Que tire la primera piedra quien no haya sido protagonista de alguna malcriadez, o la haya permitido a sus descendientes. Entonces, ¿quién le pone el cascabel al gato? Resulta difícil, pues en lo que a manejo educativo se refiere, es lo más fácil del mundo pasarnos de la raya, y caer en actitudes contrastantes: como la de ser muy severos, o muy permisivos; dañando, de una u otra forma, aquello que más apreciamos: a nuestros hijos.
Conozco a una familia que transitó por el peor evento por el que, a mi juicio, se puede pasar: la pérdida por enfermedad de un hijo. Este niño recordado por todo el que lo conoció como un ángel, por su bondad excepcional, pidió antes de morir, a su mamá, que tuviera a otro pequeño. La mamá, como prueba fehaciente de su amor, tiempo después de la irreparable pérdida, se sometió a tratamiento de fertilidad y se embarazó de gemelos, pudiendo llegar a término solo un bebé, el cual nació prematuramente.
Con estos antecedentes, ese niño a los tres años tenía más poder que el jefe del núcleo de su casa. Cuando lo conocí la intención de los padres era que rehabilitara su lenguaje, pobre para su edad e inentendible, pero para sorpresa de los mismos, les referí que primero debíamos trabajar en la atención y en la conducta. El niño era un electrón libre.
Lanzó, en nuestro primer encuentro, por los aires un iPad cómo si fuera una chiringa, y nadie se inmutó. Cuando le hice la observación a su mamá sobre lo inapropiado de la acción, me expresó que estaba hecho para niños pequeños. Quedé perpleja en ese momento, me sentí primitiva. La tecnología desafiaba mis argumentos psicopedagógicos. No obstante, debo decir con total sinceridad, que el aparato siguió funcionando, increíblemente, muchos años después.
Para qué hablar de los posteriores encuentros. Bauticé sus terapias como las “terapias del conejo”. El pequeño daba brincos y yo intentaba bajo gotas de sudor que se sentara e hiciera lo que le sugería a través de juegos y la seducción del Flautista de Hamelin. Costó sudor, más que lágrimas, aunque algunas hubo. Llegaba a mi casa exhausta y mis hijos, expectantes, me preguntaban: “¿Qué hizo hoy?” Muertos de risa, escuchaban las travesuras como si se trataran de los cuentos de Pepito. Claro, me imagino que a sus víctimas les diera menos gracia. A su abuela paterna, por ejemplo, le lanzó por el balcón su monedero con el pasaporte incluido. Cualquier cosa volaba en cualquier dirección. Entre él y la perra de la casa, llamada Candela, podían hacerte vivir el surrealismo en estado puro.
Este es mi malandrín amado y no me queda ya nada por ver que él no haya hecho. Hace poco escondió un queso debajo de la cama. ¿Con qué objetivo? Solo Dios sabe. Este pequeño a pesar de sus diabluras es querido por sus amiguitos, gracias a que su familia comprendió a tiempo que nunca es tarde si la malcriadez es buena.
Recuerdo a otra mamá que visité en su hogar, que permitía a su hijo, también de tres años, colgarse y balancearse de la lámpara del cuarto de su casa (ella lo aguantaba, claro). Era una especie de Tarzán moderno. Cuando le pregunté qué se proponía con eso –hay que tener la mente abierta en la ciencia–, me respondió que “a él le gustaba”… Sin comentarios.
Este mismo niño fue a una comisión de evaluación donde se definiría si podría matricular en una escuela donde rehabilitar su lenguaje, y raudo y veloz trepó por un estante. Solo mire a su mamá que comprendió entonces que su hijo haría fuera de casa lo que acostumbraba a hacer dentro de ella. Entre otras razones, por su conducta, no fue aceptado en esa escuela.
Por otro lado, Tarzancito se fue a comer un plátano que le regalé y su mamá brincó para quitarle la cáscara. Contradictorio: lo dejaban colgarse como un mono, pero lo consideraban con menos capacidad que un simio a la hora de comer.
