurdo, tan mediocre…podía ser algún día la maestra de mis hijos
El rechazo por las carreras pedagógicas se ha vuelto casi generalizado. La devaluación de una profesión que antaño constituía orgullo es factor común en todas las opiniones. ¿Culpa de quién? La respuesta a mi interrogante, los posibles ¿Por qué? bien valdrían otro post.
Genial el tuyo amigo (con perdón del sustantivo) Carlos.
Tenía el patrón en casa. Demasiado cerca como para no conocerlo como era, como solo se conoce algo desde la convivencia perenne. Hasta ayudaba a calificar a mi mamá (nunca fui malo con la ortografía y las leyes gramaticales, dejando la modestia a un lado, si eso se permite), y le proponía medidas justicieras.
Pero cuando en 12 grado llegó la hora final, cuando nos agruparon (parece cosa de hábito en esa hora de la vida, ¿eh?) para decirnos que el mejor camino era “el que el Pedagógico nos ofrecía”, cuando tuve que levantarme dos veces para oponerme a aquel director que me conminaba a hacer lo que yo no había imaginado siquiera para mí, cuando me dijeron que me daban cinco minutos para repensar mi respuesta y riposté con que no decidiría mi vida en un regalo de cinco minutos, cuando respiré la aprobación de mis maestros a mis espaldas (bajito, para que el director no los oyera), cuando soporté luego el “paso al frente” oportunista de quien había decidido hace mucho ser maestra, cuando relajé el pecho al escuchar la repetición de mis palabras en el resto del grupo que le hablaba al director mirándome…. cuando todo eso sucedió, me di cuenta de que estaba (estábamos) madurando, y ya nada iba a hacerme cambiar la idea tomada: ayudaría a mi país desde el sitio en que más útil pudiera serle. Y con conciencia propia.
Buen trabajo, Carlos. Como casi siempre. Ah, esto lo escribe alguien que hoy comparte su profesión con la enseñanza universitaria, como parte de una decisión personalísima.
Estando en 12 grado, en el ahora lejano 1996, ingresé al Destacamento Pedagógico y a mucha honra. Mi primera opción fue Comunicación Social y luego Filología, las carreras que más se parecían a lo que quería ser: periodista… Pero las otras 5 opciones eran todas carreras pedagógicas. Me gusta la docencia. Mi abuela fue maestra normalista, y mi papá trabajó toda su vida en la Universidad de Las Villas. Ya en la UH, estuve en el Destacamento Villena y di clases de Cívica en secundarias de San Isidro y el Canal, y después me metí de profe en aquello de la universalización de la educación superior. Fui profe en la Facu, incluso tuve la suerte de tener a Carlitos como alumno esporádico, y he disfrutado cada experiencia docente a plenitud, porque sentía que de cierta manera pagaba una deuda con mi sociedad… Sin embargo, no sería maestro a full time ni a jodía, porque para serlo de verdad, hay casi que tener vocación de martir. Y no…
Yo tengo 29 años, a mi IPVCE fueron hablando en nombre de la Revolución. Yo tenía mi carrera de Periodismo en la mano. Y me negué. Con el alma bien pesada le conté a mi madre. Su respuesta: “En nombre de la Revolución se han hecho muchas cosas”. Desde entonces vivo más aliviada 🙂
Pues a mi escuela llegaron y a mí me convencieron y me fuí…. Di clases por 6 años en una pequeña escuela de La Habana Vieja mientras estudiaba en la universidad algo que no tenía que ver nada con la docencia. El día de mi tesis la oponente se me acerco al terminar la defensa y me dijo – usted tiene 5 puntos, se nota que es maestro, usted si sabe exponer una tesis. Ojala todos los estudiantes del diurno tuvieran aunque sea unos meses de esas experiencia. Hoy hago lo que quería hacer desde muy pequeño, la respuesta a la pregunta “…Y que vas hacer cuando seas grande?” con tan solo 10 años. Los días de maestro quedaron en el pasado, pero aun si camino por la Habana Vieja nunca falta el grito de “PROFE!!!” y eso mi amigo Carlos, como te conto aquella maestra de primaria, reconforta y alegra.