No me quiero ni acordar, el recuerdo es bastante doloroso: a las cinco y media de la mañana sacaban los cerdos del corral, los arrastraban por todo el patio en medio de sus berridos, los inmovilizaban frente a la casa y ahí, de una puñalada por el cuello, los mataban. El alarido era tan desgarrador que yo a veces no podía reprimir una lágrima. Yo era un niño demasiado sensible, no hay que darle más vueltas, porque mi hermano, dos años menor que yo, apenas escuchaba el traqueteo de la puerta del corral, se levantaba de un brinco de la cama e iba a ver como mataban al puerco. Más de una vez, incluso, pidió que lo dejaran dar la puñalada, lo que pasa es que mi abuelo era un hombre prudente: “cuando seas grande quizás, déjale eso a los hombres”. Mientras tanto, yo me tapaba los oídos, tratando de no escuchar nada. Lo peor era cuando el matarife no era muy ducho: a veces el puerco tardaba en morir y los jadeos de su estertor eran peores que los alaridos. Una o dos veces al año, en casa de mis abuelos, mataban dos puercos, para repartir la carne entre toda la familia (los vecinos también cogían lo suyo) y acumular manteca en tres latones bien grandes que se almacenaban debajo de la meseta de la cocina. Aquello era una fiesta, la familia entera se reunía en la finca y había comelata todo el día. La única que no comía mucho era mi abuela: no dejaba de trabajar, y al final de la jornada, cuando todo el mundo estaba ya sentado frente al televisor, ella todavía estaba fregando calderas, bandejas, platos, cubiertos y espumaderas.
Ya les dije: no me gustaba el momento mismo del sacrificio, pero después ya era otra cosa. Apenas se hacía el silencio me vestía corriendo y me iba a ver el proceso. Un cerdo muerto no es lo mismo que un cerdo a punto de morir. Un cerdo a punto de morir puede ser una criatura aterrorizada, luchando por su vida. Un cerdo muerto, siendo muy pragmáticos, es un objeto. Así que me gustaba ver cómo le echaban agua hirviendo, lo raspaban con cuchillos y le dejaban la piel blanca, limpia y lisa. El mejor momento era el de abrirlo. Eso siempre lo hacía mi abuelo, con una precisión quirúrgica. Desde el cuello hasta el trasero iba abriendo un tajo con cuchillo muy afilado. Yo lo miraba atontado: iban saliendo a la luz los secretos ocultos de un organismo, los órganos frescos, podría decirse que todavía palpitantes. Como mi abuelo notaba mi interés, ahí mismo me daba una clase de anatomía: “Estos son los pulmones, este es el corazón, este es el estómago (hay que tener cuidado, no vaya ser que lo perforemos), este es el hígado, estos son los riñones…” Yo apenas me movía de mi sitio en toda la mañana, atento a sus explicaciones. A mi hermano, más dado a la aventura que a la contemplación, aquello lo aburría y se iba a hacer sus trastadas. A eso de las 9 de la mañana comenzaban a freír los chicharrones y las empellas. Cuando escurrían la manteca y aquello se refrescaba, mi hermano y yo comenzábamos a buscar frenéticamente la cola frita del cerdo. Mi hermano la encontraba y yo le rogaba que me diera un pedacito. Casi siempre por gusto.
Ay Yuris esta historia con otros nombres se repitió en mi familia. Podrías preguntar a Abel Invernal por la veracidad de mi planteamiento.