Pasé unas cortas vacaciones en mi pueblo natal y una de esas tardes amelcochadas en que uno no encuentra nada que hacer, me decidí a dar un paseíllo por calles y barrios por los que no pasaba desde hacía años, más de veinte, que vienen siendo muchos para quien todavía no ha cumplido cuarenta.
Andando y andando, recordando y recordando, llegué a la vieja fábrica de levadura, que está en las afueras del pueblo. Una armazón de metal y concreto, bastante grande, si tenemos en cuenta la escala constructiva de un poblado de provincias.
La Torula llamábamos a esa fábrica, porque creo que así se denominaba esa levadura que servía para alimentar el ganado, a partir de subproductos de la caña de azúcar; o porque ese era el nombre de la tecnología, o qué sé yo por qué la llamábamos la Torula, aunque debería saberlo, porque cuando estaba en séptimo grado integré un círculo de interés de tecnología azucarera (a estas alturas todavía no sé qué hacía yo, tan poco dado a las tecnologías, en ese círculo tan especializado) y una de las actividades prácticas fue un recorrido por esa fábrica.
Eso sí me gustó, para que vean, porque fue mi primera visita a una fábrica de verdad, llena de maquinarias y ruidos, y vapores, y esteras y mucha gente moviéndose de aquí para allá. Resulta francamente hechizante asistir a un auténtico proceso fabril, ver que algo entra por un lado y una hora después sale por el otro transformado en una cosa completamente distinta.
Una tarde entera estuvimos en aquella fábrica, para envidia de nuestros compañeros de aula que integraban círculos de interés un poco más convencionales, por ejemplo, Comercio y Gastronomía. No me negarán que entrar a una fábrica de verdad es mucho más interesante que meterse en el almacén de una tienda por departamentos.
Me he parado otra vez frente a la puerta de la Torula, más de veinte años después. La fábrica, evidentemente, estaba cerrada. Seguro dejó de ser rentable. No había un alma por todo aquello, no se escuchaba un grillo.
De pronto descubrí una anciana, en la destartalada garita, tratando de abrir un coco con un machete. Me miró un instante, extrañada, como si le sorprendiera que alguien se aventurara por allí a esas horas, y siguió ocupada con su coco, ajena a lo demás… como si todo fuera el coco, el machete, la fábrica desolada, el silencio…
A cada rato yo pasaba por la fábrica de levadura Torula, así le decían en Coralia, ese rincón entre Falla y Ranchuelo donde nació mi papá y enterramos a mis abuelos. Pasábamos por ahí cuando íbamos a Ceballos, a ver a mi prima a la Vocacional, y si mal no recuerdo, teníamos que entrar por el entronque de Peonía… ¡Vaya nombrecitos! Mis abuelos murieron, mi tía se mudó, y aunque aún me quedan parientes por la zona, jamás he vuelto a aquellos lugares donde tanta naranja dulce comí… Naranja dulce… ¿recuerdan esa especie?
Yuri esa historia me recuerda a la también Torula del pueblo donde naci ubicada la fábrica en Guatemala lugar donde hubo un CAI azucarero y que desapareció en el período especial y junto a este la fábrica, hoy no se qué hacen en ella porque lamentablemente nunca llego hasta allí pero me la imagino en casi las mismas condiciones que la de tu añorado pueblo.
Mi familia es de ahí mismo de Violeta, de niño (años 80 y principios de los 90) siempre iba en las vacaciones a pasar un mes allá. Recuerdo descubrir que ya iba llegando por el cambio en el olor del aire, que era mucho más notable para los que no estábamos acostumbrados al mismo, olía como a dulce o melaza; no podría explicar exactamente a que, pero olía a Violeta. Regresé la última vez en el año 2004 y ya no olía igual, le comenté a la familia y unos me decían que era por la Torula y otros que por el central, nunca se pusieron de acuerdo. Gracias por estas líenas Yuri, me trajeron muy lindos recuerdos.
Me ha dado una alegría leer el comentario de Raymer Lopez. Es que Violeta olía dulce!!! No era mi imaginación!!! Por esa misma fecha pasaba mis vacaciones en casa de mis tíos, toda mi familia por el lado paterno vivía allí. Siempre sabía que estaba llegando por el olor, que en casa de mi tía era mucho más acentuado y hacía infinitamente más apetitoso el potaje de frijoles negros. Allá me llevaba mi Pa porque desde que ponía un pie en pueblo se me destapaba un apetito voraz, yo que casi no comía y era la viva estampa del subdesarrollo. Mi papá le decía a mi tía que me engordara un poquito, pero no hacía falta, yo me comía lo que apareciera, siempre había un olor tan delicioso! Cuando mi mamá, ya en mi pueblo, me preguntaba por qué sí comía en Violeta pero no en casa, yo siempre le decía: Porque allá huele rico! Resulta que 30 años después, yo tenía razón.