La permisividad y la sobreprotección son epidemias que ponen en desventaja a los que están expuestos a ellas. Con un comportamiento socialmente inadecuado, los niños serán menos aceptados y, por tanto, estarán más limitados para gozar de la convivencia humana. Lo peor de todo es que estas epidemias no parecen tener antídoto, a pesar de haber tantos adultos por cada niño. ¿Será por eso?
A veces en los niños con un desarrollo diferente, parecen tener los padres un manual también diferente de normas de comportamiento. Debo decir que nunca he visto escrito en ninguna parte que por tener menos coeficiente intelectual u otra diferencia con el resto de los mortales esté permitido hacer lo que a uno le dé la gana. Si queremos integración, debemos prepararlos para ello. En el mundo, además de sumar y restar, hay reglas que cumplir.
Mucho he visto como especialista y quizás he podido entenderlo mejor que otros, pues en carne propia experimenté tener a mi papá y a mi hermano haciendo una rumba para que yo comiera. Buscarme a la vecinita mayor para que me diera en la ventana los alimentos y hacerme todas las payasadas posibles para que al final yo dijera: “Exquisito, pero no quiero”. Muy fina era yo de niña, pero también –espero haberlo superado– una dictadora en potencia.
Como mamá he tenido que pasar la dura prueba de tener uno de mis hijos alérgico hasta a la duralgina y al resto de los analgésicos y antipiréticos, siendo asmático y habiendo estado cinco veces ingresado. Verlo partir para campismos y la escuela al campo es como saber que navegará entre corsarios y piratas. Me he aterrado, pero lo he resistido.
El consejo que puedo darles es que si tiene dudas de si lo está haciendo bien o mal, mire al grupo y lo que sienta que está mal para el hijo del vecino lo estará también para el suyo, y viceversa.
Recuerde, además, que es mejor ponerse rojo un día que rosadito varios. Sea consistente y coherente, que es lo mismo, que no debe decir una cosa hoy y otra mañana.
Debe pensar además que, si le pone los zapatos a su hijo de ocho años y le da la comida, es poco probable que pueda hacerlo solo en su escuela, donde usted no puede ayudarlo.
Pónganse de acuerdo los diferentes miembros de la familia y establezcan las reglas. Y recuerde: si su hijo es independiente y se comporta adecuadamente, la pasará mejor en este mundo.
Muy interesante y ameno.
Algo muy común es que los padres, al darse cuenta de que sus hijos se comportan mal debido a la pobre educación que les dieron, se culpen a sí mismos y los sobreprotejan aun más, diciendo que no es su culpa en lugar de actuar.
Muy interesante Vivian tu artículo (como todos). Es algo bien difícil esta tarea de ser padres, sobretodo porque no hay un manual para cada situación engorrosa en la que te puedas encontrar con ellos y saber que así lo estás haciendo del todo bien. Pero como dices hay que ponerse rojo sólo una vez y saber que estás educando no sólo para ti sino para el mundo en general y tratar de que sean los mejores hombres y mujeres posibles cuando crezcan.
Ser padres es tan novedoso como ser hijos, se aprende sobre la marcha. Los consejos valen como una mina.
Gracias!!!!
Gracias a uds! He cometido errores como cualquier padre. Aprendemos en el día a día, eso está claro; pero compartir nuestras experiencias, reflexionar sobre cómo educamos, nos puede facilitar el camino en el empeño de hacerlo lo mejor posible!
Vivi, cuando recibí este artículo lo leí sin darme cuenta que uno de los protagonistas es tu amado “malandrín” aunque yo diría nuestro pues siempre disfrutamos tanto sus diabluras como su adelanto escolar y disciplina. Recuerdo cuando me dijiste que aún siendo muy pequeño pidió bajaran el volumen de un equipo de audio porque un bebé dormía. Un día recibí una llamada en 19 y una señora preguntó por ti , respondí no estabas y si quería podía dejar un recado que yo te lo trasmitiría, cuando me dijo”por favor dígale que la mamá del malandrín la llamó” no pude contener la risa y de inmediato recordé las razones por las que así lo bautizaste e indudablemente aceptado por su mamá y quizás por el resto de la familia. No dejes de mandarme tus geniales y amenos escritos, Te quiero mucho,papá