Uno de los objetivos de estas reseñas es analizar cómo el ejercicio cotidiano de las prácticas de comunicación social reproduce neurosis entronizadas desde hace mucho en la conciencia e inconciencia colectiva. Entre ellas destacan el control y la paranoia. La repugnancia de lidiar con el azar o con los imprevistos. Estos miedos e íntimos terrores pueden enfrentar el ejercicio de los derechos simbólicos individuales. Pueden inducir a los emisores a crear entornos de información que traslucen la sospecha de que la ley está sujeta a interpretación puntual, que en los inevitables careos con actores de inspección o fiscalización se tiene siempre las de perder. Que existe un poder superior inescrutable que puede borrarlos del mapa económico sino reproduce sus postulados y valores. Estos entornos no son obvios pero ahí van excavando y mordiendo en el imaginario colectivo.
Detrás de cualquier pieza de diseño hay una defensa de credo. La antecede un concepto y una estrategia para confirmarlo. Un trabajo para los especialistas en marketing, que a su vez, deben delegar en los creativos su concepción simbólica y cuyas directrices terminan en el departamento de diseño. Entre el emisor primordial y la implementación formal hay muchas posibilidades de incurrir en errores graves.
El diseño no siempre tiene la culpa. Infinidad de propuestas muy decentes, algunas incluso francamente buenas, nacen conceptualmente torcidas por una deficiente estrategia de comunicación. Estrategia que debería considerar objetivos múltiples. Uno de ellos es el branding, la creación de las marcas. Algo tan sencillo como elegir el nombre apropiado para una empresa, pero capital.
Aunque este espacio suele acoger insignes barrabasadas, siempre hay lugar para los disparates sutiles. Hay marcas, denominaciones tan ponzoñosas como la Batracotoxina, pero de acción lenta. Cuando encuentro alguno me provoca sentimientos encontrados. Porque exponen la competencia profesional de mi terruño. No me interesa que en otros sitios sea igual o peor. Me cansan, me deprimen pero también despiertan al carnicero que llevo dentro. Acomodo el logo sobre la tabla de corte y considero el impoluto juego de cuchillos .
Toque de queda
Uno de los atractivos turísticos de la ciudad de La Habana es su famoso cañonazo de las nueve. Anunciaba en el siglo XVIII el cierre de las puertas de la muralla. No era propiamente un toque de queda tal y como lo conocemos hoy en día. Y con esto vamos a asumir que el nombre del hostal está asociado a esta tradición.
Un espacio que se llame a sí mismo Toque de queda cuando menos causa perplejidad. Para el despistado que aún no se entera del cañonazo —porque no es un evento de fama internacional ni mucho menos— el uso en la identidad de un cañón con sus descomunales balines se antoja belicoso, disuasorio e innecesario. Si no pregunta antes, un turista escandinavo serio y bien portado, asumirá que debe encerrarse en sus aposentos a las nueve de la noche, so pena de pernoctar bajo la “luna de La Habana”. En el fondo del cartel, sobre el cual se inserta el logotipo en una especie de transparencia, se insinúan —porque seguro no hay nada— una misteriosa mesa rústica y algunas piezas comestibles.
El entorno
Detrás del cartel asoma la base carcomida de un balcón. En algún rincón del entendimiento comulgará la piedra destrozada con la boca del cañón. Una farola asoma justo en la trayectoria del proyectil. A la espera de la orden de fuego. Hasta la integridad del propio hostal parecería en peligro, pues se apunta precisamente a la fachada. Mi padre solía decir que no era necesario matar gorriones a cañonazos.
No hay obligación de leer todo ello linealmente. Pero el conjunto significante está a la vista. La relación es manifiesta y el cliente o el transeúnte serán sometidos a ella. Por supuesto que de esta encarnizada manera lo leerán muy pocos. Pero quien diseñó el cartel, quien lo colgó, pudo tomar en cuenta alguna de estas lecturas. Si no tuviera autoridad para corregir detalles arquitectónicos u otros elementos, pudo al menos orientar el cañón hacia otro lado. Como los de la cabaña, que no apuntan hacia la fortaleza sino a la entrada de la bahía. Solo con eso depuraba el mensaje global.
Los oficiales del XVII cubano no brillaron por su estrategia, como sabemos hoy. Pero no orientaron la boca de los cañones sobre sí mismos. Un pequeño detalle.