En 2017 y luego de una larga tradición de paros, huelgas y solidaridades tejidas transnacionalmente, tuvo lugar el Primer Paro Mundial de Mujeres, el 8 de marzo. El Paro se reedita cada año y se acompaña de marchas y demostraciones políticas en muchos países del mundo. Encuentros, conversatorios, ferias, espacios colectivos de concientización y politización feminista transforman allí los espacios públicos, comunitarios, sindicales, artísticos, domésticos, comunicativos, académicos: todos los resquicios de nuestras sociedades.
Desde ahí se denuncia la persistencia de desigualdades de género, raciales, de clase, de territorio de procedencia y otras; se hace visible el trabajo impago o peor remunerado que realizan las mujeres; se reclama el reconocimiento de derechos para todas las personas y garantías de esos derechos para las personas trans y LGTBIQ+; se impugnan los gobiernos autoritarios y escasos en derechos; se denuncia la trabazón entre la política de unos pocos y el sistema integral de subordinaciones a las mujeres y disidencias sexuales.
Al Ecuador, el 8 de marzo de 2022 lo atravesó la acción callejera, y la ciudad de Quito fue una de sus plazas. La marcha, convocada por organizaciones de mujeres, feministas y LGTBIQ+ recorrió kilómetros hasta llegar al centro de la ciudad. Ecuador es uno de los países de la región de América Latina con mayor tasa de embarazos infantiles: 111 por cada mil niñas entre 15 y 19 años. Un informe de finales de 2021 dio cuenta de que el 12 por ciento de niñas entre 10-19 años han estado embarazadas al menos una vez y el 80 por ciento de los embarazos adolescentes son consecuencias de abusos sexuales. La marcha del 8 de marzo denunció las condiciones de posibilidad de esos abusos continuados, las consecuencias de la imposibilidad de interrumpir voluntariamente los embarazos, la desigualdad en el mundo del empleo y el trabajo, y la política oligárquica del gobierno de turno.
Reclamos similares y tomas masivas de las calles se realizan en muchos otros lugares del mundo. Donde no, cada vez más cala la pregunta de si las mujeres tienen razones para parar, ocupar el espacio público y denunciar las violencias y desigualdades.
La marcha del 8 de marzo de 2022 en Quito terminó siendo reprimida en su último tramo, cuando mujeres intentaron llegar a la Plaza Grande, donde se encuentra el palacio de gobierno. Al día siguiente El Municipio de Quito, a través del Instituto Metropolitano de Patrimonio (IMP) publicó una nota que informaba los “daños efectuados en el Centro Histórico”, cuyo valor ascendía, según el cálculo de la institución, a $10.550 e incluía “rayones en paredes, metal, paredes de piedra, calzadas y monumentos”.
La intervención del espacio público durante las manifestaciones, especialmente con grafitis y sobre los monumentos, es un contenido de discusión política creciente en los últimos años. Las organizaciones sociales, y los feminismos específicamente, defienden ese repertorio de protesta para visibilizar la relevancia que se le otorga a la propiedad material y patrimonial por encima de los cuerpos y las vidas de las mujeres y de intervenir monumentos y espacios públicos que simbolizan la estructura desigual de poder en nuestras sociedades.
Por otra parte, y frente al valor monetario de los daños, cabe destacar que en el mismo Ecuador el Estado debe gastar cada año 75 millones de dólares solo para la atención de víctimas de violencia machista. Casi el 50 por ciento de los costos de la violencia contra las mujeres, sin embargo, son asumidos por las mismas mujeres violentadas, sus hogares y microemprendimientos. La prevención de la violencia machista de forma integral y en todas sus formas (económica, física, sexual, psicológica, política, digital, etc.) debe ser, y no es, prioridad para los Estados, para la política y para las sociedades en su conjunto. En todos los países de la región, ese continúa siendo un pendiente.