Entiendo que Norge Espinosa no es apto para todo tipo de lector, que su estilo de rugbier apasionado no es para cualquiera, que ha escrito alguna que otra obra pasajera, que su rezidentura en la Sección de Crítica e Investigación Teatral de la UNEAC no ha tenido la épica esperada, que es más Piñera que Lezama y posiblemente sea un asesino serial en sus ratos libres.
No me importa.
Yo había leído Las breves tribulaciones —a donde pertenece ese himno juangabrieliano que es “Vestido de novia”— e Ícaros y otras piezas míticas. Pero ahora, además, publica otro libro excelente: Notas “en” Piñera (Extramuros, 2012), con una destreza para la irreverencia como no hay hace décadas. Y esto a pesar de que los libros firmados por ensayistas monologantes de renombre constituyen el subgénero literario más recurrente de las letras cubanas: el mimismo. Porque, sí, parece confirmarse: un alto número de nuestros escritores acaban extraviados en la frontera que separa el estudio de la obra ajena de la propia.
En consecuencia, una de las tantas maneras de dividir y clasificar a ciertos miembros de la sección de escritores de la UNEAC bien puede ser la siguiente: 1) los vampiros del Hurón Azul; 2) la cofradía YOnqui. Lo que sigue es una autopsia de especímenes:
Los vampiros del Hurón Azul: A diferencia de las criaturas librescas de Bram Stoker —que se alimentan de la sangre de otros seres vivos—, los vampiros literarios cubanos son necrófagos: solo chupan cadáveres. Así, de un tiempo a esta parte, uno siempre se encuentra con autores que convierten su relación con los famosos —preferiblemente difuntos— en materia de libros. (La nómina es bastante grande en nuestro panorama editorial, que no abunda en biografías, pero sí en autobiografías solapadas.) Ya saben, la épica de la revista People: “Lezama me regaló personalmente un rollo de papel higiénico”; “yo conocí al negro que sodomizó a Virgilio Piñera en la posada de la calle Amargura”; “yo le sonreí a Guillén y Guillén me sonrió a mí”; “yo me acosté con Wichy Nogueras”, etc. Autores que optan por recordarse todo el tiempo al lado de otros escritores como forúnculos, algo que solo suele ocurrir con los difuntos, los Premios Nacionales de Literatura y los merecedores de una Feria Internacional del Libro. Porque, hay que decirlo: a pesar de que las tres opciones son aciagas, generan cuartillas y cuartillas de memorias y ditirambos.
(Estas evocaciones por parte de segundos y terceros tienen una invariante: la necesidad de imponer el personaje a la persona. No se publican páginas de los que testifican, por ejemplo, contra la Mirta Aguirre que se convirtió en el terror de la Facultad de Artes y Letras: analizó, calificó y expulsó a todo aquel que pareciera un “homosexual inteligente” —imagino que para Mirta esta categoría era el reverso del “intelectual orgánico”.)
La cofradía YOnqui: Escritores cubanos que terminan como patéticos adictos a sí mismos, es decir: como YOnquis del yo. Recuerdo a Pablo Armando Fernández entrando y saliendo de cámara en Virgilio Piñera en persona: “La primera vez que lo vi estaba con Severo Sarduy (…). Solo intercambiamos algunas frases. Al día siguiente Severo me comentó: `Oye, impresionaste al Maestro. Tan pronto como te fuiste me preguntó quién era ese joven tan apuesto´”.
Y si hay algo que no falta en un texto YOnqui, ese algo es la conversación desclasificada. Cosas del tipo: “Virgilio me contó que todas las noches, antes de acostarse, tiraba al piso sus chancletas y de acuerdo a como cayeran, sabía cómo iba a ser el día siguiente. Si las chancletas pronosticaban un mal día, sus salidas a la calle eran solo para las necesidades lógicas, e iba bajo una gran tensión”. (Desaparecida la crítica literaria dentro del agujero negro de las universidades cubanas, su ausencia deja un espacio libre demasiado grande, tan vasto que cabe hasta la “epistemología de la chancleta”) Porque los escritores YOnquis son como médiums a los que hay que aguantarles la revelación. Y su gran proeza estilística está en, o bien pasar de la tercera persona del singular a la primera, o bien del “nosotros” al “yo”.
Pero, por suerte, el libro de Norge Espinosa es otra cosa. Norge no es un aneurisma de Piñera ni un autocentrifugante escritor de memorias. Su libro no es un volumen de ensayos ni artículos de bagazo. Se trata de notas “en” Piñera. Fanfiction. Comentarios en off a esa especie de insomne de las letras cubanas que es Virgilio Piñera. Recordemos su tono sátiro insular:
No creo, francamente que mis piezas teatrales sean pasmo del lector, pero también, francamente, no me asustan las sombras venerables de Shakespeare, Calderón, Racine o Chéjov… como tampoco me dan ni frío ni calor Ionesco, Williams, Osborne o Miller… Advertencia al lector: léeme en Piñera y no en uno de esos ilustres fallecidos o contemporáneos consagrados.
(Lezcano debería imprimir esta nota de Virgilio en una jarrita y regalarla en la Sección de Crítica de la UNEAC):
Y Norge no es un mediocre lector “en” Piñera. “Estos textos”, nos dice, “son el testimonio de mi admiración por un Piñera al que no quiero imaginar ni solo, ni amargado ni vencido”. Por suerte Norge no se ocupa de ese fondo de maldiciones faraónicas que pesa sobre la vida y obra de Virgilio Piñera; su lectura, al contrario, lo coloca en el centro de la teoría cubana del complot. Un Virgilio que es lo más parecido a Wikileaks que tenemos en la literatura nacional; un autor que de cuando en cuando se desclasifica (cada cierto tiempo aparece otro inédito de Piñera), mantiene una pulsión, una especie de sístole de textos que alteran el sentido de nuestra realidad.
Y sobre la posibilidad de realizar ese sueño piñeriano leí el otro día. Resulta que una aplicación llamada LivesOn mantiene vivo el Twitter de un muerto —el difunto puede seguir retwitteando La isla en peso desde el más allá y hasta interactuar con otros usuarios.
Me gusta imaginar este libro de Norge Espinosa como uno de esos twitts fantasmas de Virgilio, una última maniobra literaria: la pulsión “en” como quien dice “on”. Y algo se enciende.