Está lloviendo mucho, menos mal, los últimos veranos fueron un castigo solar. Hace mucho calor, claro, los aguaceros no refrescan demasiado. Pero al menos la vegetación agradece tanta agua. Hace dos años el parque de al lado de mi casa estaba amarillo y reseco, hoy luce un espectro hermosísimo de verdes. Ya les he contado que me gusta la lluvia, sobre todo cuando estoy en mi casa acostado. Otra cosa es que te sorprenda sin paraguas en medio de la calle. Pero en sentido general me gusta. Cuando era niño —también lo he contado, tendrán que perdonar los vaivenes de la memoria—me bañaba en los aguaceros y chapoteaba en los charcos. Pocas cosas tan divertidas, lo sabrán los que han chapoteado sin miedo a enfangarse hasta el último pelo. Pero la verdad es que desde que crecí me la he pasado evitando los charcos. Uno se vuelve demasiado cuidadoso, demasiado timorato, demasiado aburrido. ¡Con lo rico que es saltar en medio de un charco y salpicar para todas partes! Ahora, ya les digo, tengo que cuidar mis zapatos. Y descalzo no salgo a la calle para nada. Los años, ya saben. Pero bueno, tampoco es que perdamos la curiosidad, digo yo. Así que ahora, después de un aguacero grande, salgo a la calle con la cámara para fotografiar la ciudad mojada. Lo más bonito de un aguacero es cuando escampa —me decía mi abuela. Y tenía razón. Todo luce tan limpio, tan renovado. El aire, incluso, tiene otra consistencia. Los sonidos rutinarios repercuten armoniosos en una atmósfera tamizada. Y ni hablar del olor a tierra mojada…
Estaba el otro día fotografiando un charco cuando se me acercó una niña de unos nueve o diez años.
—¿Qué haces? —me encanta que los niños me tuteen, me da la impresión de que todavía me consideran joven para tratamientos más formales.
—Estoy haciendo fotos.
—Pero, ¿en el charco? —se acercó un poco.
—Sí, en el charco. ¿No te parece interesante fotografiar un charco?
—Un charco es agua sucia. No es bonito.
—A primera vista. Pero si te fijas, un charco también puede ser un espejo. UN espejo mágico.
—¿Cómo el de Blancanieves? —se rió burlona.
—Más o menos. Ven, mira el charco desde aquí. ¿Qué ves?
—Se ven las matas.
—Pero no se ven igual.
—Se ven patas arriba.
—Pues en los charcos el mundo está patas arriba. Tú misma, en este charco, vives al revés. Vas a la escuela al revés, duermes al revés, juegas al revés, y si te metes en un charco, entrarás al revés…
La niña se echó a reír. Me miró condescendiente y divertida.
—Tú lo que estás más loco que una cabra —y se fue dando salticos.
Jejejeje, una croniquita muy graciosa, para refrescar…