El invierno de 2011 fue uno de los más insensatos de Argentina. El país estaba paralizado, la reelección de Cristina Fernández de Kirchner había disparado el “dólar blue”, Ricardo Piglia incubaba una esclerosis lateral amiotrófica y, para rematar, un año antes había muerto Enrique Fogwill. El sinsentido de ese invierno dejó muchas imágenes pero ninguna ha logrado resumirlo más cabalmente que la mañana de junio, cuando Pablo Katchadjian, autor de El Aleph engordado (Imprenta Argentina de Poesía, 2009), fue demandado por los abogados de María Kodama, la tristemente célebre viuda de Borges, por inocular entre las 4000 palabras de “El Aleph” unas 5600 más con la idea de que el texto borgeano permaneciera intacto y aun así totalmente cruzado por el suyo.
La noticia es viral: “Un día, de la nada”, cuenta Pablo Katchadjian en una entrevista con Juan Terranova, “escribí en mi libreta: engordar textos —por ejemplo `El Aleph´. Unos meses después empecé a hacerlo. Y fue bastante trabajoso, porque quería permanecer en una posición intermedia al engordar: no ser yo ni tratar de ser Borges, es decir, no perderlo a él ni perderme a mí”. Pablo acababa de cumplir 32 años y era conocido sobre todo por El Martín Fierro ordenado alfabéticamente (IAP, 2007); daba clases en la Facultad de Ciencias Sociales de la UBA, y había convencido a una pequeña editorial argentina de publicar 200 ejemplares de una plaquette autoeditada de El Aleph engordado. Pero a la viuda de Borges no le hizo ninguna gracia porque, claro, jamás autorizó cosa semejante, y llamó a su abogado que acusó penalmente a Katchadjian de reproducir una obra “suprimiendo o cambiando el nombre del autor o el título de la misma y transformando dolosamente su texto”. Sangre licuada con vinagre. En otras palabras, lo acusó de plagio. La viuda pedía a gritos un culpable y Katchadjian —orgulloso poseedor de unos de los más extravagantes bigotes de la Historia— daba el papel de villano a la perfección.
Después de un proceso legal que puede ser relatado como una obra de teatro del absurdo —César Aira explicándole al juez en qué consisten los procedimientos vanguardistas; Beatriz Sarlo con la Postmodernidad explicada a los niños bajo el brazo; María Kodama fungiendo de alguacil—, Pablo Katchadjian fue sobreseído. Funcionó. Los abogados de la viuda retrocedían atontados de regreso a la Fundación Borges. Pero, obviamente, jugar con esta clase de fuego tendría su costo: cuatro años después contratacaron con todo. Y no hay que decirlo: el mismo juez que había desestimado el caso en primera instancia, terminó procesando a Katchadjian —el pasado 18 de junio— con un embargo general de bienes por la suma de 80 mil pesos argentinos. Sí, 80 mil, porque con Jorge Luis Borges no se jode. Lo supo Agustín Fernández Mallo cuando en septiembre de 2011 la editorial Alfaguara se vio obligada a desaparecer todos los ejemplares de su libro El Hacedor (de Borges). Remake, y lo sabe ahora mejor que nadie Pablo Katchadjian.
Y como las pesadillas persisten más allá de la lógica, me pregunto: ¿qué haría la Kodama si alguien en Cuba resolviera “engordar”, pongamos, “Funes, el memorioso”?, ¿a quién apelaría en este territorio de nadie que todo lo transforma en caricatura? Imagino a María Kodama y a Bárbara Jacobs, la viuda de Augusto Monterroso, por los pasillos del Ministerio Cubano de Justicia con una larga lista de plagiarios. La viuda de Monterroso interpelando a María Esther Reus: “¿A usted esto no le parece una falta de respeto?”, y acto seguido lee: “Cuando despertó, la erección todavía estaba ahí” (“Minifalda”, de Diusmel Machado); o este otro: “Cuando el dinosaurio despertó… se vio ya en todos los museos” (“Cronológico”, de Leandro E. Hidalgo). Sigo: “Cuando despertó, ni el dinosaurio, ni sus zapatos, estaban allí” (“Dinosaurio + resaca”, de Raciel R. Prat). Este vendría muy bien para la nueva embajada cubana en Washington: “Cuando despertó, el Capitalismo todavía estaba ahí”.
Pero me distraigo. Mientras leía El Aleph engordado no podía dejar de pensar en Homero, Ilíada y en la forma brutal en que Alessandro Baricco “adelgazó” el poema homérico hasta convertirlo en un libro alienígena. Si la literatura fuera competencia de los nutricionistas, Katchadjian existiría como esteroide y Baricco como laxante. Uno edoréxico, el otro anoréxico.
