Eliseo Diego nos dejó en herencia el tiempo. Nos dejó, incluso, todo el tiempo, pero no nos dijo, quizás porque no sabía, o porque sabía demasiado bien, qué debíamos hacer con el legado. La lenta transpiración de sus poemas es quizás la marca distintiva de un escritor tan sereno. Ya En la Calzada de Jesús del Monte, Eliseo muestra un toque, una calma suspendida que nunca lo abandonará. No se precipita jamás, no se atolondra. Eliseo dicta siempre “desde el sitio donde tan bien se está”, un rincón o un portal, en cualquier caso un reducto a través del cual el tiempo, líquido, se filtra como si pasara por el colador sin mango del café. El tiempo cae en gotas destiladas.
Pero los lectores no debiéramos perder de vista que el café en el fondo deja borra. La borra, cierto, es lo último que se observa, e incluso si el anfitrión es lo suficientemente educado puede que nos oculte el momento en que echará la tapa, íntegra, granulosa, a la basura. Pero nosotros también hemos sido anfitriones, y sabemos que la borra es lo primero que se decanta, la base sobre la que flota el milagro, el tiempo oculto del poema.
Para el escritor, no hay manera de que el tiempo de un poema pueda ser luego el tiempo de su lectura. El tiempo del poema para el poeta es siempre el tiempo fragmentado, astillado, caótico de su ejecución. El tiempo del poema queda indefectiblemente asociado en la mente del escritor a la borra del café, a los lugares, las situaciones, los infantiles nexos, las descabelladas ataduras con las que el texto se fue componiendo. Al escritor le está prohibida la visión del conjunto, el primer impacto del poema como totalidad.
La lectura sería, pues, el instante en que degustamos, los breves segundos en que la infusión nos quema la lengua o nos imprime en el paladar su esencia amarga o dulzona, antes de seguir camino y extraviarse en el caldo reverberante de los jugos gástricos, en la fábrica central del organismo.
En el arco hacia la canonización del poema, es decir, hacia la implementación de su efectividad, la lectura per se no es, como sospechamos, el último paso. Yo no sabría decir cuál es el último paso, pero conozco de primera mano su incidencia, el modo en que el poema permanece y cuenta, y me atrevería a proponer una alegoría. El último paso posee la sutileza del humo del café, que asciende en medio de nuestra distracción, y la consistencia de la mancha, del tiempo derramado; el modo en que el café, que ya no es café, sino un ruido sobre la tela, nos activa la ansiedad, la creciente adicción.
Vea también: Maneras del tiempo (I)
el anterior me gustó, este no tanto. Y que conste que no fue porque no haberlo entendido.
Al menos me pareció entenderlo 🙂