Este viernes por la mañana hice una excepción con una cliente en el servicio de Lift que suelo prestar desde hace un par de años. Una de las estrictas reglas de las dos empresas que uso –esta y Uber–, sostiene que está prohibido comer dentro del carro por la suciedad y por el olor que eso deja atrás. Pero en este caso estuve frente un imponderable importante, serio, relevante e ineludible: la muchacha estaba comiendo croquetas.
El carro tiene una advertencia: no food on board, pero no le hice caso. “Así que croquetas, ¿eh?”. “Es que –me dijo– estamos en el día de las croquetas. Me encantan” –añadió. Yo no tuve corazón para decirle que el día internacional de la croqueta había sido el día anterior, pero le pregunté dónde las había comprado porque olían muy bien. Me dijo que en “Dos Croquetas”, un bar dedicado a las croquetas que queda allá por la calle 40 de la Sagüesera. Y me explicó que además de las tradicionales de jamón o pollo, las tienen de picadillo, de coditos con queso y bacon, de carne de puerco, jamón, queso y pepinillos –le dicen “La Medianoche”– y de maíz con queso mexicano –se llama “La Calle Mexicana”. Ojo, también las hay de canela. Nada, que para mí es el paraíso sobre la tierra.
Confieso que no tuve la osadía de pedirle que me diera a probar una porque la muchacha llevaba una bandeja con cincuenta y ya había comenzado a comérselas. Pero quise saber si se las iba a comer todas. “¿Envidia?”. Le expliqué que esa palabra no formaba parte de mi vocabulario diario. La envidia es para los pobres de alma, pero soy fanático de las croquetas. Me gusta Miami, en parte, por las croquetas. Y ahora que me entero de que hay un bar exclusivo de croquetas, pues creo que estoy comenzando a descubrir la felicidad. Solo me preocupa el peso. Soy muy sensible a esas cosas, más ahora que he logrado bajar de la forma menos laboriosa: cortando la comida.
En Miami te encuentras con croquetas en todas las esquinas. No hay una ventanilla en una cafetería que no las tenga; quizás el pan con croqueta sea la comida rápida más popular en el burgo. En Portugal también las tenemos. Las mejores se sirven en Lisboa en un restaurante de lujo llamado “Gambrinus”, que yo solo he frecuentado para comer croquetas y aún así un par de veces me las pagaron.
Sin embargo, cuando llegué a La Habana el siglo pasado, me di cuenta de que para los cubanos las croquetas son un asunto muy serio. Tanto las quieren que las hacen de forma tal que terminan pegadas al cielo de la boca. Eso sí es una forma de quererse. Hay una crónica de Héctor Zumbado, el célebre humorista criollo, llamada precisamente “La croqueta”, en la que cuenta la historia de un infeliz a quien ponen al frente de un timbiriche estatal de croquetas sin saber la receta ni nada sobre el negocio –un hábito que sigue vivo por allá–, por lo cual decidió avanzar hacia una croqueta por iniciativa propia.
“Se puso a trabajar. Cortó en tiritas cuatro hojas de papel gaceta, que separó en un platico. Luego batió dos yemas de huevo y picó en trocitos un tallo de soga de tendedera. Añadió una cucharadita de engrudo y espolvoreó con aserrín de pinotea. Derritió un cuarto de vela de las grandes y cortó finito un cordón de botas cañeras. Lo mezcló todo bien y obtuvo una masa del color de la muralla de La Habana. Entonces, con amor en las manos, le dio forma a una croqueta, la cual envolvió con ternura en un pedazo de tela de mosquitero. Ralló un pan de jabón Batey para empanizar, y comenzó a freírla en la sartén, con la candela baja”, cuenta Zumbado. Ahí debe de estar el meollo del misterio de las croquetas, que pudiéramos llamar “cielito lindo” porque cuando el individuo se las dio a probar a la mujer, esta solo dijo que estaban bajitas de sal, y la cosa se popularizó.
No sé cómo las croquetas llegaron a Cuba, pero sí cómo llegaron a Miami. Me contó mi socio Benito que llegaron a la ciudad en las sartenes de los cubanos (una respuesta normal porque para el Beni antes de 1959 Miami era un pueblo de campo, y que nadie se lo discuta). Las croquetas se han reproducido aquí, con la diferencia de que no se pegan al cielo de la boca, lo cual no me extraña, porque Miami tiene el hábito de contradecir casi todo lo que se hace en La Habana.
Volviendo a mi pasajera, la cosa terminó ofreciéndome ella una croqueta. Su afición es un caso serio. Las consume a menudo, me dice. “#MeToo”–le contesté. Resulta que entre tres y dos dedos de conversación, la bandeja ni siquiera llegó a su destino. Seguramente algunos de los asistentes a la fiesta a la que iba quedaron decepcionados. Lo lamento mucho, pero las croquetas tienen ese efecto. Se van rápido y unen a la gente. Se descubre un mundo desconocido con una croqueta en la mano.
Quedamos en vernos para ir a comer más croquetas. Si la cosa sigue, de repente me caso el mes que viene. Porque cuando una croqueta une a dos personas, no hay cielo que las separe. Es raro encontrar una pareja tan afín. Estoy a punto de cantar una adaptación del bolero de Isolina: “dos croquetas para ti”.