Es 1972: una chica cualquiera, a la que vamos a llamar Linda Lovelace, acude al psicólogo por un motivo: no consigue llegar al orgasmo. El dictamen del médico es tóxicamente célebre: al parecer, la joven neoyorquina tiene el clítoris en la garganta. Así empieza Deep throat (Garganta profunda), la película pornográfica más taquillera de la historia del cine norteamericano.
Por entonces Umberto Eco tiene 40 años y una extraña obsesión por Linda Lovelace. Todavía no ha escrito El nombre de la rosa, pero ya es un adicto terminal a la pornografía que intenta desengancharse leyendo montones de tratados semióticos y meditaciones cartesianas. La lectura es un éxito, la abstinencia un fracaso: Eco —educado en la contemplación de estatuas grecorromanas y cuadros renacentistas— se siente tan encandilado por el cine porno de Gerard Damiano como un adolescente de 1997 por las Spice Girls.
Publicado por la editorial Lumen, el Segundo diario mínimo de Umberto Eco muestra muy poco —nada— de esta obsesión. Apenas un artículo titulado “Cómo reconocer una película pornográfica”, única evidencia real de su maldita pornopatía. Sin embargo, hay varios berrinches en el libro que poco a poco conforman, por transitividad, una estética: uno descubre, por ejemplo, que para Umberto Eco la pornografía es una quimioterapia efectiva contra el “cine de autor” italiano. (Hay evidencias en la cinematografía europea de directores que torturan psicológicamente al espectador para “ayudarlo” a entender un argumento: chico ama a chica, pero chica no quiere a chico.) Allí nos enteramos de que las películas XXX están llenas de “tiempos muertos” —aunque algún traductor español ha precisado que “cuando Eco dice ´tiempos muertos´ ya sabéis a lo que se refiere; se refiere a tiempos sin follar”—: de parejas que pierden minutos y minutos en el ascensor; de chicas que retozan con camisetas y encajes antes de confesarse mutuamente que prefieren a Safo antes que a Don Juan. En palabras de Eco —y de nuevo aparece el traductorcillo valiente: “en las películas pornográficas, antes de ver un sano polvo es necesario tragarse un anuncio de la concejalía de transporte”. (Los españoles traducen con tanta “claridad” que, en algunos momentos, te olvidas de que el libro está en castellano.)
Y cerca del final: “Si Gilberto, para violar a Gilberta” —en este momento, por razones obvias, dejé caer el libro aterrado—, “debe ir desde la Plaza Cordusio a la Avenida de Buenos Aires, la película nos muestra a Gilberto en coche, semáforo tras semáforo, realizando todo el trayecto”. Esa situación previa —el sujeto que se demora innecesariamente para tener sexo con una chica— es un preseminal. (Sí, en principio todos fuimos actores XXX.) Porque “una película en la que Gilberto violara siempre a Gilberta, por delante, por detrás y de lado, no sería sostenible. Ni físicamente para los actores, ni económicamente para el productor. Y no lo sería psicológicamente para el espectador: para que la transgresión tenga éxito es necesario que se perfile sobre un fondo de normalidad. Por lo tanto, la película pornográfica debe representar la normalidad —esencial para que pueda adquirir interés la transgresión”.
Pensaba en todo esto mientras leía los ensayos de Víctor Fowler Calzada: Rupturas y homenajes (Unión, 1998), La maldición: Una historia del placer como conquista (Letras Cubanas, 1998), Historias del cuerpo (Letras Cubanas, 2001) y Paseos corporales y de escritura (Letras Cubanas, 2013). Pensaba en una teoría para reconocer un libro de Fowler, ese escritor cubano —master of sex— que tiene, para mí, el relato crítico más ambicioso en nuestras letras desde Lo cubano en la poesía. Libros que se levantan contra los métodos anticonceptivos del panorama editorial cubano. Libros que son la transgresión. Y en eso Fowler es un escapista. El Houdini de la investigación. Así es como empieza esa vertiginosa sucesión de fugas maravillosas que son sus libros. Una brecha en los tres tomos de la Historia de la literatura cubana (que son como la píldora del día después: abortivos). Víctor contra el rebaño de autores fantasmas que escriben tomos demenciales —y cuidadosamente esterilizados— sobre nuestra tradición. Porque si hay algo que bien podría ser el equivalente de las gafas 3D para nuestra crítica literaria, ese algo son los bifocales Fowler.
Dicho esto —y considerados sus efectos— hay que experimentarlo. Veamos: el objeto de estudio es una curiosa antología de José Manuel Poveda, Poemetos de Alma Rubens, con la que erotizar a todo aquel de entre 11 y 75 años. Un libro escrito por un hombre como si fuera una mujer (Alma Rubens), y ya se sabe: las mujeres que empiezan o terminan en la mente de un hombre suelen ser, como mínimo, bisexuales. El poema en cuestión se titula “Las caricias” y está fechado el 30 de julio de 1923:
De algunos […], los más hábiles, me ha gustado la ansiedad con que buscaron, sin hablarme, […], las pequeñas cuerdas finas y escondidas.
