Vindicación de Pepe Grillo

Foto: Kaloian.

Foto: Kaloian.

Cuando estudiaba en la Lenin, allá por la segunda mitad de los setenta, en una ocasión un amigo y yo leímos fascinados algo acerca del naufragio de La Méduse y los horrores que siguieron, así que decidimos… ver cuánto tiempo podíamos resistir sin beber agua. En fin, una de esas decisiones que parecen tan cool en la adolescencia. Ese mismo día fuimos a almorzar y nos sonamos el almuerzo reseco de la beca sin líquido alguno. Por la tarde ya me dolía la garganta, pero me porté como un hombrecito y resistí. A eso de las ocho de la noche, alguien chivateó a mi socio: “hace un rato lo vi en el bebedero, tomando toda el agua que le dio la gana”. Fui a ver al desertor y le eché en cara su traición, que admitió con naturalidad, incluso extrañado por mi vehemencia. Yo, digno, aguanté todavía el resto del día, pero a la mañana siguiente me bebí varios litros casi sin respirar.

También hubo una ocasión en que debimos hacer, muchachas y varones, la terrible marcha de 62 kilómetros. Una de esas cosas patrióticas. El punto es que éramos muy jóvenes y claro, parecía normal que muchos no pudieran llegar al final, nadie veía con malos ojos que después de diez kilómetros alguno dijera “no puedo más”, y hasta ahí. Lo jodido fue comprobar –como habrán adivinado, yo fui uno de los fundamentalistas que se lo tomó en serio, no tanto por patriotismo sino asumiéndolo como un reto personal, una exploración de mis límites– que a mitad del camino te pasaban por el lado carros y ómnibus atestados de condiscípulos, entre los que figuraban, cómo no, algunos dirigentes de la FEEM y más de un profesor. Igual llegué al final, aunque luego supe que la caminata misma fue algo más bien simbólico, u otra mentira, según se mire: en realidad el trayecto que nos diseñaron tenía poco más de treinta kilómetros.

Honesty, de Billy Joel, sonaba a todas horas en 1978. Según él, la honestidad era principalmente lo que esperaba de una chica. En ese ámbito yo, adolescente, tenía otras prioridades. Tuvieron que pasar unos cuantos años para comprender que el buen Billy no andaba descaminado, y que la honestidad se integra a una familia de virtudes cuyos quince minutos, como nunca antes, amenazan con remitir. Es cierto que este es –y ha sido siempre– un mundo cruel en que la inocencia se pierde de diversas formas y en todas partes, pero conviene no olvidar que la capacidad de diferenciar el bien del mal (y no solo entre lo que es bueno y malo para uno) también nos hace humanos. Ahí han estado la religión, la policía y demás delimitadores de primaveras para recordárnoslo, pero hablo de algo hoy día tan ridículo y destartalado como la conciencia moral, ese Pepe Grillo interior que te señala el camino correcto.

“Es la canción de los que aprendieron a estafar”, dice Silvio en La niña llora, un viejo tema inédito. No digo yo si la gente se desengaña, con el mundo como va, y no solo en los grandes temas (violencia, intolerancia, degradación ambiental, el contacto humano cada vez más reducido a información online): cuando alguien arroja una lata de cerveza a la calle, o en la playa, cuando un vecino invade los parterres y otros espacios colectivos, la solución no tendría que ser arreciar la vigilancia y doblar las multas; en un mundo perfecto, el ciudadano tendría que abstenerse en primer lugar por convicción propia. El cinismo y la corrupción, el joder al prójimo son tendencias universales, acá somos meros aprendices, pero en otros países ciertas pequeñas liturgias, ciertos pequeños rituales suelen funcionar, y no solo porque la punición resulte insoslayable. En el primer mundo, por ejemplo, hay recipientes distintos para la basura plástica, orgánica, de cristal, etcétera, con vistas a su posterior reciclaje. Me pregunto, no ya si alguna vez tendremos esa especialización acá sin que la gente se robe o canibalee los latones –en estos casos la necesidad, la escasez funcionan como explicación, mas principalmente como excusa– sino si el cubano será capaz de clasificar disciplinadamente su basura solo porque entiende que es lo correcto y no porque un policía lo mire por encima del hombro.

En general nos hemos acostumbrado a mentir impunemente y, lo que es peor, sin remordimientos. A prometer cosas no para cumplirlas, sino para quitarnos al otro de encima por un rato. A hacer cosas que sabemos mal hechas simplemente porque no nos importa y nadie va a castigarnos. A joder a los demás porque se puede. Al paripé. Más que doble moral, es una especie de criminalidad natural sin apenas cortapisas y que muchos tienen por algo positivo, ser un cabrón de la vida, ser hombre. En la práctica nuestro código ético, nuestros diez mandamientos se reducen al “No matarás”. Y mejor lo dejo ahí, no sea que me acusen de dar ideas.

Salir de la versión móvil