(Para los que no estén enterados, en otoño de 2004, Baricco “adelgazó” la Ilíada, de Homero, con el fin de leerla en público. Para ello, realizó las siguientes “intervenciones” en el texto: “En primer lugar, practiqué una serie de cortes para re-conducir la lectura a una duración compatible con la paciencia del público moderno. […] Corté todas las apariciones de los dioses. […] Son tal vez las partes más ajenas a la sensibilidad moderna y a menudo rompen la narración […] La segunda intervención que realicé fue respecto al estilo. […] Desde un punto de vista léxico intenté eliminar todas las asperezas arcaicas que nos alejan del corazón de las cosas. […] La tercera intervención es más evidente […]: he pasado la narración a primera persona. Elegí una serie de personajes de la Ilíada y les hice relatar la historia, sustituyendo con ellos al narrador externo, homérico. […] Es evidentemente una precaución dictada por el objetivo final del trabajo: en un espectáculo de lectura pública, proporcionarle al lector un mínimo de personajes en el que apoyarse lo ayuda a no diluirse en la impersonalidad más aburrida. Y para el público de hoy recibir la historia de quien la ha vivido hace más fácil el ensimismamiento. […] Cuarta intervención: naturalmente, no resistí la tentación e hice algunas, pocas, adiciones al texto […]: son como restauraciones declaradas, en acero y cristal, sobre una fachada gótica”.)
Veamos el resultado:
En la Ilíada, de Homero se lee: “Canta, oh diosa, la cólera del Pelida Aquiles; cólera funesta que causó infinitos males a los aqueos y precipitó al Hades muchas almas valerosas de héroes, a quienes hizo presa de perros y pasto de aves…”
En Homero, Ilíada, de Alessandro Baricco: “Todo empezó en un día de violencia”.
Afortunadamente, El aleph engordado no es esto, quiero decir, no es un libro deshuesado para el confort. Katchadjian indaga más en una nueva patología literaria: la edorexia. El Aleph engordado resulta ese tipo de libros que, indefectiblemente, reciben con los brazos abiertos todos los profesores porque tienen el valor de un ejemplo. Basta saber el nombre del argentino que engordó “El aleph” para ponerlo detrás del francés (César Baldaccini) que comprime, deforma y expone metal retorcido; del estadounidense (Robert Rauschenberg) que pega sobre la tela un respaldo de silla o la esfera de un reloj; o del sueco (Claes Oldenburg) que expone gigantescos pantalones azules. Pero, a diferencia de los vanguardistas del siglo XX —que escogieron inicialmente objetos desvalorizados: un urinario, una rueda de bicicletas, un portabotellas, chatarra de automóvil, etc.— Pablo interviene un objeto de valor: el texto más famoso de la literatura argentina. “El aleph” —parece querer decirnos Pablo “Menard” Katchadjian— fue ante todo un relato inquietante; ahora es una ocasión de brindis patriótico, de soberbia gramatical, de obscenas ediciones de lujo. La gloria es una incomprensión y quizá la peor. Es ese el costado más inquietante de la obra de Katchadjian, que no nos encontramos ante una reescritura ornamental, ante un remake oportunista, su edorexia implica desacralización, ironía, desAUTORización. (Para que el lector cubano entienda la naturaleza filosa de esta práctica debe imaginar que el texto “engordado” es, por ejemplo, La historia me absolverá, de Fidel Castro, o “Con todos y para el bien de todos”, de José Martí.)
Es lamentable que la legislación Argentina conserve una noción de autor digna del siglo XVIII: de acuerdo con Michel Foucault, la noción de “autor” surge con la idea de que alguien puede ser castigado. Luego, los profesores a las academias; los futbolistas a los clubes extranjeros; los artistas a los museos y los autores a los tribunales… Bien hecho, chicos. Y yo pensando que en Cuba estábamos mal, después de todo el circo con Tania Bruguera.
No me sorprendería que la próxima acción legal contra Katchadjian sea expulsarlo de la universidad. Quién sabe, tal vez mañana lo sorprenda la noticia de que ha sido “ascendido” —como Borges en 1946— al cargo de inspector de aves de corral y conejos en los mercados. Ya lo dijo Germán García —psicoanalista argentino y autor de Nanina, una curiosa novelita censurada por la dictadura: “Muy rápido me di cuenta de lo peligroso que era escribir en un país sin ironía”.
Argentina, Cuba, da igual.