De otros, los más crueles, gocé más los besos lentos, insaciables y febriles. […]
Más de todas las caricias la más dulce, la que no he de olvidar nunca, fue la tierna caricia de tus ojos compasivos, oh Diomedes, […] mientras ibas tú franqueando las dos puertas en las cuales nadie nunca había llamado.
¿Qué lee Víctor Fowler con sus bifocales 3D?: “Un terceto como ´Las caricias´, hace una transparente apología del coito anal”. (Antes de seguir, se recomienda una segunda lectura.) Ese nivel de elucidación —propio de una crítica literaria para perversos— no es común en nuestros ensayistas, más familiarizados con el fracaso que con la lucidez (Ejemplo pertinente: Alberto Rocasolano, cuyo prólogo a la Obra poética de José Manuel Poveda bien podría titularse “Ensayo sobre la ceguera”.) La crítica literaria cubana no le marca “me gusta” al sexo anal. Y, a juzgar por lo que se publica, en el Kamasutra de nuestros investigadores solo está el Misionero.
Entonces llega Víctor Fowler con sus “lecturas corporales” y uno descubre que en las letras cubanas hay, por lo menos, un piercing y varios tatuajes ocultos. Revelación que aparece con más fuerza en lo que probablemente sea su acercamiento más astuto a la homosexualidad en Cuba: La maldición: Una historia del placer como conquista. El libro fue editado en 1998, pero pasa por épocas donde los homosexuales que saltaban la valla que separa lo público de lo privado descubrían, entre otras cosas, que de un lado los discriminaban y del otro los esperaban para molerlos a patadas.
Y tengo que decirlo: hay una veta primitiva de homofobia en este país:
1791: “Carta crítica del hombre-muger” (publicada en el Papel Periódico de la Havana):
¿Quién podrá contener la risa cuando ve a un hombre barbado gastar la mayor parte de una mañana en peinarse, ataviarse, y en ver copiada su hermosura en un espejo, cual lo practica la Dama más presumida? […] Torpe y abominable vicio de la Afeminación, antiguo BOLERO, o enfermedad que ha contaminado a una porción considerable de hombres en nuestro País. ¿Si se ofreciera defender a la Patria, qué tendríamos que esperar en semejantes Ciudadanos o Narcisillos? ¿Podrá decirse que estos tienen aliento para tolerar las intemperies de la Guerra? ¿Cómo han de ser varones fuertes y esforzados […] los que así ostentan su ánimo mujeril y apocado?
1888: “Los maricones” (publicado en el periódico ilustrado La Cebolla): “Cualquier extranjero” —sí, desde 1888 importan más los extranjeros— “que se pasee por las calles de San Miguel y adyacentes, en La Habana, quedará sorprendido al ver unos tipos inverosímiles: de la cintura para arriba son mujeres; de la cintura para abajo son hombres”.
1889: Diccionario razonado de legislación de policía. Ya sabemos —no hay que repetirlo— qué palabra buscar. “El hombre afeminado y cobarde. —El que se ocupa en las faenas propias de las mujeres. —Ciertos hombres que afectan imitar a las mujeres en sus maneras, insinuaciones, y a veces hasta en el vestir, sustituyéndolas en los actos más impúdicos”.
Y, en letras de neón, aquí viene la sospecha más interesante del libro: “si unimos las piezas, tal parece que la homosexualidad hubiera estado en todas partes y solo una violentísima represión social nos explicaría que haya llegado tan poco hasta nosotros”.
Maravilloso: pensar la Historia de Cuba como un complot en el que más de uno daría cualquier cosa por borrar los signos del homosexualismo, la disidencia, el desencanto y la inconformidad del disco duro de su memoria. La Historia de Cuba —como ciertas casas embrujadas— es mucho más grande por dentro que por fuera. Por ahora, solo tenemos piezas sueltas, pero todo parece indicar que La Habana del siglo XVIII era una película de Tim Burton. Y el gremio de nuestros historiadores y archivistas una comunidad digna de Dan Brown. Porque, es casi un proverbio: “hasta que los leones tengan sus propios historiadores, las historias de cacería seguirán glorificando al cazador”.
De todo esto y mucho más tratan los ensayos de Víctor Fowler. Solo echo en falta en la tetralogía cierta mirada clínica a las instituciones —como gestoras de políticas de exclusión— que Fowler no parece haber heredado de ese otro freaks que es Michel Foucault.
Víctor Fowler no es Michel Foucault, pero no hay dudas de que es un sujeto al que habría que vigilar y castigar.
Estoy de acuerdo con el autor… ojo avisor y nalgadas para el compañero Fowler…!!!