Cartas que no se extraviaron

James Joyce. Fragmento de una ilustración de Delphine Lebourgeois. Tomado de The New Yorker

James Joyce. Fragmento de una ilustración de Delphine Lebourgeois. Tomado de The New Yorker

La correspondencia es un género perverso: necesita de la distancia y de la ausencia para prosperar. “Solamente en las novelas epistolares”, escribe Ricardo Piglia en Respiración artificial, “la gente se escribe estando cerca, incluso viviendo bajo el mismo techo se mandan cartas en lugar de conversar, obligados por la retórica del género”.

Siempre me han fascinado los epistolarios. Las cartas que no son para mí. Las cartas de los otros; especialmente si esos otros son grandes amigos. Gente que uno conoce. Que ha leído. Gente como Franz Kafka o James Joyce, por ejemplo. Todo ese aspecto de escritores severos, todo ese aire filoso del Ulises y La metamorfosis lo borré de inmediato después de leer Cartas a Felice y Cartas a Nora. El primer libro muestra las dentelladas de un Kafka abriéndose caminos sentimentales a golpe de dos, tres y hasta cuatro cartas por día: “Una vez me dijiste que te gustaría estar sentada a mi lado mientras escribo; pero date cuenta de que en tal caso no sería capaz de escribir […] nunca puede estar uno lo bastante solo cuando escribe, […] nunca puede uno rodearse de bastante silencio […] la noche resulta poco nocturna, incluso”. (En 1912, el primer año de esta relación epistolar, Felice Bauer recibió casi trescientas cartas.)

El segundo recoge lo que queda de la correspondencia en un solo sentido entre Joyce (pederasta mental y monógamo) y Nora Barnacle (esposa todoterreno y célebre fornicadora). En sus páginas el sátiro irlandés luce más o menos así: “7 de agosto de 1909. 44 Fontenoy Street. Son las seis y media de la mañana y hace frío mientras escribo. Apenas he dormido en toda la noche. ¿Es Giorgio hijo mío? La primera noche que dormí contigo en Zurich fue el 11 de octubre y él nació el 27 de julio. Esto hace nueve meses y diecisiete días. Recuerdo que aquella noche hubo muy poca sangre… ¿Te habías acostado con alguien antes de hacerlo conmigo? Me habías contado que un cierto Hallohan (un buen católico, claro, cumpliendo siempre sus deberes de Semana Santa) quería tenerte, cuando estabas en el hotel, usando lo que llaman un “condón” ¿Llegó a hacerlo?”.

Deprimente.

Los epistolarios son biografías no autorizadas, antologías de chismes, literatura por entregas. Uno descubre, por ejemplo, que la primera cita de Nora y Joyce tuvo lugar el 16 de junio de 1904, y que el impacto en el encéfalo de Joyce fue tan grande ese día que todo el Ulises transcurre la misma jornada. Que los personajes femeninos de Joyce —desde la Gretta de “Los muertos” a la Anna Livia de Finnegans Wake, pasando por Molly Bloom— copian en cierto modo a Nora. Que el tipo era un bizarro sin rival: “He pensado en ti haciéndome gestos sucios con los labios y la lengua, provocándome con ruidos y palabras obscenas y haciendo ante mí el más sucio y vergonzoso acto del cuerpo”. Que cuando una vez le preguntaron a Nora qué pensaba de André Gide, dijo: “Indudablemente, cuando has estado casada con el más grande escritor del mundo, no recuerdas a todos los hombrecillos”. Que Nora Barnacle no leyó nunca una sola página de James Joyce. Que hay que quemar todo rastro de escritura íntima (la posteridad es el peor de los enemigos del hombre). Que Joyce, a pesar de ser magmáticamente celoso, no dudó en pedirle a Nora que se acostara con otro hombre para saber qué cosa era eso del adulterio (“la imaginación es memoria”) y poder reflejarlo en el Ulises. Que el monólogo de Molly Bloom está escrito sin puntuación y sin mayúsculas, tal como escribía la propia Nora.

Todo eso late en cartas con sucesivos flashbacks y desahogos sexuales: “Quizás pienses que mi amor es una cosa sucia. Lo es, querida, en algunos momentos. Te sueño a veces en posiciones obscenas. Imagino cosas muy sucias, que no escribiré hasta que vea qué es lo que tú me escribes. Los más insignificantes detalles me producen una gran erección —un movimiento lascivo de tu boca, una manchita color castaño en la parte de atrás de tus calzones, una palabra obscena pronunciada en un murmullo de tus labios húmedos, un ruido sin recato, repentino, de tu trasero y entonces asciende un feo olor por tu espalda. En algunos momentos me siento loco, con ganas de hacerlo de alguna forma sucia, sentir tus lujuriosos labios ardientes, chupándome, hacerte el amor entre tus dos senos coronados de rosa, en tu cara y derramarme en tus mejillas ardientes y en tus ojos, conseguir la erección frotándome contra tus nalgas y poseerte sodomíticamente”.

Porque, se sabe, nada enamora más que la distancia, que la espera, que la impotencia, la imposibilidad de poseer al otro ahora mismo. Nada enamora más que una carta no devuelta, que un email no contestado, que un mensaje de Facebook no leído.

El amor es también, por qué no, una forma superior de la impotencia.

Kafka lo supo.

(Nota: en nuestro país existe una variante endémica de la impotencia y lo epistolar conocida como “guerrita de email”. Ya saben: el duelo de unos hombres excitados por su naturaleza intelectual que bajan a la cancha del email como gladiadores, ávidos pechazos, para medirse y ganar.)

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