Dicen que, para la buena suerte, las puertas y las ventanas de la casa deben estar abiertas en la última noche del año. Otras supersticiones dictan que debemos salir y volver a entrar con el pie derecho, o bailar alrededor de un árbol durante la transición de un año a otro para atraer prosperidad.
Hay quienes usan la ropa interior al revés el 31 de diciembre, llevan una prenda amarilla, salen con su maleta a dar vueltas para que se materialice un viaje o pretenden despojarse de lo peor tirando un cubo de agua a la calle.
Esos rituales son las cábalas que sostienen a muchos. Aunque transcurra el año y permanezcan dolores, o ningún viaje llegue, o la prosperidad sea como un ómnibus cubano —que pasa poco y cuando pasa no cabemos todos—, siguen ahí cada diciembre, adheridas a la esperanza de que “el año que viene sí”.
La permanencia de la esperanza es un misterio. Tiene la misma edad que la angustia. Aparece cuando una situación nos oprime, permitiéndonos aceptar el impulso del optimismo y nos entrega, así, propósitos y deseos de vivir.
Cada diciembre, observo y escucho las ceremonias de las personas que aspiran a un año mejor y a una vida mejor. Y desde el respeto a todas las liturgias y el derecho a tener la propia, aguardo la llegada de enero, porque mi anhelo es un viaje, una experiencia, un festival.
El Longina, como lo conocemos los trovadores y los que por más de 25 años seguimos este evento de Santa Clara y de Cuba, comienza desde que recibimos una llamada y algún amigo nos invita a cantar. Nos invita al encuentro, a la cofradía, a las madrugadas, al abrazo de los conocidos y a la sorpresa de nuevas personas que sueñan, aman y crean también con pasión.
Con todos viaja la expectativa y los planes de amanecer, de llenarnos el morral de esa nueva esperanza, urgente para las próximas canciones y para la supervivencia.
Santa Clara tiene El Mejunje con una libertad sin dueño. Además, alberga el alma de La Trovuntivitis y un parque Vidal con la Luna de Levis Aliaga. Sentimos que en El Longina nos reponemos de las guerras: la guerra cotidiana que nos impone el mundo y la propia, la guerra entre los demonios y los ángeles de adentro.
Comenzar el año en el festival es vivir un oasis de belleza, buena vibra y empatía que nos permanece, y al cual sabemos volver cuando necesitamos un respiro de lo terrible.
En El Longina, nos reconectamos con lo mejor de nosotros mismos y con los espíritus de los hombres y mujeres que alguna vez han puesto sus manos para armar un evento donde nadie es invisible. Es un espacio para llegar y quedarse de cualquier manera, una ciudad que es en sí misma Santiago y Vicente Feliú, Teresita Fernández, Ela O´Farrill, Lázaro García, Pablo Milanés, Marta Valdés.
Para mi buena suerte y la de todo el que desee acercarse, las puertas y las ventanas de Santa Clara siempre están abiertas en enero, invitando a la magia. Cada año, entro con el pie derecho, canto alrededor de un árbol cerca del niño de la bota y me despojo de lo peor abrazando a los amigos.
Este enero no será diferente. El Longina permanece a pesar de todo; desafía cualquier circunstancia, y no solo las sobrevive, sino también las transforma.
Por eso caigo en sus brazos, porque es la cábala que sostiene la ilusión de un 2025 fecundo. Santa Clara en enero me deslumbra y me hace bailar en su telaraña. Cada vez más me entrego al enigma de El Longina, porque su fidelidad, su aguante, su persistencia y su lenguaje misterioso me salvan.